sábado, 22 de mayo de 2021

Significación del Fenómeno del Pentecostés Apostólico, por Ramos García (V de VII)

 III.- EL ESPÍRITU SANTO DADO A LA IGLESIA COMO TAL 

SUMARIO. — El eterno consejo de Dios en el darse al hombre. — Precisión de nuestra tesis. — El sentimiento latente de la Iglesia sobre el hecho. — Significación histórica del Pentecostés Apostólico. — La esclava y la libre. - El Espíritu en la Antigua y en la Nueva Economía. — Significación del profetismo. - Aspecto jurídico y aspecto místico de la Iglesia. 

 

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Es eterno consejo de Dios el unir a sí nuestra naturaleza con un vínculo cuasi matrimonial. Mas para que entre el esposo y la esposa hubiera la igualdad que el amor pide, Dios en su Verbo, se revistió de nuestra carne (Jn. I, 14; cf. Hebr. II, 14 ss.; etc.), y a la vez nos dio de su Espíritu (I Tes. IV, 8; Rom. c. VIII, etc.), el cual se dice indistinta-mente espíritu de Dios y espíritu de Cristo. Y esto que es verdad de cada uno de los fieles, lo es con mayoría de razón de la congregación de ellos, que es la Iglesia, a quien ha sido dada gratuitamente una cierta plenitud del Espíritu para que ella a su vez lo distribuya gratuitamente entre los hombres (Mt. X, 8; cf. Is. LV, 1). 

Ni es otro el significado pleno de la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles y cuantos con ellos estaban congregados en el Cenáculo el día de Pentecostés (Hech. II), los cuales a la sazón constituían, y representaban a la Iglesia universal (ver nuestra Summa isagogico-exegética, II, pág. 391). 

Es ésta nuestra tesis de hace años, es a saber, que el día de Pentecostés se dio efectivamente el Espíritu Santo a la Iglesia, como Iglesia, es decir, a la universal sociedad de los fieles cristianos, como tal sociedad universal. 

Lo que caracteriza, pues, el fenómeno del Pentecostés Apostólico no es el hecho ni el modo de darse el Espíritu sino el sujeto de esa comunicación que es directamente la comunidad religiosa, aunque de hecho se posara la paloma del Espíritu en aquel grupo de personas presentes en el Cenáculo, porque ellas constituían entonces toda la Iglesia. Por lo que hace al modo, no es el caso de hablar de vía psicológica o mistagógica. Estas tienen por término la justificación y santificación del individuo. Cuanto a la comunicación pentecostal sería más acertado decir que el Espíritu Santo no se dio a la comunidad en ninguna de esas maneras específicamente tomadas, sino en una manera trascendente, que contiene eminentemente ambas maneras. 

Un estudio de la tradición sobre este hecho, que no he tenido tiempo ni proporción de realizar, sería ciertamente interesante, aunque no lo juzgo necesario para la sustancia de la conclusión. Esta sería en todo caso la que está latente en estas palabras de San Gregorio Magno: 

“Desde que el Señor alcanzó el cielo, la autoridad de la predicación de su santa Iglesia ha aumentado en conformidad” (Hom. 29 in Ev., hacia el fin). 

Con previa alusión a la corroboración espiritual del día de Pentecostés. 

Es persuasión unánime entre los cristianos que, si bien la Iglesia comenzó a ser recogida desde antes de la muerte del Señor, no apareció perfecta en todas sus partes hasta el día de Pentecostés, que es considerado universalmente como el día de su nacimiento al mundo, y con razón. Veámoslo brevemente. 

La fiesta de Pentecostés en sus orígenes era una fiesta de acción de gracias por la primera cosecha (Lev. XXIII, 15-16; Deut. XVI, 9). Con el correr del tiempo, a raíz de la dispersión del pueblo hebreo, la fiesta tomó un carácter histórico recordándose en ella la promulgación de la Ley a tenor del cap. XIX del Éxodo. Ya en el Deuteronomio se hace una vaga alusión a ese carácter, cuando el hagiógrafo amonesta: 

“Acuérdate de que fuiste siervo en Egipto; por lo cual observa y pon en práctica estas leyes” (Deut. XVI, 12). 

La ley Sinaítica era una liberación frente a la institución egipcia, pero era todavía una servidumbre, frente a la institución cristiana, que hizo su aparición en ese mismo día. Y fué así que, a la ley de Moisés, escrita por el dedo de Dios en tablas de piedra (Ex. XXXI, 18; Deut. IX, 10), sucedió la ley de gracia, grabada por el Espíritu Santo en los corazones de los hombres. La profecía, al anunciar esa futura efusión del Espíritu, alude ya discretamente a ese contraste (Ez. XI, 19; XXXVI, 26; cf. Pr. III, 3; VII, 3), que San Pablo pone de relieve en el cap. III de la II ep. a los Corintios, donde al ministerio de condenación opone el de reconciliación (cf. II Cor. V, 18), y a la letra que mata, escrita en las tablas de piedra, el Espíritu que vivifica, impreso como un sello en nuestros corazones (cf. II Cor. I, 21-22; Ef. I, 13-14; IV, 30; Apoc. VII, 2 ss.), y del cual tiene el hombre cuanto vale, la idoneidad ministerial (II Cor. III, 5), la caridad y los carismas (al. pass.). 

A la distancia de 1480 años, la Sinagoga y la Iglesia vienen a la luz un mismo día, aquella formada por la letra, según la ley de un mandamiento carnal y ésta animada por el Espíritu, conforme al poder de una vida indestructible (Hebr. VII, 15). 

Desde ese momento la Iglesia de Cristo está y estará para siempre en posesión del Espíritu Santo - mora con vosotros (Jn. XIV, 17)-; ésa es su vida, ése su tesoro, y en él lo tiene todo para sí y para sus hijos - y estará en vosotros (Jn. l. c.)-. Jesús, en quien está la plenitud del Espíritu, aquel día la escanció toda en su esposa la Iglesia, para que ella a su vez la repartiera entre los hombres, haciéndoles participantes de su misma vida divina. 

Y en esto cabalmente está la novedad única del fenómeno místico del día de Pentecostés, en haberse dado el Espíritu Santo directamente a la sociedad de los creyentes, y sólo por medio de ella a cada uno de sus adeptos en particular en cuanto miembros de esa sociedad y no de otra matrera. Así se comprende toda la importancia de la Promesa de Cristo de darnos el Espíritu, y el alcance imponderable de las profecías sobre este punto. Son en sustancia el anuncio más adecuado de la nueva Economía. 

Ni faltan en ellas palabras expresivas de ese carácter eminentemente social de la efusión del Espíritu Santo: “derramaré mi Espíritu sobre toda carne” (Jl. II, 28). Los hijos, las hijas, los mozos, los ancianos, los siervos, las siervas, a todos sin distinción llega el torrente desbordado del Espíritu en la nueva sociedad de los tiempos messianos. 

Antes del día del Pentecostés Apostólico, el Espíritu se comunicaba sin duda también a los hombres no sólo israelitas, sino también gentiles, pero esa comunicación se hacía directamente por Dios a cada uno de los agraciados. No había allí una sociedad que como tal estuviera en posesión del Espíritu, para distribuirlo, como propia función suya, entre sus adeptos. Es lo que tanto llamó la atención de Simón Mago (Hech. VIII, 13 ss). 

La misma Sinagoga no estaba en posesión del Espíritu, pues si el Espíritu fuera su posesión, ella fuera en consecuencia libre: 

Donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (II Cor. III, 17). 

Ahora bien, según la conocida doctrina de san Pablo, la Sinagoga era esclava, a diferencia de la Iglesia que es libre. Y es que la Iglesia recibió la libertad con el Espíritu en el Cenáculo, el mismo día que la Sinagoga quedara esclava de la ley en el Sinaí. Y aunque es verdad que ambas son esposas del Señor, la Sinagoga y la Iglesia, como lo fueron de Abraham, Hagar y Sara (Gal. IV), pero aquella es sierva de condición, mientras ésta es de condición libre, 

Con la libertad con que Cristo nos liberó” (Gal. IV, 31). 

El matrimonio entre Dios y la Sinagoga es algo así como un matrimonio morganático por la desigual condición de ambos contrayentes, pues mientras Dios es Espíritu (Jn. IV, 24; II Cor. III, 17), la Sinagoga era carne (Hebr. VII, 16, etc.). En cambio, el matrimonio entre Dios y la Iglesia guarda cierta manera de igualdad, al tomar Dios en Cristo la carne de la esposa y darla a ella de su propio Espíritu. 

Los hijos de estos dos matrimonios, en buena lógica jurídica siguen la condición de la madre, y así con ser unos y otros hijos de Dios, mientras los de la Iglesia son de condición libre, como Isaac, los de la Sinagoga son de condición servil como Ismael. 

Y con esto queda explicado aquel pensamiento complejo de San Pablo: 

“Mientras el heredero es niño, en nada difiere del esclavo, aunque es señor de todo” (Gal. IV, 1). 

El hombre de la Antigua Economía es dueño de todo por ser hijo de Dios, de quien recibe inmediatamente el Espíritu, y es siervo par parte de la madre, que no se lo puede dar, y así queda externamente en la condición de esclavo. 

La Sinagoga no podía dar lo que no tenía. 

No había en la Antigua Economía un solo rito, una sola ceremonia u observancia, que diera el Espíritu ex opere operato: 

“La Ley no llevaba nada a la perfección” (Hebr. VII, 19); 

“Ofreciéndose dones y víctimas, impotentes para hacer perfecto en la conciencia al que (así) practica el culto” (Hebr. IX, 9); 

“Porque es imposible que la sangre de toros y de machos cabríos quite pecados” (Hebr. X, 4). 

Se daba sin duda también allí el Espíritu Santo, mas no por vía mistagógica o ritual, de parte de la comunidad religiosa, sino sola y únicamente de parte de Dios por vía psicológica, esto es, como término del proceso interno de la fe, que se excitaba en el sujeto a la vista de tales ceremonias y de otras varias maneras. 

En cambio, en la Nueva Economía el Espíritu se da de parte de la misma comunidad, que lo posee de prestado desde el día de Pentecostés, con encargo particular de difundirlo entre los hombres por ambas vías, la psicológica y la mistagógica, en que se resume todo su espiritual ministerio. Docete baptizantes (Mt. XXVIII, 19; cf. Mc. XVI, 15) he ahí compendiosamente indicadas las dos vías por el principio de una y otra, puesto al cuidado de la Iglesia, donde es bien de notar toda la diferencia que corre entre ella y la Sinagoga. 

La Sinagoga no estaba puesta como tal a la cabeza de ninguna de esas vías o veneros del Espíritu. No del mistagógico, porque aún no estaba abierto en el mundo, pero ni aun del psicológico, porque si bien estaba abierto y fluía perennemente, no estaba a cargo de ella el administrarlo. La autoridad suprema en materia de doctrina (docete), no era entonces la autoridad jerárquica, cuya misión era meramente jurídica y ritual, sino la autoridad profética, de carácter místico, preferentemente religioso, a la cual venían sujetos todos, los sacerdotes y los reyes. El Profetismo recibió en la Antigua Ley la misión extraordinaria de apacentar el rebaño del Señor, es decir de promover, mantener y desarrollar la fe en el pueblo, hasta tanto que llegara el momento de poner esa función en poder de la comunidad religiosa que asistida del Espíritu Santo — “serán todos enseñados por Dios”- (Jn. VI, 45; cf. Is. LIV, 13)—, sería infalible y ejercería ese poder por medio de su órgano natural, la jerarquía, la misma que recibiría el encargo de administrar el Espíritu por medio de los Sacramentos. 

Con el establecimiento de la jerarquía cesó automáticamente el Profetismo público, y ambas vías de comunicación con el Espíritu divino, la psicológica y la mistagógica, quedaron al cuidado de la jerarquía eclesiástica. 

Se ha Insistido mucho contra los protestantes y regalistas en el aspecto jurídico de la Iglesia, que tiene por base la misión divina, recibida inmediatamente de Cristo, descuidando un tanto su aspecto místico derivado del espiritual fenómeno del día de Pentecostés. Creemos que esto hay que hacer, sin omitir aquello (Mt. XXIII, 23). Y eso es tanto más razonable cuanto que la concepción mística de la iglesia no es menos opuesta que la concepción jurídica al error protestántico y sus derivaciones. ¿Cuál es el error básico del protestantismo sino esa presunción orgullosa de ponerse on comunicación inmediata con el Espíritu sin la intervención obligada de la Iglesia? Pues bien, la concepción mística de la Iglesia de Cristo nos lleva a la conclusión de que fuera de la Iglesia no hay salvación. Aquello de que: 

“Pues debajo del cielo no hay otro nombre dado a los hombres, por medio del cual podemos salvarnos” (Hech. IV, 12) 

vale según lo expuesto tanto de Cristo como de la Iglesia su esposa, no sólo porque hace sus veces en la ausencia del esposo, sino porque recibió de él el Espíritu de verdad y santidad a repartir entre los hombres, quedando así en cierto modo igualada con Cristo; lo que Dios juntó, el hombre no lo separe (Mt. XIX, 6). 

En el estudio de la constitución mística de la Iglesia nos llevan tal vez la ventaja los teólogos de la ortodoxia. La doctrina del cuerpo místico en que ese estudio se compendia, fué ciertamente conocida en todo tiempo en el seno de la Iglesia católica, mas solo modernamente parece haber tomado en ella el vuelo que se merece, mientras que en la Iglesia ortodoxa viene por tradición ampliamente tratada por sus teólogos hasta el punto de exagerar el aspecto místico con menoscabo del jurídico, por el prejuicio antipapal y antirromano que los anima. 

La verdad es que en la Iglesia de Cristo hay de lo uno y de lo otro, de lo místico y de lo jurídico, fundado esto en la misión activa de Cristo, y aquello en la misión pasiva del Espíritu Santo. Veremos en el artículo siguiente cómo el Espíritu, que vino sobre ella como torrente desbordado el día de Pentecostés, se deriva luego por mil graciosos arroyos y cascadas en cada uno de sus miembros. Son las vías consabidas del Espíritu, puestas al cuidado de la Iglesia.