lunes, 29 de octubre de 2018

Ezequiel, por Ramos García (VIII de XXI)


14. La alegoría de los dos leños.

Manda el Señor al profeta que tome dos pedazos de madera, que escriba sobre el uno: “Judá y los hijos de Israel que le están unidos”; y sobre el otro: “José, el báculo de Efraím, y toda la casa de Israel, que le está unida”; y que los junte luego en su mano el uno con el otro, para que sean uno (Ez. XXXVII, 15 ss.).

La figura no puede ser más expresiva, para significar la reintegración total de aquel pueblo dividido desde la muerte de Salomón, religiosa y políticamente, en dos reinos antagónicos, el de Judá con Benjamín y Simeón, y el de Efraím con las restantes tribus, llevados ambos cautivos de hacía tiempo, el de Efraím (Samaria) a la Asiria, y el de Judá (Jerusalén) a Babilonia. Algún día los residuos (= el resto) de una y otra dispersión volverán a su tierra y formarán de nuevo un solo reino debajo de un solo rey de la dinastía davídica restablecida volverá el antiguo poderío, la realeza de la hija de Jerusalén (Miq. IV, 8)— y eso para siempre, y en una paz social y prosperidad admirables, sin que vuelvan a separarse más de su Dios, de su rey y de su patria.

Nuestro autor supone que ya se cumplió todo eso, incluso la reintegración del reino davídico, con la vuelta de los desterrados del cautiverio babilónico, a los que “pudieron unirse cuantos quisieron de otras tribus”.

El Señor empero—nótese bien ese “empero” (peró) en que va todo el prejuicio del sistema—, no dice que hará volver a todas las tribus, aun las dispersadas por los asirios de hacía casi un siglo (721 a. C.), y de los cuales no quedaban más que pocos residuos (relitti), mientras la masa había sido absorbida per los gentiles, mas sólo que tomará a los israelitas (= “toda la casa de Israel” con “los hijos de Judá” decimos nosotros, cf. v. 16), es decir, todos cuantos formaron parte del resto, a cualquiera tribu que pertenecieran. El núcleo principal está constituido por los desterrados del 597 (tribu de Judá), a la cual podíanse unir cuantos de corazón se convirtieran al Señor” (pág. 275, col. 1º). Y alega en confirmación Ez. VI, 8 ss.; XI, 14-21, donde no se habla más que de los repatriados de Judá, como si el profeta, por haber anunciado allí la vuelta de Judá, no pudiera anunciar aquí la de Judá y Efraím. Puesto a alegar lugares paralelos pudiera haber alegado varios pasajes de Oseas e Isaías y algunos más, donde vería comprometida su posición, restrictiva en realidad, y sólo en apariencia comprensiva, de los términos del vaticinio en su sentido obvio y natural.

El mismo autor no está muy satisfecho de su artificiosa posición, cuando a continuación escribe: “No hay por qué turbarse, cuando de las listas demográficas de Esd. II y Neh. VII se colige que los repatriados en general son de la tribu de Judá-Benjamín” (pág. 275, col 1º). Es un caso más de la euforia alegorista, que de nada se turba. Esta ya no se contenta con hallar por doquier alegorías, sino que interpreta con una libertad desconcertante las que halla.

Dícese muy bien en Hermenéutica que, a diferencia de la parábola, en que muchos de los pormenores son meros complementos naturales de la figura, que no afectan para nada a lo figurado, en la alegoría, por el contrario, como más artificial que es, y tanto más cuanto más lo sea, como lo es la de los dos leños, todos y cada uno de los pormenores tienen su particular significado. ¿Para qué se ponen, si no? Así todos en la alegoría corriente, y lo que ahí no llega o de ahí se pasa es puro alegorismo alejandrino de un valor objetivo casi nulo.