Introducción
al libro de José del P. Caron
Nota del Blog: Compartimos la introducción del traductor del libro del P. Caron sobre la tipología bíblica entre Nuestro Señor Jesucristo y José, hijo de Jacob, que ya habíamos reseñado AQUÍ.
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De la misma manera que
el apetito es una de las mejores pruebas
de salud corporal, el
gustar la Palabra de Dios,
que es un apetito espiritual,
es también señal bastante segura
de la salud espiritual
del alma
(San Francisco de
Sales)
I. Necesidad de la Revelación
Nos enseña la Iglesia que Dios, en su infinita bondad, y no contento con haber creado al hombre, decidió, por un acto libérrimo de su voluntad, elevarlo al estado sobrenatural, haciéndolo capaz, por lo tanto, de conocer y amar a Dios de la misma manera que Él se conoce y se ama, y que en eso, en definitiva, consiste nuestra felicidad, como ya lo enseñó Nuestro Señor cuando dijo:
“Y la vida eterna es: que te conozcan a Ti, solo Dios verdadero y a Jesucristo, Enviado tuyo” (Jn. XVII, 3).
Pero para que este don de
Dios pudiera efectuarse en nosotros, fue preciso, como lo enseña el Concilio
Vaticano I (Dz. 3005) que Dios se revelase al hombre, que se diera a conocer de
alguna manera y por eso, en uno de sus tantos actos de condescendencia (tema
tan caro a San Juan Crisóstomo), decidió revelarse a nosotros por el mismo
medio que nos comunicamos entre los hombres: la palabra.
Por eso, pintorescamente nota el gran exégeta alemán, y nuestro por adopción, Mons. Straubinger[1]:
“Dios pudo habernos hablado por medio de la pintura o de la música. Si así fuese, nuestro interés debería estar en todo lo que se refiere a esas artes y las leyes que las gobiernan, debido a que de ellas se habría valido Dios para expresar sus pensamientos. Puesto que Dios ha visto como medio apropiado las palabras, debemos interesarnos por esas palabras depositadas en la Sagrada Escritura y estudiarlas aun en sus matices para descubrir en ellas todo cuanto rinda plenamente y destaque al máximum la fuerza de cada expresión”.
Pero, así como nos
comunicamos entre nosotros por dos vías diversas, a saber, de manera escrita y
de manera oral, la condescendencia de Dios bajó hasta allí y decidió revelarse
al hombre exactamente de la misma forma: escrita y oral, y así nos dio su
Palabra escrita y su Palabra oral o, dicho en otros términos, la Biblia y la
Tradición.
Ya San Hilario notaba esta similitud[2]:
“Dios habla para nosotros, y no para Sí, y en la redacción de sus Escrituras ha querido usar de nuestras palabras y maneras de decir y se ha amoldado a los usos y costumbres de nuestra locución”.
En esta pequeña introducción vamos a dejar de lado la Sagrada Tradición para dedicarnos exclusivamente a las Sagradas Escrituras.
II. Importancia del estudio de la Biblia
¿Cómo convencer al hombre
moderno de hoy en día sobre la utilidad de leer las divinas Escrituras? Para el
creyente al menos, la respuesta debería ser bastante simple.
La
razón principal, básica, fundamental es que la Biblia es la Palabra de Dios,
es decir, es un libro sui generis en cuanto que es el único libro que ha sido escrito por Dios,
el único libro cuyo autor es Dios.
Siendo
esto así, ¿qué motivo más hermoso podemos tener para leer la Biblia que el
hecho de saber que es algo que Dios mismo ha escrito y lo ha hecho para nosotros? Porque no debemos
olvidar que Dios no escribió la Biblia por necesidad o por alguna otra razón
fútil, sino por amor a nosotros. En
primer lugar, para enseñarnos, pero también para consolarnos, aconsejarnos, corregirnos.
Los Papas, los Padres y los
Santos afirman de mil modos diversos la importancia de la lectura y
conocimiento de la Biblia, esa “carta que el Señor todopoderoso ha querido por
su bondad dirigir a su creatura”, tal como gustaba llamarla a San Gregorio
Magno[3]. Y no es menos cierto que los
grandes males de la Iglesia han tenido por causa, muchas veces, el descuido y
negligencia de la lectura, meditación y predicación de la Sagrada Biblia,
responsabilidad que le incumbe especialmente a los sacerdotes, encargados como
están de exponer las divinas Letras al pueblo fiel.
Muchos autores podrían citarse al respecto, pero prefiero nombrar solamente uno, y que vale por muchos; un sacerdote pobre, olvidado y que recibió tantas luces para la recta interpretación de las Escrituras, que seguramente puede considerarse como uno de los mayores exégetas de la historia de la Iglesia; me refiero al P. Lacunza (también nuestro por adopción) quien, al comienzo nomás de su monumental obra, lanzaba el grito de alerta:
“Uno de los grandes males que hay ahora en la Iglesia, por no decir el mayor de todos, paréceme que es la negligencia, el descuido, y aun el olvido casi total en que se ve el sacerdocio del estudio de la sagrada Escritura. Del estudio, digo, formal, no de una lección superficial. Vos mismo podéis ser buen testigo de esta verdad: pues siendo sabio, y como tal aplicado a la bella literatura, habéis tratado y tratáis con toda suerte de literatos: entre todos éstos, ¿cuántos escriturarios habéis hallado? ¿Cuántos que siquiera alguna vez abran este libro divino? ¿Cuántos que le hagan el pequeño honor de darle lugar entre los otros libros? Acuérdame a propósito de lo que en cierta ocasión oí decir a un sabio de estos, esto es: que la Escritura divina, aunque digna de toda veneración, no era ya para estudio formal, especialmente en nuestro siglo en que se cultivan tantas ciencias admirables llenas de amenidad y utilidad. Que basta leer lo que cada día ocurre en el oficio, y caso que se ofreciese dificultad sobre algún punto particular, se debía recurrir no a la Escritura misma, sino a alguno de tantos intérpretes como hay. En fin, concluyó este sabio diciendo y defendiendo, que el estudio formal de la Escritura le parecía tan inútil como seco e insulso. Palabras que me hicieron temblar, porque me dieron a conocer o me afirmaron en el conocimiento que ya tenía del estado miserable en que están, generalmente hablando, nuestros sacerdotes; y por consiguiente los que dependemos de ellos. Si la sal pierde su sabor, ¿con qué será salada? (Mt. V, 13)[4].
Si estas palabras no hubieran
caído en saco roto, tal vez la crisis que iba a surgir unos cien años después
podría haberse evitado, pero lo cierto es que, a fines del siglo XIX, cuando el
racionalismo y el modernismo apenas naciente, auxiliados por varias ciencias
humanas, entonces en pleno auge, pretendieron reducir la Biblia a poco más que
una serie de mitos sin sustrato alguno real, lo cierto es, digo, que la
respuesta Católica, en no pocos casos, lejos estuvo del nivel requerido y así,
para salvar la veracidad de la Biblia, buscaron como escapatoria limitar ora la
inspiración, ora la inerrancia bíblica; Röhling, Lenormant, el Cardenal Newman,
Di Bartolo y Mons. D`Hulst fueron acaso las figuras católicas más conocidas de
la llamada “escuela larga”. Fue preciso todo el peso y autoridad de León XIII
para zanjar la cuestión y reprobar estas teorías que no se ajustaban al magisterio
de la Iglesia. Con la Providentissimus Deus, León XIII
pudo dar inicio a una serie de grandes documentos que sirvieron no sólo para
aclarar la confusión reinante en su momento, sino también para producir un
feliz cambio e impulso en lo que atañe a los estudios bíblicos[5].
[2] Explan. in Psal. 126, n.6.
[3] Ad Theod. Med. Ep. 31.
[4] La Venida del Mesías en Gloria y Majestad, Discurso preliminar.
[5] Lejos de mí profundizar este tema, por demás
interesante. El que quiera ahondar al respecto podrá encontrar una excelente
síntesis en la larga Introducción que la BAC publicó de los Documentos
Bíblicos en 1945, escrita bajo la pluma del P. Salvador Muñoz Iglesias.