miércoles, 26 de septiembre de 2012

La Mujer Eterna, Cap. III, Segunda Parte

Nota del Blog: sigue aquí unas de las páginas más bellas de todo el libro. Creemos que es simplemente extraordinario. Nos abstenemos de comentar.


Jeanne Molbech

Así como la madre no es objeto de la literatura dramática, tampoco es objeto de las artes plásticas. Lo que para aquélla es la personalidad, lo es para ésta la figura. Personalidad es algo solitario, figura es algo delimitado. La figura de la madre no tiene una delimitación fija, sino que confluye en la figura del niño. Como la novela, la canción y el cuento en la literatura, en las artes plásticas la pintura es el arte realmente llamado a proclamar a la madre y al niño; no es el arte de la forma, sino el del color. No es casual que en el arte griego falte por completo la figura de la madre y el niño. El altamente desarrollado sentido plástico del arte de la Antigüedad se oponía al objeto pictórico. El cristianismo introdujo la figura de la madre y el niño en el arte plástico, pero como objeto sagrado. La Madonna es portadora de la divinidad, igual que un candelabro que sostiene la luz del mundo; es pedestal del niño, no fin en sí misma. Así pues, también el arte cristiano en el fondo no elabora la figura de la madre independientemente, sino que la retrae precisamente para manifestar con ello lo auténticamente maternal de su cautivador silencio; la dulzura del rostro de la Madonna es sólo símbolo de esta belleza íntima. Así, en todas partes, de la más profunda esencia de la madre se sigue para el arte la imposibilidad de su configuración autónoma. Esta aparece por desprendimiento de la madre del hijo. La verdadera figura de la madre en la plástica es la madre dolorosa, la madre al pie de la cruz del hijo. Lo que desgarra a la madre profundamente la hace posible como objeto para el arte. Por ello también la antigua plástica, que no conoce el idilio de la madre con el hijo, tiene, sin embargo, la figura de Niobe.
De aquí vuelve a caer una luz sobre la relación de la literatura dramática con la madre. La figura separada del hijo no es sólo la madre del hijo muerto, sino que también puede ser la madre degenerada. Otra vez el arte dramático y la plástica se encuentran bajo la misma ley. La separación del hijo hace a la madre figura independiente y por ello asequible a la forma dramática: su ejemplo más grande es Medea. También la Yocasta del “Rey Edipo” y la reina de “Hamlet” figuran aquí: en ambas aparece la degeneración condicionada por el predominio de lo erótico sobre lo maternal. También pertenece a esta serie, más dramática, aunque en forma épica, la Crimilda de los Nibelungos, la figura más in-maternal de toda la literatura. En la terrible venganza que prepara al esposo muerto, no solo sacrifica a sus hermanos naturales, sino incluso a su hijo. La más poderosa figura de mujer en la literatura alemana trae en grandeza poética estremecedora la demostración de que no toda mujer que tiene un hijo natural ya es madre. Y aquí conducidos por la literatura tropezamos con la cuestión decisiva. El problema de la mujer, que nuestra época creía haber solucionado partiendo de la madre, se alza precisamente en la madre – y justamente para nuestra época, que quisiera ver a la mujer exclusivamente en la madre-; toda época encuentra finalmente el problema de la mujer donde buscaba la solución. La respuesta que el arte da como instancia intemporal a nuestra época dice así: la madre por la cual clama con tanto anhelo la humanidad actual, no puede ser únicamente la mujer que tiene un hijo natural. Bajar hasta las madres quiere decir buscar a la madre misma en la madre. Con esta idea interviene la gran escritora Sigrid Undset en su novela “Ida Elisabeth”.
Ya en las primeras páginas del libro resuena el tema plenamente: “Cuando se ve, así se expresa allí una joven, lo egoísta que mucha gente puede ser por los lazos de familia, puede pensarse que Dios, por establecer el equilibrio, se lleva a algunos, para que sean el todo para todos” Ida Elisabeth, la heroína del libro, que se debe completamente a la maternidad, rechaza decididamente este “ser todo para todos”. Tiene la desgracia de estar casada con un hombre infantil y tiene que responder por él con el trabajo de sus manos junto con sus padres y hermanos. Ella dice: “Mujeres que sienten que están aquí para tener hijos y odian y detestan que vengan hombres adultos y las obliguen a ser también maternales con ellos”. Ida Elisabeth se separa de su marido para asegurar a sus dos hijos pequeños una existencia mejor, pues se siente únicamente obligada a ellos por ser madre. Ahora surge el verdadero problema de su vida de madre. En sus hijos continúa arrastrando el problema de su marido no resuelto, por los hijos comienza el rompimiento con el hombre perfecto amado, al cual quisiera unirse en segundo matrimonio; los niños llevan la herencia de su padre infantil. En el primer matrimonio la inferioridad del esposo fue una cuestión decisiva, igualmente lo es ahora la perfección del hombre amado; no se trata de si ella ahora pueda unir al hombre y a los niños, sino si podrá armonizar a este hombre perfecto con los niños que llevan el estigma de su padre infantil. O sea que el verdadero problema del libro es: ¿la mujer maternal se debe al fuerte o al débil?
De este planteamiento de la cuestión surge lentamente en Ida Elisabeth no precisamente la idea de sacrificar su compromiso con el hombre amado en  bien de los hijos; es uno de los rasgos más delicados y más genialmente artísticos de la novela el que se evite aquí la idea de sacrificio. La decisión de Ida Elisabeth tiene lugar sin que pase por su cabeza ninguna reflexión, pues surge de las profundidades de la misma naturaleza maternal, pero es una decisión absoluta que arrostra todas las consecuencias. Esto se ve claro en el encuentro con el primer esposo, que entretanto ha enfermado de gravedad. Ahora Ida Elisabeth ya no se niega a él y a los suyos. La madre que hay en ella ha vencido en toda línea; la decisión no es a favor del fuerte, sino del débil. Pues ser madre, sentirse maternal, quiere decir inclinarse amorosamente hacia los desvalidos, y estar dispuesta a ayudar a todo lo pequeño y débil que hay en la tierra. El principio  maternal es doble; no depende sólo del nacimiento del niño, sino también del cuidado y conservación del nacido. El ser madre natural significa sólo el primer brote de las fuerzas maternales; sólo el gran símbolo conmovedor de algo mucho más general. Precisamente los hijos propios llevan a Ida Elisabeth a este reconocimiento: la mujer maternal no puede permanecer sólo madre de sus propios hijos.
No sólo nace el hijo de la madre, sino que la madre renace con el hijo. “Son los niños los que nos despiertan, los que nos dicen: “¡qué dura eres, sé suave!”, dice Ruth Schaumann[1]. El hijo que con su nacimiento desgarra el seno de la madre, desgarra también su corazón, lo ensancha y lo abre para todo lo pequeño y débil. Así como en una solitaria capillita en la espesura del bosque aparece el rostro de la Madonna del Manto, así en esta novela entre toda la espesura de problemas, como lo mezclan los hombres modernos, surge esta idea: ¡la madre, en el fondo es la madre de todos! Pues lo que cabe decir del esposo de Ida Elisabeth y su familia –en ellos sólo se describe el caso extremo- tiene siempre y en todas partes validez. El mundo necesita de la mujer maternal, pues es un pobre niño desvalido. Así como el hombre viene al mundo con profunda debilidad. A la madre que tiene al hijo en pañales corresponde la compasiva mano que sostiene al anciano y enjuga el sudor de la frente del moribundo. Entre el nacimiento y la muerte no sólo se encuentra la acción realizadora del hombre triunfante, sino la infinita fatiga del camino, de la vida cotidiana, siempre renovada; todo aquello que pertenece a las necesidades del cuerpo y de la vida. La mujer maternal se ha colocado como administradora de esta tremenda herencia interminable de necesidad y fatiga. Y aquí como madre, la mujer no significa únicamente, como la sponsa, una mitad de la realidad, sino que probablemente su parte es mucho mayor que la mitad. El pueblo sabe por qué el marido llama a su mujer “madre”; con esto no sólo se dirige a la madre de sus hijos; la madre de todos es en primer lugar la madre del propio marido. Es la madre la que prepara la comida, pone su mesa, remienda su traje, la que soporta sus desazones, sus preocupaciones y sus horas malas. “En ella confía el corazón de su marido, y no le faltará ganancia”, dice la Biblia en la gran “Alabanza de la mujer fuerte”. Y sigue: “Se levanta cuando aún es de noche y distribuye las raciones a sus siervos”. La madre del marido es la madre de toda su hacienda. También la madre del marido, la madre de la casa, es siempre la misma; también ella tiene como la madre del niño su comparación con la amorosa tierra, que silenciosa da y lleva, siempre dando y llevando, y que por fin por esta sumisa sujeción de la tierra vence a la misma sujeción. La mujer maternal que está sumergida por completo en las necesidades de la vida cotidiana es en el fondo la gran vencedora de la vida cotidiana; la vence cada día haciéndola soportable; alcanza su máxima victoria cuando parece mínima. El hombre que en el mundo espiritual trabaja para vencer lo material, sólo puede obtener esta victoria si la mujer maternal efectivamente aparta de su camino lo material. La sencillez de esta victoria diaria, su completa falta de celebridad, es la gloria auténtica y más profunda de la mujer intemporal, comparable sólo a aquel soldado desconocido de la guerra mundial: ¡era el hijo de la mujer desconocida!
A la necesidad del cuerpo y de la vida se añaden las enormes fatigas del hombre intelectual y espiritual, aquel gigantesco bagaje de dolor y cruz, insuficiencia y culpa de toda clase, que nunca puede descargarse, sino que en la mayoría de los casos sencillamente debe soportarse. De la misma manera que la mujer maternal da de comer al hambriento, consuela también al triste. Los débiles y culpables, los postergados y perseguidos, incluso los condenados, todos aquellos que un mundo jurídico ya no quiere soportar ni proteger, todos tienen su supremo derecho al consuelo y compasión de la mujer maternal; a ésta siempre se podrán decir las palabras de la Antígona: “No estoy aquí para odiar, sino para amar.” Esto no quiere decir que se eleve la debilidad contra la fuerza; no es la alabanza de la mujer débil, sino de la fuerte la que canta la Biblia cuando leemos el libro de los Proverbios: “La ley de la bondad gobierna su lengua”; la paciencia es fuerza en su más elevada potencia.
Privilegio de la mujer maternal es aquella función silenciosa, tan importante, del saber esperar y callar, aquella facultad de pasar por alto, respetar y cubrir en ocasiones un agravio o una debilidad; como acto de misericordia no es menos obra de caridad que cubrir la desnudez corporal. Pertenece a los errores fatales del mundo, a los más profundos motivos de su falta de paz, el creer que debe descubrir y condenar cualquier agravio. Toda madre inteligente y bondadosa sabe que a veces precisamente está bien lo contrario. A las  palabras de la Biblia: “La ley de la bondad  gobierna su lengua” precede esta frase: “Abre su boca con sabios discursos”. La “sabiduría” a menudo es sólo una pequeña broma o una palabra amable; también aquí esta velada la mujer; su “sabiduría” no se da como una cosa grande, sino insignificante; precisamente en ello está la grandeza. Esto no significa que la sabiduría del hombre dominador y justiciero pase a ocupar el segundo lugar, sino la confesión de que sólo es un lado de la verdad terrenal. Precisamente para el hombre que discutiera esta ley a la mujer maternal, el mundo se haría insoportable si la mujer lo abandonara; justamente el hombre, aún el que está sometido de mala gana o que es incomprensivo para esta ley, saca de ella su verdadera posibilidad de vivir, aquel a menudo supremo refugio de paciencia, bondad e indulgencia sin el cual toda existencia – tanto la del individuo como la de los pueblos- se ha de convertir en un infierno. Este es el sentido general, es decir, aun no cristiano, de la adorable leyenda del milagro de las rosas de Santa Isabel. Decididamente, es la leyenda de la naturaleza maternal de la mujer.




[1] “Yves”.