sábado, 20 de septiembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (VI Parte)

Nota del Blog: estas son unas de nuestras páginas favoritas del libro.

Régimen beneficiario (siglos XIV-XV).

En el siglo XIII parece hallarse en su apogeo la sociedad cristiana; y la Europa entera, en el admirable desarrollo de una civilización inspirada por el hálito poderoso de la idea cristiana, está pronta a cubrir el mundo con la inmensa expansión de las fuerzas benéficas que lleva en su seno.
Las Cruzadas fueron un primer esfuerzo. El apostolado de las órdenes religiosas  aparece también entonces. Por todas partes se abren nuevos caminos que serán recorridos por la luz y la vida para la salud del género humano.
Pero entre estas esperanzas y su realización tropezará la Iglesia con nuevas y dolorosas pruebas.
El siglo XIII se termina en el momento en que la gran idea de la política cristiana recibe el primer golpe de la rebelión de Felipe el Hermoso.
La voz del vicario de Jesucristo no tarda en debilitarse de resultas de un largo destierro y de un cisma doloroso.
La política de los príncipes se va emancipando cada vez más de la maternal dirección de la Iglesia. Al mismo tiempo, y como consecuencia necesaria, comienza para Europa un largo período de crueles guerras. La voz de la Iglesia, que trata de apaciguar estos sangrientos tumultos y de hacer que las armas de los cristianos se vuelvan contra la barbarie musulmana, de nuevo amenazadora, no halla ya eco y la Europa parece encaminarse hacia sombríos destinos.
Pero el contragolpe de esta crisis de la cristiandad se hizo sentir en el interior mismo del cuerpo eclesiástico dando por resultado el debilitamiento de la autoridad pontificia y las calamidades causadas por las guerras.
Tenemos que reconocer también que una revolución considerable y bastante rápida se produjo en el seno de las Iglesias particulares bajo la doble acción de los usos feudales y de la costumbre. Nos referimos a la disciplina beneficiaria.
En los siglos precedentes los bienes de las Iglesias y de los monasterios habían formado masas comunes, administradas por los Obispos y por los abades.
Pero en aquella época y ya en el transcurso del siglo XII una costumbre invasora, al fijar las distribuciones o prebendas, acabó por repartir entre todos los clérigos el patrimonio hasta entonces indiviso de la Iglesia. Y como la sociedad feudal tomó numerosos préstamos de la sociedad eclesiástica, ésta a su vez, arrastrada por la corriente de las costumbres y de las instituciones del tiempo, recibe de la sociedad la forma y la idea del beneficio.
Como el caballero recibe en la repartición de la tierra feudal la justa remuneración del servicio militar, así también el clérigo halla en la repartición de la tierra eclesiástica la remuneración de la milicia espiritual. Como el feudo representa el derecho del caballero a vivir del bien de su señor, así también la tierra del beneficio eclesiástico representa el derecho del clérigo a sentarse a la mesa (mensa) de la Iglesia.
¡A Dios no plega que condenemos nosotros lo que no ha condenado la Iglesia ni que confundamos los abusos de este régimen con el régimen mismo! Estos abusos fueron objeto de las lágrimas y de los trabajos reparadores de los santos. Ahora bien, éstos enseñaron siempre que la vida común era preferible a esa propiedad particular de los bienes eclesiásticos, y la Iglesia, aun aceptando el estado habitual de los beneficiarios, no cesó de recomendar la vida común y apostólica de los clérigos como algo que representaba un estado mejor.
El régimen beneficiario no pertenece, por tanto, a la esencia de la vida de la Iglesia, es una institución puramente accidental en el transcurso de su historia; relativamente reciente, obra de un siglo, puede ser abolida por los siglos siguientes; es además una institución menos perfecta, por lo cual es lícito pedir a Dios como una revolución soberanamente deseable un retorno a la disciplina primitiva y más santa de las edades apostólicas, a aquel régimen que contenía a todos los clérigos en la vida común y que dejaba en manos del obispo toda la paternal solicitud de la familia eclesiástica en una dependencia filial de todos sus miembros.
«La manera de poseer los bienes de la Iglesia en comunidad, dice Thomassin, es la naturaleza primitiva y originaria de todos los beneficios; los beneficios divididos como lo están actualmente provienen únicamente de las reparticiones que hicieron de ellos primeramente los clérigos y luego los monjes propietarios»[1].
La organización de los beneficios se completó rápidamente y tuvo como primer efecto el de destruir los últimos restos de las comunidades eclesiásticas de canónigos. El clero de las grandes Iglesias se dispersó; la disciplina claustral con sus refectorios y sus dormitorios comunes, no dejó otros vestigios que los edificios que dan testimonio de la antigua regularidad.
El orden canónico fue la primera víctima. Los capítulos, hasta entonces en comunidad, se secularizaron y los canónigos seculares, que hasta entonces habían vivido en comunidad, se repartieron los bienes de sus Iglesias y llevaron vida independiente.
Pero el orden monástico sufrió a su vez la misma revolución. Los bienes atribuidos a algún servicio particular, como el de la hospitalidad o de la enfermería, se convirtieron en beneficios monásticos del hospedero o del enfermero; los prioratos, corrieron generalmente la misma suerte; luego, con el andar del tiempo, se instituyeron en las abadías puestos de monjes, a imitación de las prebendas de los canónigos.
Monasterios de mujeres, viéndose afectados por estas decadencias de la vida común, aun sin cesar de hacer profesión de la regla de san Benito, tomaron abiertamente el nombre de capítulos de canonesas.
Así el vigor de la santidad religiosa, de la vida común tan fuertemente establecida en los siglos precedentes, de la pobreza evangélica, de la vida apostólica, en lugar de elevarse con un progreso continuado y con generosas aspiraciones, pareció flaquear en todos los viejos cuerpos eclesiásticos.
Al mismo tiempo que el título y la función eclesiástica se convertían en beneficio, la función misma se reducía a estrechos límites de resultas de la costumbre.
En los siglos precedentes ejercían todos los sacerdotes el sacerdocio entero, los diáconos todos desempeñaban el ministerio. Pero en la época de la estrecha repartición a que hemos llegado se distingue entre los clérigos que tienen cura de almas y los que no la tienen. La cura de almas queda reducida, en cada colegio sacerdotal, al empleo de un pequeño número de personas. El resto de los clérigos se recluyen en el canto del oficio sin tener relaciones con el pueblo ni ejercer con el mismo ningún ministerio que le acerque a él.
El orden del diaconado y los órdenes inferiores, confundidos en la masa de los clérigos sin cura de almas, quedan reducidos a meras funciones de la liturgia, donde son fácilmente reemplazados y aparecen como sin empleo actual ni utilidad seria, de modo que para descubrir las pruebas ya borradas de la importancia de esta institución sagrada hay que buscarlas en una historia olvidada y remontarse a los siglos pasados.
Pero en este nuevo orden de cosas y en estas estrechas reparticiones de las atribuciones hallaba la misma autoridad episcopal impedimentos que la mermaban.
En otro tiempo formaba el presbiterio una sola unidad moral, los diáconos y los ministros le prestaban su asistencia, y el obispo daba a los unos y a los otros el impulso, distribuía a cada uno su parte de actividad y mantenía la unidad de la acción sacerdotal.
Pero la costumbre y los beneficios fragmentaron en su ejercicio toda la jurisdicción eclesiástica; la unidad del gobierno en cada Iglesia quedó por ello profundamente afectada.
En otro tiempo la acción del presbiterio, estrechamente unido al obispo y con todas las directrices que de él recibía, se confundía con la acción misma del obispo.
Ahora los capítulos, a consecuencia del uso, han transformado en un derecho distinto y como independiente toda la parte del gobierno que les había dado la confianza de los obispos. En lugar de ser simplemente auxiliares y cooperadores del episcopado, que actúan únicamente en la virtud que les es transmitida por el obispo, se aíslan en la parte de poder que les es atribuida. Las jurisdicciones se dividen y se oponen: la jurisdicción del obispo topa con la del capítulo y, en lugar de confundirse ambas como en otro tiempo en una única corriente que parte de la cátedra episcopal para alcanzar a todo el pueblo, se dividen y se ponen límites una a otra.
Pero con esta repartición y con el establecimiento de estos límites comienzan las eternas disputas de los obispos y de sus capítulos a propósito de estos mismos límites  y, mientras que el antiguo presbiterio se confundía siempre apaciblemente, en su acción a la cabeza del pueblo cristiano, con el obispo cuya cátedra rodeaba, las páginas del derecho moderno estarán llenas de estos tristes debates.
Pero esto no es todo. En el seno de los mismos capítulos hicieron otras reparticiones la costumbre y la institución beneficiaria. Los diversos oficiales de la Iglesia transformaron en una jurisdicción adquirida las comisiones y los mandatos con que en otro tiempo los honraba la autoridad episcopal.
La historia de los archidiáconos o arcedianos puede ofrecer flagrantes testimonios a este respecto[2].
Pero no son los archidiáconos los únicos que se reparten los jirones del poder cuyos ministros eran. Hay pocos dignatarios eclesiásticos que no retengan una parte de éste.
Por lo demás, en la general fragmentación de la jurisdicción eclesiástica la costumbre, esencialmente local, lanza por todas partes sus diversidades. Lo único uniforme en este movimiento es el sentido en que se efectúa.
Las más extrañas disparidades y pretensiones se producen en diferentes lugares, mientras que en otros se mantienen en pie restos imponentes de la antigua unidad del gobierno eclesiástico.
En este movimiento de las cosas humanas parece a veces que los principales dignatarios de la Iglesia, apropiándose partes destacadas de la jurisdicción, realizan en su seno una revolución semejante a la que se había realizado en el orden político cuando los grandes oficiales de la corona se habían apropiado los restos de la autoridad real.
En el orden político, los reyes recuperaron poco a poco esa autoridad y en adelante la confiaron a ministros comisionados y en todo caso revocables.
Las costumbres feudales, a consecuencia de la creación de los beneficios eclesiásticos, ¿no tuvieron algún efecto análogo en el seno de la sociedad espiritual?
Así también los obispos, al no hallar en los principales oficiales de sus Iglesias ministros de su autoridad, sino ordinarios que se la habían repartido, debieron procurarse nuevos auxiliares y con la creación de los vicarios generales y de los oficiales siempre revocables, hicieron volver a su verdadero centro la dirección superior de los asuntos eclesiásticos y recobraron o mantuvieron su autoridad episcopal y soberana.
Pero si por una parte la autoridad episcopal se vio afectada y mermada con la fragmentación de las jurisdicciones acarreada por la institución beneficiaria, por otra parte la misma acción del entero cuerpo eclesiástico sobre los pueblos quedó todavía mucho más debilitada.
El primer efecto de esta revolución sobre el pueblo fue el de separarlo de su clero jerárquico y titular, que en conjunto se le hacía cada vez más extraño.
La antigua unidad de vida religiosa que en cada Iglesia fundía en un solo todo al sacerdocio y al pueblo, fue disminuida y como interrumpida. Los fieles, debido a una tendencia cada vez más marcada, se aislaron en cierto modo de esta gran vida de la familia espiritual en otro tiempo floreciente.
El clero titular con cura de almas se hacía suplir con frecuencia por vicarios o delegados, con lo cual se formaba en cada diócesis al lado del clero titular un clero vago que por vía de comisión recibía del obispo o del párroco beneficiario una jurisdicción rebajada.
Pronto se vieron separadas una de otra la ordenación y la institución. Se obtenía el beneficio y luego se recibía la ordenación requerida; o bien se recibía la ordenación sin ningún título y más tarde se adquiría el beneficio. No tardaron en introducirse en el lenguaje eclesiástico términos nuevos como las cosas que expresaban. Los beneficios se resignaban, se permutaban, se acumulaban.
En otro tiempo habría sido cosa extraña que un clérigo abandonase el servicio de su Iglesia; era odioso el paso de un clérigo de una Iglesia a otra; pero sobre todo habría sido una absurda monstruosidad la inscripción de un clérigo en el canon de dos Iglesias lejanas.
Para que todas estas cosas pudieran hacerse corrientemente, para que un clérigo pudiera pasar indiferentemente de un canonicato de Lincoln a un canonicato de Toledo; para que pudiera, incluso con dispensa legítima, ocupar estos dos canonicatos, debía de haberse operado un cambio profundo en las costumbres de las Iglesias; era preciso — y era un hecho muy cierto— que los clérigos se hubieran hecho poco menos que extraños a su pueblo y que el pueblo de cada Iglesia no se interesara ya por su clero titular.
Pero el estado eclesiástico, venido a ser independiente de los intereses espirituales de cada pueblo particular, ¿no se convertía en una vasta carrera abierta en todas partes por la posibilidad de todas estas mutaciones sucesivas? Era incluso una carrera temporal por razón de la diferencia de los beneficios. Entre los  beneficiarios los hubo ricos y pobres, y perdiéndose de vista la antigua estabilidad de los clérigos, que recibiendo de un fondo único lo necesario para la vida vivían, en otro tiempo, en un estado casi uniforme, se acabó por admitir fácilmente el paso de un beneficio poco lucrativo a un beneficio más ventajoso; los clérigos dejaban una Iglesia para pasar a otra, y las ventajas temporales en la posesión de los bienes eclesiásticos se proponían como una meta, secundaria desde luego, y una recompensa legítima a los éxitos científicos de los doctores y a los diversos trabajos de los clérigos en las cortes eclesiásticas o en el servicio de los prelados[3].
Al mismo tiempo el esplendor de beneficios considerables tentaba a las familias, y así se veía a las casas ilustres, que anteriormente confundían a sus hijos con los hijos de los pobres en el servicio de Dios, reservarles poco a poco exclusivamente los ricos canonicatos y los puestos de monjes de las abadías poderosas.
Así comenzaba, sin el apoyo de ningún texto y basándose únicamente en la costumbre, siempre soberana en materia de beneficios, la institución de los capítulos y de las abadías nobles.





[1] Thomassin, loc. cit. parte 1, L 3, c. 21, n. 1, t. 2, p. 587.

[2] Adrien Gréa, Essai historique sur les archidiacres.

[3] El destierro de los Soberanos Pontífices en Aviñón y el gran cisma que le siguió, al obligar a los papas — privados por lo menos en gran parte de los ingresos de la Iglesia romana — a crear nuevos recursos para sus oficiales, les forzaron a echar mano de los beneficios de las otras Iglesias. En aquella época comenzaron los cardenales a poseer obispados en las diversas partes de la cristiandad.