sábado, 8 de diciembre de 2012

Melkisedek o el Sacerdocio Real, por Fr. Antonio Vallejo. Cap. III (I de IV)

G. Dore. 

III. SACERDOCIO Y SACRIFICIO

1. Sacerdocio y sacrificio ministeriales.

Para los autores inspirados de la Sagrada Escritura, sacrificio y sacerdocio son inseparables. Así también lo ha entendido, más o menos explícitamente, toda la tradición. Y el Concilio de Trento, al consignarlo, nos enseña que esa unidad indisoluble es de ley natural: “Sacrificium et sacerdotium ita Dei ordinatione coniuncta sunt, ut utrumque in omni lege exstiterint[1].
Aquí surge, ineludible, una pregunta que no siempre ha sido bien contestada; a saber: ¿el acto religioso por excelencia es privilegio exclusivo de quienes presiden[2] legalmente las ceremonias del culto?
Tratase de la exclusividad indicada por san Roberto con las palabras a legitimo ministro, que comentamos precedentemente (II, 2). La respuesta afirmativa repugna casi a priori. El acto que consuma existencialmente la virtud de religión; el único capaz de satisfacer la plenitud de nuestro débito a Dios (la plenitud exigible, se sobreentiende); y el que de hecho realiza el más íntimo religamiento de la simple creatura con su Creador, no puede estar supeditado a la función contingente del ministerio sacerdotal.
Y no lo está. El ministerio sacerdotal, en cuanto ministerio, es de ley positiva. Tiene por fin la perfección del sacerdocio. Este es de ley natural; común a todos los hombres.
Expliquemos. La religión, como virtud, mientras no se lo estorba ninguna disposición moral contraria, tiende en todos los hombres a su máxima perfección actual; y ésta es alcanzada en el sacrificio.
No basta la oblación interior. Nuestra esencia compósita, encuentro del mundo de la materia con el mundo del espíritu, exige la encarnación de nuestro sacrificio espiritual interno. Y en este sentido, “ita Dei ordinatione sacrificium et sacerdotium coniuncta sunt”, tan inseparables son el sacrificio y el sacerdocio, por ordenación divina, que todos somos, por ordenación divina, sacerdotes.
Para mayor perfección del sacrificio (es decir, para garantizar la eficacia y el decoro ritual, mediante la santidad y la especialización doctrinaria y litúrgica de un oferente escogido), se instituye el ministerio del sacerdocio común. Aunque vicariamente actualizado, este sacerdocio permanece en todos y en cada uno de los miembros de la comunidad. “Ille  vero agit negotium, cuius nomine agitur[3].

2. El sacerdocio primordial.

 Hagamos aquí, a modo de interludio, un viaje quimérico a los días del Génesis. Imaginemos la sexta jornada en su penúltima hora, dispuesto ya el escenario para que el hombre haga su entrada en el mundo. Ahí están el cordero, el ruiseñor y la rosa; y junto a ellos sobrevive una pareja estrafalaria: los dos últimos retoños del Sinántropo, o del Oreopiteco, inocentes imágenes bestiales de lo que puede llegar a ser el hombre. Aún duermen muchas catástrofes ocultas en los abismos del planeta; pero los mares y los continentes continúan poblándose; y las montañas y las constelaciones ocupan su lugar definitivo. Si la creación quedara fija en ese punto, por incontables millones de años, el torrente mineral y biológico de formas enérgicas, vívidas, anhelantes, no sería más que eso, un torrente; y un torrente sin cauce, una caída en la nada, una perpetua frustración.
Imaginemos que la creatura racional hace su entrada; pero no es Adán quien aparece primero; es Eva: la primera de las mujeres, para el primer varón, que aún no existe. Nadie le ha impuesto obligación ni prohibición alguna. Todo su ser y su quehacer es esperar. Instalada en el Edén, pasa los días de su expectación adornándose de rosas, escuchando al ruiseñor, acariciando al cordero, y contemplando con ojos de burla y de piedad, alternativamente, a los dos viejos monos. El torrente de formas continúa cayendo en el vacío.
Consideremos ahora lo que realmente sucedió. Formado del polvo de la tierra, es decir, de la común materia elemental, vivificado por un aliento espiritual divino, consciente de ser imagen y semejanza del Creador, Adán entra en la escena del mundo. Con él ingresan la sabiduría, el amor, el sacrificio, el sacerdocio. La creación ha dejado de ser un puro éxodo, una catarata que se despeña en el vacío. Se ha convertido en una ofrenda. Y en una ofrenda sagrada.
Entre la idea ejemplar divina de las formas mundanales y la idea ejemplar del hombre, hay como un hiato en la intención creadora. Imagen del sumo Intelecto, cosa distinta y separada del universo de las cosas, Adán recibe un sector de realidades para imperar sobre ellas, a semejanza del Creador, transcendiéndolas: para que domine en los peces del mar, en del cielo, en los ganados, etc.[4].
Aunque domina (y cada día con mayor perfección) el universo de la ciega espontaneidad, y por la autonomía que le dan su conciencia y su libre albedrío parece de otro mundo; aunque la parte más noble de esta criatura extraña, su espíritu de vida, ha emanado del mismo rostro de Dios (es creación directa de Dios) y aspira a la contemplación de ese Rostro, la integridad de su esencia incluye un cuerpo orgánico asumido del polvo común e inclinado a la común disolución de los vivientes.
Pero la animalidad del hombre no es de suyo bestial. La arcilla de su cuerpo, fina, plástica, ha sido modelada por y para el espíritu, en orden al ser, a las operaciones y al fin de su divino hálito, de su alma inteligente. Parte integral e instrumental de una persona, “que es lo que hay de más perfecto en la naturaleza”[5], su cuerpo es el nexo religioso de la obra de los seis días. En la frente erguida del hombre tiene su sede la conciencia del cosmos. A través de los ojos del hombre, elocuentes y ávidos de luz, el Creador reconoce y sonríe a sus creaturas.
Materia espiritual, polvo que entiende y que ama, con sólo ser ese prodigio, el primer hombre ya hubiese ejercido un cierto sacerdocio, una actividad religatoria natural de lo creado con lo eterno. Pero Adán no realiza plenamente la idea divina de hombre. Es sólo el primer hombre, el primer Adán. Remoto vástago de su raza, otro Adán hay en los planes del Creador, predestinado a serle inconmensurablemente más íntimo: el que siendo de toda eternidad el Hijo de Dios, ha de venir a ser, en la plenitud de los tiempos, el Hijo del Hombre.
Por amor de Jesucristo, el muy amado, la humanidad del primer hombre es creada en gracia santificante; y constituida, al mismo tiempo, en el estado que imita de más cerca el de la gracia de unión: el estado de justicia original. Con aquella gracia, en aquel estado, el sacerdocio real del primer hombre, y de toda la humanidad capitulada en él, fue una imagen profética del sacerdocio eterno del Rey de la gloria, Jesucristo.

3. El sacrificio en el Edén.

La historia de este mundo -historia sagrada, toda ella - no empieza con una prohibición[6] ; se inicia con una serie de consagraciones.
El universo de las cosas visibles fue consagrado con la hechura del hombre en gracia de Dios.
Un lugar de la tierra, el vergel del Edén fue consagrado a la mística unión de la tierra con el hombre y del hombre con Dios.
El mutuo amor y la unión prolífica del varón y la mujer fueron consagrados mediante el don paradisíaco de Eva, que Adán recibe de Dios.
El tiempo mismo fue quizás consagrado, con la dedicación del día séptimo de dios.
Y en medios del Edén, un árbol y sus frutos fueron consagrados por el mismo Dios, para ofrenda de un sacrificio perenne.
Hubiese bastado el don de integridad de que gozaba el primer hombre (habitual obediencia de todas sus pasiones y facultades al intelecto unido habitualmente con Dios), para que en lo íntimo de su ser se diese un constante y perfecto sacrificio. Pero la congénita condición corporal del alma humana ha postulado siempre, corno dijimos, la hipóstasis del sacrificio espiritual en un signo corpóreo, consagrado[7] a ese fin. Dios mismo instituye ese signo para el sacrificio de Adán, al separar de todo uso profano un árbol en medio del Edén, y su fruto perspicuo, hermoso, apetecible: el árbol y el fruto de toda ciencia.
Apresurémonos a suministrar una explicación sedante, que empieza a ser necesaria para cierto tipo de lectores. Hoy por hoy, casi todos los exégetas prefieren ver en el  “fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal” un mero símbolo del escritor sagrado. Esa preferencia se defiende de cualquier impugnación, y aun de cualquier sospecha, con sólo señalar la instante callada de la Comisión Bíblica al respecto: “Commissio Biblica quoad historicitatem huius ligni nihil habet, exegetae ergo catholico libertas quaedam relinquitur[8]. Además de ese silencio de la docta Comisión, puede aducirse con igual propósito la autoridad de algún doctor de la Iglesia; por ejemplo, san Agustín: “Hoc, si forte lignum illud non ad proprietatem ut verum lignum el vera poma eius, sed ad figuram velint accipere, habeat exitum aliquem rectae fidei veritatique probabilem[9].
Es verdad que el silencio de la Comisión Bíblica puede no ser definitivo, como no lo han sido alguna vez sus prevenciones expresas contra un modo determinado de leer tal o cual pasaje de la Sagrada Escritura.
También es cierto que la precitada frase de san Agustín (que Ceuppens y Coppens indican remitiendo a su autoridad) se refiere a una opinión ajena (“Non ignoro quibusdam esse visum”, etc., etc.); y que el sentir del santo Doctor a ese respecto, expresado sin vacilación alguna en un capítulo precedente de la misma obra[10] no coincide, ni mucho menos, con aquella opinión: “hoc non in figura dictum, sed quoddam vere lignum accipiendum est”.
Como tampoco puede negarse que hasta hoy nadie ha presentado una razón que demuestre el carácter fabuloso del fruto prohibido. El mismo Ceuppens, que se inclina a negar la historicidad del árbol en cuestión, sabe y señala que no se conocen documentos paralelos “e quo exsistentia alicuius arboris scientiae boni et mali deduci potest in litteratura babilónica[11]. También se observa, a veces, que la repugnancia a leer en sentido literal lo que el Génesis cuenta de ese fruto, como la inclinación a leer en ese fruto el eufemismo de un acto indecente, es de índole subjetiva. Tratase del malestar que produce a la sensibilidad moderna, que presume de adulta y está enferma de hipercrítica, la sencillez de los hechos narrados y la ingenuidad del estilo en que se narran. Olvidase demasiado fácilmente a qué pretérita humanidad y a qué futuros misterios se refiere el primero de los libros de la Sagrada Escritura. Aquella humanidad era la nuestra, mas no era como la nuestra. Y las analogías que nuestra fe descubre entre el árbol del Paraíso y el del Calvario, entre el fruto ingerido para muerte y el que se come para vida eterna, bien puede ser que correspondan a la primera de las parábolas del Señor escrita con hechos reales; parábola tan infantil y tan divina, tan simple y tan misteriosa, como las que narró con hechos de su propio vivir, desde la gruta de Belén hasta el monte de la Ascensión.
Por todo ello, y honrando la libertad que nos concede el silencio de la Comisión Bíblica respecto a lo que es o no es historia dentro de algunas páginas del Génesis, podríamos admitir, en primer lugar, que bajo los nombres de Abel y de Caín se designan personas reales que ofrecieron realmente a Yahveh de los primogénitos de sus rebaños y “del fruto de sus sementeras”. En segundo lugar, fundados en la existencia de sacrificios verdaderos a tan corta distancia de la vida edénica, nos sentiríamos autorizados a inducir la posibilidad de un sacrificio instituido y practicado anteriormente a la culpa original. Y esta circunstancia, la de tratarse de un acto religioso anterior a la culpa, prohibiéndonos pensar en un sacrificio cruento, nos inclinaría a concluir que la materia de la oblación primordial fue escogida entre los frutos del Edén. Aun en el caso de que la humanidad representada por Abel y Caín pertenezca al Neolítico precerámico (según algunos sugieren, y contra los cuales no tenemos ni autoridad ni competencia), siempre nos queda el recurso de remontarnos al Paleolítico Medio, donde la religión de los desgarbados hombres de Neandertal (posteriores, según parece, a varios tipos de “homo sapiens”), está bien atestiguada, gracias a sus preocupaciones simbólicas, precisamente.
Si la hipótesis es legítima sobre la sola base del sacrificio de Caín, mayor resulta su verosimilitud en presencia de un texto inspirado, referente a un fruto que Dios consagra mediante un solemne mandamiento, con el que impone a la primer pareja humana una abstención sacrifical exterior, interior y perpetua. ¿Qué mejor símbolo, en aquel lugar, para aquel primer pacto de amistad religiosa, entre aquellas dos creaturas simplicísimas y el Autor de las formas, colores y sabores del Paraíso? Puede, pues, haberse dado el fruto, en realidad, como materia simbólica, precisamente, a fin de que el acto religioso por excelencia alcanzara, desde el principio, su cabal perfección.
No queremos canonizar una exégesis que trata de materia tan misteriosa. No deseamos ser más dogmáticos que la Iglesia. Tampoco lo necesitarnos. No lo deseamos, porque nos resulta sobremanera estimable nuestro derecho a cambiar de parecer; y es más noble y más científico, mientras no se ha llegado a la evidencia de poseer conclusiones incontestables, anticiparse a la posibilidad de mejores razones que las propias. No necesitamos encarecer el precio de la historicidad del árbol de la ciencia del bien y del mal. La validez de nuestra tesis sobre el sacrificio en el Edén no depende de que el fruto vedado haya sido realmente una fruta, producida por un árbol siempre lozano, en medio de un huerto maravilloso. Depende de que la doctrina esencial del Génesis respecto al origen divino del hombre y a su primera apostasía y sacrilegio sea verdadera. Depende de que tanto el precepto prohibitivo original y su efecto consagratorio, como la desobediencia y la profanación en el principio mismo de la humanidad y de su historia, no sean cuentos, ni mitos, ni leyendas; no procedan del desván de las culturas orientales, sino de una tradición sacerdotal genuina, conservada por especial providencia, y mantenida inmune de todo error, y de toda idea espuria, por especial inspiración de Dios. Y no hay exégeta de fe, y de buena fe, que pueda negar este mínimum de fidelidad a la palabra divina, en nombre de su pobre ciencia humana.
Así, pues, no porque queramos dogmatizar acerca de la real existencia de aquel árbol, sino por lealtad a nuestra convicción de que pudo existir, continuaremos hablando de él cada vez que lo pida nuestro asunto; aun con riesgo de lastimar -y de dar lástima- a quienes prefieren un lenguaje menos imaginativo y menos candoroso que el de la Biblia. Hace poco se ha dicho que “tomado a la letra, ese texto del fruto vedado, relativo a un asunto terriblemente serio, conduce a conclusiones infantiles o inverosímiles[12]. Creemos que los lectores más exigentes, en materia de seriedad divina, y los doctores menos dispuestos a aceptar que Dios haya desestimado, en su redacción de la Sagrada Escritura, los puntos de vista de la exégesis moderna, convendrán en que la existencia histórica del fruto prohibido comienza a ser más verosímil (y el creer en ella empieza, por tan o, a parecer menos pueril, cuando entendemos que se trata de una materia consagrada en sacrificio, de una porción de vida separada del uso profano, para significar el primero, el más necesario de los actos religiosos: la subordinación consciente y la ofrenda deliberada de todas las criaturas a la voluntad del sumo Hacedor. Mas, aun negando la posibilidad de que el tal fruto haya existido, aun insistiendo en que se trata de un símbolo literario, de una mera versión metafórica, siempre será inevitable reconocer que el símbolo representa una realidad; que detrás de la metáfora existe una cosa concreta, la materia concreta de un mandamiento divino; y que la perfecta observancia de aquel mandamiento exigía del primer hombre, como tal, un designio y un acto de abstención propiamente sacrificales. Esto ya no es verosímil, sino cierto; y el aceptarlo no incluye consecuencia alguna que consienta ser motejada de infantil.
Por otra parte, infantil e inverosímil son calificaciones demasiado arriesgadas cuando se las aplica a los modos y a los caminos de la sabiduría de Dios, que suele no ser tan circunspecta como la de los sabios; y que ha incurrido, de hecho, en más de una humorada increíble. Fue una calificación semejante nacida de un austero sentido de la propia respetabilidad, la que apartó de Jesús a muchos de sus oyentes, cuando reveló la necesidad de comer su Cuerpo y beber su Sangre a fin de alcanzar la vida eterna. Y no son pocos los que protestan todavía contra la fe católica en la Presencia real, por entender que sobre asunto tan serio no debe propagarse una doctrina infantil, inverosímil.



[1] Concilium Trid. Sess. XXIII, I (Dz. 957).
[2] Caietanus, Comm. In III, 63, 1. “Sacerdotis enim est principatus cuiuscumque religiones tam verae quam falsae”.
[3] Guillelmus Parisiensis, De Sacramento Ordinis, cit. por De La Taille, M. Fidei, Paris, 1921, 328.
[4] Gen. I, 26.
[5]Id quod est perfectissimum in tota natura” (S. Tomás, Summa theol. I, 29, 3).
[6] Alguien lo afirmó, venenosamente. Creo que fue Salomón Reinach, autor de fáciles sarcasmos y de objeciones seudocientíficas, en homenaje de odio a la verdad revelada.
[7] Venimos empleando la palabra consagrar en el sentido de separar del uso profano y poner en algún modo de relación especial con Dios. Tal es, si proviene del verbo kadab, el sentido etimológico de la expresión hebrea kadosch.
[8] F. Ceuppens, Quaestiones selectae ex historia primaeva, Roma 1953.
[9] S. Agustín, De Genesi ad litteram libri duodecim, XI, XLI, 56 (PL, 34,452).
[10] Ibid., VIII, VI, 12 (PL, 34, 377). Cf. ibid, I, I (PI, 34, 371).

[11] F. Ceuppens, op. cit. 234.
[12] Revue Biblique, 56 (1949), 305.