martes, 16 de julio de 2019

La Neomenia Mesiánica en el Prólogo del cuarto Evangelio, por B. Pascual (II de X)


II

Conveniencia del símil de la neomenia con las ideas del prólogo y de todo el evangelio de San Juan, en sus notas litúrgica y mesiánica. - Prueba exegética de la existencia de este símil en la perícope Jn. I, 5-9: a) el verso 5 y su paralelo de la luz lunar en el Eclesiástico XLIII, 9; b) el testimonio de la luz en los versos 6-8 y el antiguo ceremonial israelita del testimonio de la luz neoménica, reflejado en el Rosch ha-schana, en el Muhtasar y en las costumbres islámicas; c) fuerza descriptiva del verso 9; resumen y valor doctrinal y literario de la perícope, según la explicación propuesta.

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Para expresar altísimos conceptos teológicos hay en el prólogo de San Juan las conocidas metáforas de luz y de tinieblas, las cuales, a nuestro ver, en el verso 5 se puntualizan y articulan, formando, sin menoscabo del valor dogmático, algo así como una delicadísima alegoría de la neomenia mesiánica, que se extiende sobre los cuatro versos consecutivos, ilumina precisiones del texto evangélico que sin ella quedan obscuras, y afirma más y más la íntima unidad del pasaje, precisamente allí mismo, donde la crítica racionalista intenta ahora introducir sus teorías fragmentistas.

Comencemos por advertir que el símil de una neomenia, lejos de ser algo extraño, es bien acomodado a las ideas del prólogo, a la contextura de todo el evangelio, a la nota litúrgica y a la mesiánica que en él campean.

Por la suavidad de su luz, la eficacia de sus influencias y sobre todo por la ordenada variedad de sus fases despertó siempre la luna vivo interés en el espíritu de los pueblos, según lo prueban las historias y las literaturas. En la vida social y religiosa de los pueblos antiguos ese interés fué sostenido y aún acrecentado por las facilidades que ofrecía la luna para una computación del tiempo. En esto la moderna filología escrutando el viejo fondo de las lenguas antiguas descubre vestigios curiosos e inequívocos de una singularísima preponderancia lunar. Uno mismo, por ejemplo, es el vocablo sumérico "En-zu" para designar "luna" y "señalador de tiempo", idéntica relación incluye la palabra babilónica "Sin" (J. Helm, Der israelitische Sabbath, p. 14, etc.), y también las lenguas de la familia indogermánica, el sanscrito, el zend, el griego, el eslavo, el gótico, el antiguo prúsico… para significar "mes" y "luna" se sirven de la misma raíz (Boisacq. Dict. Étym. de la Langue Grecque, 1923). Es que la luna, con cada una de sus cuatro fases (7 3/8 días) y con el ciclo completo de ellas (29 1/2), fija aproximadamente la semana y el mes, dando los elementos primordiales de aquella computación, casi diríamos, prehistórica, que después vinieron adoptando civilizaciones nobilísimas como casi todas las semíticas del Asia occidental, la griega y la romana.


Dios, en la legislación mosaica, se acomodó en este punto a las tradiciones patriarcales y al medio en que había de vivir su pueblo. La Iglesia de Cristo recibió de Israel el mismo cómputo; y todavía en el coro de nuestras catedrales, al comenzar el canto del martirologio, resuena cotidianamente la proclamación solemne del día lunar y se ve cumplido hasta la letra aquello del himno de la creación (Sal. CIII, 19): "fecit lunam in tempora", que decía uno de los más egregios salmistas de Israel, mirando la luna como puesta en el firmamento para universal calendario de la humanidad.

Esta concepción es auténticamente semítica (Epop. Babil. de la Creación. Tabl. V, línea 12, etc.; Enuma Elis, P. Rovira. ANAL. SAC. TARRAC. l, 214), y bíblica (Gen. I, 14; Sal. CIII, 19; Eccli. XLIII, 7, etc.); ella fué sin duda la de San Juan, y natural era que le proporcionara en el prólogo de su evangelio un símil bellísimo y oportunísimo y, según veremos más adelante, rico y exacto hasta en los detalles, no tan sólo para señalar la nueva era de Cristo, sino además para presentar de una vez toda la historia de la humanidad con sus relaciones al Verbo, dividida en dos grandes períodos de espiritual iluminación, en los cuales, como en la sucesión de dos ciclos lunares, después de un triste decrecimiento, vino el esperado y victorioso crecimiento de la nueva y dichosa luz.

La oportunidad de este símil aparece mayor si se atiende, no ya al prólogo, sino a la íntima contextura y al carácter litúrgico de todo el evangelio; porque fiesta era la neomenia y fiesta consagrada al Señor con singular solemnidad y espléndido ceremonial litúrgico. Las prescripciones estrictamente legales se leen en el libro del Levítico (XXIII, 23-25) y en el de los Números (capítulos XXVIII-XXIX); mas ellas en el transcurso de los tiempos fueron adicionadas y la neomenia vino a ser una de las notables festividades cívico-religiosas del pueblo de Dios. En este día el Pontífice subía al templo (Flav. Jos. B. J. 5, 5.7), los sacrificios se multiplicaban, se ofrecía un gran holocausto, el pueblo concurría numeroso (Ez. XLVI, 1-3), plegarias fervientes se dirigían a Dios, Señor de los días y de los años, para que apresurara el advenimiento del profeta precursor y del rey Mesías (Sopherim, 19, 9), los sacerdotes tocaban las trompetas de plata, cuyo sonido, en la neomenia de Tisri, se prolongaba y resonaba todo el día sobre la ciudad y sus contornos (Num. XXIX, 1), y el pueblo se entregaba a un descanso cuasi sabático (Am. VIII, 5) y a las expansiones regocijadas de la vida familiar y religiosa (I Reg. XX, 5, 24).

De esta manera preludiaba Israel las alegrías de las grandes festividades, porque la neomenia era la señal y el punto de partida de todas ellas:

"También la luna, cambiante, retorna de tiempo en tiempo
para dominio perpetuo, para perenne señal
por ella vienen las fiestas y los tiempos estatuidos
y el Creador se complace en su revolución.
En cada neomenia la luna nueva se renueva.
¡Cuán admirable resulta en esta mutación!
Es arma contra el ejército de las nubes en lo alto
y enciende el firmamento con su esplendor" (Eccl. XLIII, 6-9).

Así cantaba Jesús, hijo de Sirach, en las estrofas con que celebra las maravillas de la creación (cap. XLII-XLIII) y, conforme con eso mismo, el libro judío del Rosch ha-schana (I, Ia) comienza proclamando solemnemente que la neomenia del mes de Nisán "es el principio del año para los Reyes y para las Fiestas".

Si, pues, la neomenia inauguraba el ciclo de las fiestas de Israel y, según la concisa expresión del traductor latino, "a luna signum diei festi", también bellamente una neomenia mesiánica viene a inaugurar el cuarto evangelio, que es el evangelio de las fiestas de Cristo en Jerusalén.

Con esa nota litúrgica, que afecta a la contextura general del evangelio, se relaciona otra que todavía le es más íntima, a saber, la nota mesiánica. Ella despunta en el citado texto del Sopherim (19, 9), donde en versículos sucesivos que más adelante transcribiremos como que se dibujen las líneas de un delicado paralelismo entre el profeta precursor del Mesías y los mensajeros de la neomenia santificada. Pero explícitamente el sentido espiritual de esta fiesta de la nueva luz se halla afirmado con frase gráfica por San Pablo en su carta a los Colosenses (II, 16-17), la carta de la plenitud de la Divinidad de Cristo, cuando avisa a los fieles amenazados de influencias gnóstico-judaizantes que no se dejen cautivar por aquellos depreciadores de la suprema dignidad del Señor, "ni imponer por razón de fiestas, o de neomenia, o de sábado, cosas que son sombra de las futuras; pero el cuerpo, el de Cristo: ἅ ἐστιν σκιὰ τῶν μελλόντων, τὸ δὲ σῶμα τοῦ Χριστοῦ, es decir, que todas aquellas fiestas del Antiguo Testamento, y expresamente la neomenia, eran tan sólo una figura en sombra, pero que el cuerpo o realidad que la proyectaba, y que se acercaba y por ella se anunciaba, es la persona mismo de Cristo, que ya dichosamente ha llegado.

Y el evangelio de San Juan, documento bien paralelo a la carta a los Colosenses, por ser el evangelio de la plenitud de la divinidad de Cristo y estar dirigido al mismo medio asiático, recoge sobre el terreno, además de otros conceptos característicos de la epístola, esa fuerte y demostrativa afirmación paulina y la desarrolla como una de sus pruebas principales, mostrando que Cristo es Dios porque ya desde el principio es la gran realidad de todas aquellas figuras (Jn. VIII, 25. Cfr. ANALECTA S. TARR., vol. 2, p. 412): si hay una fiesta de Pascua, la verdadera Pascua es Cristo; si hay una fiesta de los Tabernáculos con sus históricas ceremonias del agua y de la luz, la verdadera luz y la verdadera agua de vida es Cristo; si hay una fiesta de la Dedicación del Templo, el verdadero Templo que se reedificará en tres días es el cuerpo de Cristo… y si hay una fiesta de neomenia en Israel, ahora en el prólogo ya nos hace saber que también la neomenia es intensamente mesiánica, porque la verdadera luz es la luz de Cristo.

La tesis anunciada en el epígrafe general de este trabajo se halla, pues, en pleno contacto con las ideas centrales del evangelio de San Juan, mejor dicho, es una de ellas y no una artificiosa sutileza de inteligencia o sutileza de imaginación; de las cuales ya advertía el gran Maldonado a propósito de este prólogo mayestático:

"Nada tan impropio e indigno de la majestad de las Sagradas Letras como el imprudente abuso del ingenio en su exposición”.