sábado, 11 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (III Parte)

Desarrollo del monacato.

Más arriba dejamos expuesto cómo por una parte la plena libertad dada a la vida cristiana, y por otra el desarrollo natural de la semilla apostólica depositada en la Iglesia naciente hizo que del estado primitivo de los ascetas surgiera la rama vigorosa y distinta del orden monástico.
Es, en efecto, natural que cuando el tallo único de una planta tierna, que contiene en sí las fibras y las ramas del árbol entero, demasiado débiles en un principio para sostenerse distintamente, alcanza finalmente su pleno desarrollo, esas fibras contenidas hasta entonces en la unidad del tronco se separen formando otras tantas ramas poderosas. Obedeciendo a esta ley el orden monástico, confundido hasta entonces en el seno del pueblo cristiano, tomó el vuelo y apareció en forma de instituto distinto.
Este instituto, como antes hemos dicho, contaba tantas Iglesias, que vivían bajo su disciplina, como eran los monasterios, Iglesias excelentes que no tardaron en tener su jerarquía tomada de su seno. Luego, por un viraje providencial y de resultas de admirables vicisitudes, así como en un principio habían formado los monjes parte de las Iglesias comunes a todo el pueblo antes de constituirse ellos mismos en Iglesias distintas, a su vez las Iglesias monásticas fueron abiertas a los pueblos; el clero de los monasterios dio apóstoles y pastores a las poblaciones cristianas; y las Iglesias monásticas, que cobijaban a los pueblos bajo el cayado de monjes sacerdotes y pontífices, fueron para aquéllos Iglesias episcopales y parroquias.
Bajo esta primera forma y por el instituto monástico llamado a perpetuarse hasta el  fin de los  tiempos, se propagó la vida religiosa por toda la extensión de la cristiandad tomando cuerpo y constituyéndose en el estado de Iglesias particulares, numerosas y florecientes. El monje laico es el fiel de la Iglesia de su monasterio; el monje sacerdote o ministro es su clérigo y, conforme al célebre canon de Calcedonia, está vinculado a él por el título de su ordenación, como lo están en cada una de las otras Iglesias los clérigos de éstas. Es su canónigo, si podemos expresarnos así, y le pertenece por el  vínculo del título canónico. Los clérigos monjes forman, pues, el presbiterio y el cuerpo de los ministros de su monasterio, es decir, de una verdadera Iglesia constituida jerárquicamente y que tiene su puesto en la gran armonía de las Iglesias particulares.
Por lo que atañe a la disciplina monástica en sí misma, ésta consiste en un conjunto de observancias depositadas, en cuanto a la sustancia, desde el tiempo de los apóstoles, en el tesoro de la tradición. Son las Sagradas leyes de la abstinencia, del ayuno y del trabajo manual, pues no queremos incluir aquí especialmente las vigilias sagradas y las santas salmodias, ya que en este particular no tienen los monasterios nada que no les sea común con todas las demás Iglesias.
Por lo demás, las mismas observancias propiamente monásticas no les están reservadas en forma tan exclusiva que el común de las Iglesias no conserve restos de las mismas en la institución de la cuaresma y de los ayunos apostólicos; y así como estas observancias comunes del pueblo cristiano en el seno de las Iglesias fueron poco a poco precisadas y reducidas a fórmulas más estrictas, así también las grandes tradiciones del ascetismo primitivo fueron reducidas a reglas fijas y claramente determinadas por los grandes hombres suscitados por Dios para que fueran los legisladores del orden monástico[1].
San Pacomio (292-345) fue el primero que, por una revelación especial[2], recibió esta misión para todo el estado de los cenobitas y para el gobierno de los monasterios, donde la precisión de las reglas es más necesaria que en el interior de los desiertos y en el estado de los ermitaños o anacoretas.
El gran san Antonio (250-356) nos informa de que esta misión había sido ofrecida primeramente a otro solitario, que no había correspondido a ella[3]. La regla de san Pacomio, muy poco conocida hoy, contiene, con un detalle que sorprende en aquellos tiempos tan remotos, todo el conjunto de las observancias que forman el fondo de las reglas más recientes, y con toda razón se le puede considerar como el primer patriarca de las instituciones cenobíticas.
Pronto apareció la regla de san Basilio (330-370), común a los monasterios del campo y a los de las ciudades y que, como se dijo en su tiempo, condujo la vida monástica al seno de éstas.
En Occidente, las reglas tomadas de Oriente y trasladadas a  Lérins, a Saint-Victor, a Agaune, a Condat, como también las reglas célticas y las instituciones de san Columbano, cedieron poco a poco el puesto a la admirable constitución monástica de san Benito.
Este gran santo fue suscitado por Dios para dar a la vieja tradición monástica su fórmula definitiva; no pretendió crear reglas absolutamente nuevas y desconocidas, sino recoger y renovar la antigua doctrina de los padres; y el Martirologio romano consagra su misión asignándole la calidad de «reformador y restaurador de la vida monástica» (21 de marzo).
Pero esta restauración fue como el coronamiento de la obra comenzada y proseguida por los siglos precedentes, y la regla de san Benito es ya el tesoro común en el que reposa el depósito de toda la antigua tradición monástica y en el que los monjes irán a buscar hasta el fin de los tiempos la sustancia de la misma sin agotar jamás sus riquezas.



[1] La pobreza y la comunidad de bienes no es tampoco tan exclusivamente privilegio de los monasterios, que las otras Iglesias ni tengan en ella cierta participación mediante la puesta en común de las ofrendas y de los diezmos, es decir, de una cantidad de los bienes de los fieles; también aquí hay tradición apostólica y determinación de derecho eclesiástico.

[2] Vida de san Pacomio, c. 1, n. 7, en Acta Sanctorum de los Bolandistas, 16 de mayo, t. 16, p. 298.

[3] Id. c. 10, n. 77.

jueves, 9 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (II de VI)

Mons. E. Guerry


I

OPORTUNIDAD DE LA DEVOCIÓN AL PADRE

Esas razones las encontramos, ora en la vida de la Iglesia, ora fuera de ella.


1) En la vida de la Iglesia.

Jesucristo es el camino que conduce al Padre. Era menester que fuese conocido primero.
Todos los rasgos de la fisonomía de Cristo están sin duda fijados por la Revelación. Pero se ha necesitado la larga serie de los siglos trascurridos desde los comienzos del cristianismo para que se propusiesen a la contemplación de las almas cristianas, en harmoniosa síntesis, los tesoros de sabiduría y de ciencia que estaban encerrados en el Verbo encarnado, sin que aun así puedan pretender llegar a conocer la plenitud de santidad de la Humanidad del Salvador.
Las herejías de los primeros siglos dieron ocasión a la Iglesia para mejor estudiar y conocer las perfecciones del Hombre-Dios, al definir los dogmas de la Encarnación, de la Redención, de la Trinidad.
Por otra parte, en su Liturgia ofrecía a la adoración de los fieles todos los misterios de la vida de Jesús, haciéndoselos recordar en su ciclo anual, para hacerlos revivir íntimamente, por el pensamiento y los afectos, las diversas fases de la existencia humana del Salvador, desde el Adviento y la Natividad, hasta la Resurrección y Pentecostés.
Notémoslo de paso: Por la fiesta de la Santísima Trinidad, la Iglesia honra con un mismo culto a las Tres divinas Personas y se ha abstenido de autorizar alguna fiesta que tenga por objeto honrar la naturaleza divina considerada en una sola de las Personas; del mismo modo tampoco ha instituido una fiesta para celebrar las manifestaciones de la bondad del Padre para con nosotros.
La liturgia está orientada a la celebración de los misterios de Cristo Jesús. Mas no puede dejar de notarse que las dos fiestas litúrgicas más recientes, la del Sacratísimo Corazón de Jesús y la de Nuestro Señor Jesucristo Rey, coronamiento grandioso de los impulsos del pueblo cristiano para honrar el amor y la omnipotencia del Salvador del mundo, constituyen una invitación a considerar la devoción al Padre como un elemento fundamental de la piedad cristiana, que entra lógicamente en la gran corriente de la liturgia católica. Al esforzarse en auscultar, con gran respeto y delicadeza, los latidos del Corazón de Jesús, procurando encontrar en lo más hondo el motivo que regla el ritmo de su amor, la teología descubre emocionada, en el centro de ese Corazón y dominándolo por completo, el amor de Jesús por su Padre, a la vez que comienza a comprender mejor que las ternuras y misericordias del Sagrado Corazón para con los hombres son la manifestación de las ternuras infinitas y de las misericordiosas bondades del Padre.

miércoles, 8 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (II Parte)

Su puesto en la Iglesia.

Si el estado religioso no es sino la profesión exterior de la renuncia perfecta, que es la esencia de la santidad cristiana, por sus mismas raíces entra dentro de la nota de santidad de la Iglesia.
Por este estado profesa la Iglesia públicamente la santidad a que quiere elevar a todos sus miembros. En efecto, a esta Esposa inmaculada de Jesucristo le conviene hacer esta profesión ya desde la vida presente en aquellos de sus miembros que son como su parte superior por la excelencia de su virtud o por la dignidad de su vocación; y por esto el episcopado, como el estado religioso, está llamado a un estado de perfección y obliga especialmente a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad[1].
El estado religioso, así considerado en las relaciones que tiene con la santidad misma de la Iglesia, no es, por tanto, en ella un mero accesorio y como un vestido de lujo del que puede privarse la Esposa de Jesucristo.
Este estado es la Iglesia misma en su parte más excelente; es la Iglesia, que comienza en sus elementos más nobles lo que se realizará un día plenamente para toda la multitud de sus hijos en la gloria del cielo, donde no tendrán ya «más que un corazón y un alma» en la sola voluntad divina, donde toda la posesión de los bienes perecederos habrá pasado con la figura de este mundo, donde todos no tendrán más que un solo tesoro en las riquezas inagotables de la divinidad. Así el estado religioso, lejos de ser un mero accidente superfluo, es, por el contrario, lo que hay de más sustancial y de más acabado en la sustancia de la Iglesia.
Así pues, atacarlo en la doctrina o con la violencia no es atacar a algunas ramas inútiles para la vida del árbol plantado por Jesucristo; no es, como han osado decir algunos, fortificar el tronco y las ramas principales enviándoles una savia que de lo contrario se extravía, sino que es atacar a la Iglesia misma y atacarla en el corazón; es querer obstruirle las vías públicas y ordinarias de la santidad, que es la más excelente de sus notas esenciales.
El estado religioso así concebido forma hasta tal punto parte de la esencia de la Iglesia, que naturalmente «comenzó con ella, o más bien ella comenzó por él»[2].
Tal es la enseñanza común de los doctores y de los Papas
Los apóstoles fueron los primeros religiosos[3], los primeros fieles, aprendiendo de ellos, se elevaban a porfía a este santo y perfecto estado de pobreza y de renuncia, según la medida de la gracia otorgada a cada uno.
La Iglesia naciente de Jerusalén ofreció al mundo, por algún tiempo, el ejemplo del desasimiento perfecto de las riquezas terrenas, aunque sin hacerlo obligatorio para cada uno de sus miembros (Act. IV, 32.34-37).

lunes, 6 de octubre de 2014

El Discurso Parusíaco XV: Respuesta de Jesucristo, X. El Juicio de las Naciones y la Parusía (I de III)

El Discurso Parusíaco XV: Respuesta de Jesucristo, X.

El Juicio de las Naciones y la Parusía (I de III)


Mateo XXIV

29 "Inmediatamente después de la tribulación de aquellos días, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor y los astros caerán del cielo, y las potencias de los cielos serán conmovidas.
30 Y entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre, y entonces se lamentarán todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gloria grande.
31 Y enviará sus ángeles con trompeta de sonido grande, y juntarán a los elegidos de El de los cuatro vientos, de una extremidad del cielo hasta la otra.


Marcos XIII

24 "Pero en aquellos días, después de la tribulación aquella, el sol se oscurecerá, y la luna no dará su resplandor,
25 y los astros estarán cayendo del cielo, y las potencias que están en los cielos serán sacudidas.
26 Entonces verán al Hijo del hombre viniendo en las nubes con gran poder y gloria;
27 y entonces enviará los ángeles, y congregará sus elegidos de los cuatro vientos, desde la extremidad de la tierra hasta la extremidad del cielo.”


Lucas XXI

25 "Y habrá señales en el sol, la luna y las estrellas y, sobre la tierra, ansiedad de las naciones, a causa de la confusión por el ruido del mar y la agitación (de sus olas).
26 Los hombres desfallecerán de espanto, a causa de la expectación de lo que ha de suceder en el mundo, porque las potencias de los cielos serán conmovidas.
27 Y entonces es cuando verán al Hijo del hombre viniendo en una nube con gran poder y grande gloria.
28 Más cuando estas cosas comiencen a ocurrir, erguíos y levantad la cabeza porque vuestra redención se acerca.


Zerwick:

Lc. (25) συνοχὴ (ansiedad): “angustia en la cual el hombre no sabe dónde huir”.

Lc. (28) ἀπολύτρωσις (redención): “liberación, redención (a saber, escatológica e íntegra)”.

Mc. (27): “ἀπἄκρου γῆς ἕως ἄκρου οὐρανοῦ (desde la extremidad, etc): “En primer lugar se expresa la universalidad del espacio en sentido horizontal y luego en sentido vertical”.


Fillion:

Lc. (25): “In terris, opuesto a los signos en el cielo. En el griego ἐπὶ τῆς γῆς, en singular. Hay que notar que el artículo ha sido puesto solamente antes de la palabra γῆ (tierra) y que no acompaña a ninguno de los diez substantivos que siguen”.


Vuelven a juntarse aquí los dos discursos que, como quedó dicho, se dividieron al comienzo, si bien la similitud versa sobre la temática y no sobre el momento y lugar en que fueron pronunciados. De hecho se pueden observar todavía importantes diferencias.

domingo, 5 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (I Parte)

Naturaleza del estado religioso.

Y en primer lugar, ¿qué es el estado religioso?
El estado religioso es una profesión exterior de la perfección cristiana.
Sustancialmente no es de otra naturaleza que el cristianismo; únicamente es su perfección.
No rebasa los compromisos del bautismo; únicamente es su cumplimiento total y perfecto.
El estado religioso es, por tanto, propiamente un estado de perfección y de santidad cristiana.
Ahora bien, ¿qué es la santidad en la Iglesia?
Es el comercio de la perfecta caridad establecido entre Dios y el hombre por el misterio de la redención; es la perfección del amor en la perfección del sacrificio. Sobrevienen el sacrificio y la muerte, y la santidad de la Iglesia es su fruto. Dios amó al hombre hasta la muerte. Se entregó a la muerte por el hombre.
Al hacerlo fue el primero en amar (cf. I Jn IV, 9-10; Rom V, 8). Era como una provocación del amor infinito, amor que fue hasta el fin, pues morir es la última consumación del amor (Jn. XIII, 1).
La Iglesia, a su vez responde a esta provocación del amor con «una respuesta de muerte». Ama a su vez hasta la muerte, y toda la santidad, en que se expresa el amor, se consuma en la muerte. Es, por tanto, necesario que la Iglesia dé esta respuesta de muerte en todos sus santos. Lo hace primeramente en los mártires. Lo hace luego por un martirio incruento en los santos confesores. En efecto, sólo llegan a la santidad los que mediante una muerte espiritual se separan del mundo y de todo objeto terrenal y perecedero.
Ahora bien, como todos los cristianos están llamados a la santidad, el bautismo, en el que se sumerge la Iglesia entera, entraña el compromiso de esta muerte para todos los fieles y contiene su misterio en una sepultura mística (cf. Rom VI, 1-14).
La profesión religiosa, que no es sino un estado de perfección del cristianismo, no va más allá de este compromiso, puesto que en el amor no hay nada que vaya más allá de la muerte; no rebasa la vocación divina del bautizado a la muerte del hombre viejo, y por ella a la vida de la nueva humanidad, que es la vida de Jesucristo en cada uno de sus miembros; pero es el cumplimiento perfecto de esta vocación, cumplimiento al que obliga al hombre ya en esta vida presente.
La santidad es, por tanto, en cierto sentido idéntica con el estado religioso; en efecto, la esencia de éste consiste en ser una profesión exterior de santidad, y la Iglesia, que es toda santidad, está toda entera llamada en este sentido a este estado al que toda entera ha de llegar un día (cf. Ap. XXI, 2).
Efectivamente, el estado religioso es la profesión de la castidad perfecta. Por la obediencia es la adhesión perfecta, exclusiva y definitiva a la voluntad de Dios en todo y en todas partes. Por la pobreza es la renuncia total a los bienes de este mundo y a la propiedad particular.

viernes, 3 de octubre de 2014

Hacia el Padre, por Mons. E. Guerry (I de VI)

   Nota del Blog: Presentamos el prólogo de esta preciosa obrita tan alabada y citada por Straubinger. Es un libro de hermosas meditaciones del cual sólo publicaremos el prólogo, riquísimo en contenido teológico, y una o dos meditaciones por vía de ejemplo.

Mons. E. Guerry
HOMENAJE AL PADRE

PADRE, que manifestaste tu amor para con nosotros enviando a tu Hijo al mundo a fin de que viviésemos por El;[1]

Padre, que nos predestinaste a ser hijos tuyos adoptivos por medio de Jesucristo, por causa de tu amor;[2]

Padre, que nos amaste hasta querer hacer de nosotros verdaderamente tus hijos;[3]

Padre, que enviaste a nuestros corazones el Espíritu de tu Hijo, el cual nos hace clamar hacia Ti: ¡Padre!;[4]

Padre, que nos colmaste en Cristo de toda suerte de bendiciones espirituales;[5]

Padre, que nos escogiste antes de la creación del mundo, para ser santos y sin mancha en tu presencia por el amor;[6]

Padre, que nos arrancaste a la potestad de las tinieblas para trasladarnos al reino de tu Hijo muy amado;[7]

Padre, que nos hiciste capaces de tener parte en la herencia de los santos en la luz;[8]

Padre, que nos amaste y nos diste con tu gracia el consuelo eterno y la esperanza;[9]

Padre de Jesús, que según tu gran misericordia nos regeneraste por la resurrección de Jesucristo para una viva esperanza;[10]

Padre de las misericordias y Dios de toda consolación;[11]

Padre, que haces nacer el sol sobre buenos y malos, y llover sobre justos y pecadores;[12]

Padre, que a nadie juzgas, sino que todo el poder de juzgar lo diste al Hijo;[13]

Padre, que tienes en Tí mismo la vida y diste al Hijo el tener la vida en Sí mismo;[14]

Padre, que enviaste a tu Hijo, Jesús, para que todos los que lo ven y creen en Él tengan vida eterna;[15]

Padre de Jesús, que nos das el verdadero pan del cielo;[16]

Padre, que ves en el secreto de nuestras almas;[17]

Padre, que conoces todas nuestras necesidades;[18]

Padre, que alimentas a las aves del cielo y vistes los lirios del campo;[19]

Padre, sin cuya disposición no cae en tierra un solo pajarillo;[20]

Padre, Señor del Cielo y de la tierra, que tienes encubiertas estas cosas a los sabios y a los prudentes del siglo, pero las revelas a los pequeños;[21]

Padre, que buscas adoradores en espíritu y en verdad;[22]

Padre de Jesús, de quien proviene toda paternidad en el cielo y en la tierra;[23]

Padre de todos los hombres, que estás por encima de todos;[24]

Padre de las luces, de quien desciende toda dádiva preciosa y todo don perfecto;[25]

Padre, en quien no cabe mudanza, ni sombra de variación;[26]

Yo te ofrezco,
en testimonio de mi filial ternura,
estas pobres páginas de meditación,
extraídas del Corazón adorable de tu Divino Hijo,
bajo la luz de tu Espíritu de Amor.

E. Guerry.

miércoles, 1 de octubre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (VIII Parte)

Tiempos modernos.

Estamos entrando en los tiempos modernos. Al alborear estos tiempos nuevos y en el momento mismo en que se abren con el gran desastre de la defección protestante, el Espíritu de Dios, que no cesa de sostener a la Iglesia y de renovar la faz de la tierra, va a suscitar en el universo cristiano un admirable movimiento de reforma de la disciplina y de las costumbres.
Por todas partes aparecen hombres de Dios que, como otras tantas antorchas luminosas, van a consolar y a reanimar la fe de los pueblos: san Felipe Neri, san Ignacio de Loyola, san Carlos Borromeo, san Francisco de Sales, san Vicente de Paul, M. Olier y tantos otros…
Las órdenes religiosas nuevas brillan por su celo apostólico; las órdenes antiguas se renuevan con heroicas reformas.
En una palabra, la Iglesia entera, animada por los mismos movimientos del Espíritu Santo y pronta a emprender bajo el impulso divino la inmensa tarea de renovación de las costumbres y de la disciplina, se reúne en Trento y en aquel memorable concilio traza el plan de las reconstituciones del porvenir.
No vamos a emprender aquí la considerable tarea, tan bien desempeñada por otros, de describir los trabajos de aquella asamblea ni los esfuerzos realizados con éxito por los grandes hombres de aquella época para hacer penetrar por todas partes el espíritu de sus decretos. Nos urge terminar esta rápida exposición de la historia de las instituciones y de la vida de las Iglesias particulares.
Nos limitaremos a observar que el sagrado Concilio se propuso en su obra disciplinaria dos objetos principales: poner remedio a los abusos, preparar el porvenir.
Pero para llevar a cabo este doble designio afirmará el Concilio sobre todo el primado soberano e independiente de san Pedro, obscurecido por las teorías del gran cisma, y pondrá empeño en restaurar la santa libertad del episcopado, libertad que nunca tuvo mayor garantía ni más válido sostén que la cátedra de san Pedro.
En todos sus decretos no cesará de destacar la independencia y la soberanía de los obispos a la cabeza de sus Iglesias. Desbaratará en cuanto sea posible las mil trabas puestas por los siglos y por las costumbres locales a su paterna y benéfica autoridad, y a cada página afirmará su deseo de ver a la cátedra episcopal reunir en sí, como en los primeros tiempos, todas las fuerzas de la Iglesia y volver a ser el centro de todos los impulsos vitales[1].