Instrucción sobre el Talmud
Nota del Blog: Las siguientes páginas están tomadas del libro del Rabino converso P. Drach, “De l`Harmonie entre l'Église et la Synagogue”, (1844) tomo 1, pag. 121-181 (nota 28).
***
¿Qué es el Talmud? Si
se hace esta pregunta a la numerosa muchedumbre de hebraístas del feliz siglo
XIX, en la que se puede decir: ¿Quién no es hebraísta? con tanta razón
como un cortesano dijo una vez a Luis XV, cuyo augusto hombro sobresalía un
poco: Señor, ¿quién no es un poco jorobado? Desde nuestro admirable M.
Quatremère, con su vasta y profunda erudición oriental, hasta el contrabandista
hebreo que balbucea penosamente unas pobres líneas del texto del Antiguo
Testamento con la ayuda de medios artificiales, como las versiones
interlineales, los análisis ya hechos, etc.; si, decimos, les dirigís esta
pregunta, os asombraréis de obtener respuestas tan diferentes entre sí, tan
contradictorias. Es como si se tratara de una inscripción en jeroglífico
egipcio o mexicano, en la que cada uno puede leer lo que le gusta y lo que más
le conviene. Muchos os dirán que "es una colección en sesenta grandes
volúmenes en folio (aunque sólo son doce), un receptáculo para los más
absurdos ensueños, prejuicios de un fanatismo delirante, un grimorio, una
especie de código de magia negra, etc. Cuidado, añadirán, con tocarlo
siquiera”. Otros os representarán el Talmud como "una preciosa
Enciclopedia, en la que se encuentra un curso completo de la filosofía,
medicina y astronomía de los pueblos de la antigüedad y (lo que sería mucho más
precioso) todas las verdades del catolicismo, tan exactamente formuladas como
en la Suma de Santo Tomás". Aquéllos, que sólo pretenden disimular
su incapacidad para leer el Talmud, falta muy perdonable, son como la fábula de
la Zorra y las Uvas; éstos, que se han tomado la molestia de conocer algunas de
las porciones menos desatinadas del Talmud, por medio de las versiones que
existen, versiones que la mayoría de las veces son inexactas y a veces
halagadoras, se han entusiasmado con la obra de los rabinos y se asemejan al
hombre honesto de la plaza pública que, para verter su elixir, no rehúye
ninguna exageración para defenderlo.
Nosotros, que por oficio
hemos enseñado durante mucho tiempo el Talmud y explicado su doctrina, después
de haber seguido un curso especial del mismo, durante muchos años, bajo los más
renombrados doctores israelitas de este siglo; nosotros que, por la gracia de
lo alto, hemos abjurado de los falsos dogmas que predica, hablaremos de él con
conocimiento e imparcialidad. Si por un lado le hemos
dedicado nuestros mejores años, por el otro, ya no es nada para nosotros.
Diremos lo que lo aconseja y lo que lo condena.
Talmud,
como escribe la academia, mejor Thalmud, תלמוד, de la raíz למד, aprender, enseñar, es un
término hebreo-rabínico que significa doctrina, estudio.
Designa más particularmente el gran cuerpo de la doctrina judía, sobre el que
los más acreditados doctores de Israel han trabajado sucesivamente en
diferentes épocas. Es el código completo, civil y religioso, de la sinagoga.
Su objeto es explicar la ley de Moisés de acuerdo con el espíritu de la
tradición verbal. Contiene las discusiones y disputas contradictorias entre
quienes se han esforzado por estudiar esta ley y, a veces, las conclusiones y
decisiones que se han derivado de ellas; de vez en cuando se permite hacer
digresiones sobre la historia y la ciencia, de las que pueden beneficiarse los
estudiosos, especialmente los arqueólogos. Si el lector juicioso del Talmud
tiene a menudo motivos para angustiarse por las extrañas aberraciones en las
que puede caer la mente humana, abandonada por la verdadera fe, si más de una
vez las torpezas del cinismo rabínico obligan a la modestia a ocultar el
rostro, si los fieles se rebelan ante las calumnias atroces e insensatas que el
odio impío de los fariseos esparce sobre todos los objetos de su veneración
religiosa, el teólogo cristiano recoge allí datos y tradiciones preciosas para
la explicación de más de un texto obscuro del Nuevo Testamento y para convencer
a nuestros adversarios religiosos tanto de la antigüedad como de la santidad
del dogma católico, tan bien definido por el quod semper (lo que
siempre) de San Vicente de Lerins.