Lo mismo ocurre en el Evangelio. Jesús acaba de anunciar su sufrimiento y su muerte, e inmediatamente recuerda que «el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre». Es más, añade:
«En verdad, os digo, algunos de los que están aquí no gustarán la muerte sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino» (Mt. XVI, 27-28).
¿Cómo hay que entender estas palabras? Todo lo que tenemos que hacer es seguir leyendo para entender lo que significan.
«Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan su hermano, y los llevó aparte, sobre un alto monte. Y se transfiguró delante de ellos» (Mt. XVII, 1-2).
¿No es la Transfiguración
una visión anticipada del Reino[1],
y no son los tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan, los «algunos» que no
morirán «sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino»[2].
Ven «la gloria de Jesús»
(Lc. IX, 32), antes de presenciar sus sufrimientos, pero luego deben guardar
silencio y no contar a nadie lo que han visto, pues estamos en el tiempo de los
«misterios» del Reino (Lc. IX, 36).
Sin embargo, al día siguiente, cuando el Maestro llevó aparte a sus discípulos y les dijo por segunda vez: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres» (Mt. XVII, 22-23), no lo entendieron mejor que antes.
«Pero ellos no entendían este lenguaje, y les estaba velado para que no lo comprendiesen» (Lc. IX, 45).
Sí, «les estaba velado»,
¡como para tantos cristianos hoy están «veladas» las profecías de las glorias!
Pero hay un anuncio que conviene subrayar aquí. Cuando, por cuarta vez, Jesús habla a los Doce de su sufrimiento y muerte, añade un detalle muy llamativo:
«El Hijo del Hombre será entregado a los gentiles».
Esto es lo que harán los líderes espirituales de Israel. En lugar de llevar el Evangelio a las naciones, y ser el pueblo de sacerdotes que el Señor había querido que fueran, entregarán a su Mesías y a su Rey «a las naciones», a los romanos, para que lo crucifiquen. Para los propios Apóstoles, todo esto es también un lenguaje oculto, cuyo significado no captan, sumamente impresionante y en conmovedora relación con el conjunto de nuestro estudio.
En cuanto a los escribas y doctores de la ley, que no reconocieron al Rey de los judíos a pesar de todos los signos y prodigios que realizó, se niegan aún más a reconocer al Mesías, el Siervo del Señor, humillado, sufriente y moribundo, «herido por nuestros pecados, quebrantado por nuestras iniquidades», según toda la profecía de Is. LIII. Se sientan en la cátedra de Moisés y cierran el reino de los cielos a los hombres.
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas!, porque cerráis con llave ante los hombres el reino de los cielos; vosotros ciertamente no entráis; y a los que están entrando, no los dejáis entrar» (Mt. XXIII, 13).
La llegada del Reino está
muy lejos. Por eso el Señor, en tres nuevas parábolas, prepara a sus discípulos
para la idea de que su regreso en gloria podría retrasarse.
Habla del siervo malvado
que se dice a sí mismo: «Mi Amo tarda en venir», y empieza a pegar a sus
compañeros y a comer y beber con los borrachos; pero «volverá el señor de aquel
siervo en día que no espera, y en hora que no sabe, y lo separará y le asignará
su suerte con los hipócritas; allí será el llanto y el rechinar de dientes»
(Mt. XXIV, 45-51).
Habla de las «diez
vírgenes» que toman sus lámparas y salen al encuentro del novio, pero «COMO EL
ESPOSO TARDABA» todas se adormecen y se quedan dormidas. Cuando, en medio de la
noche, se oye el grito: «He aquí el esposo, salid a su encuentro», sólo las vírgenes
prudentes que tienen aceite para sus lámparas entrarán en el salón de bodas
(Mt. XXV, 1-12).
Por último, habla de un
«hombre de noble linaje» que va a un país lejano para ser investido de
autoridad real, y luego regresa. Llama a diez de sus siervos y les da diez
minas, diciéndoles: «Negociad hasta que yo vuelva. MUCHO TIEMPO DESPUÉS, el amo
de estos siervos regresó y les hizo rendir cuentas»[3].
Si todos los judíos,
empezando por sus dirigentes, hubieran creído, actuado y hablado como la gente
de la multitud al momento de la entrada real del Señor en Jerusalén, cuando
extendieron sus mantos en el camino, exclamando «Bendito sea el Rey que viene en
nombre del Señor» (Lc. XIX, 38), es decir, aclamándolo con el versículo
profético del reconocimiento del Mesías-Rey por su pueblo (Sal. CXVII, 26), el
Reino no se habría retrasado, ciertamente.
Pero no fue así. Los otros –los que despreciaban a la multitud– decían entre sí:
«No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lc. XIX, 14).
Por eso es por ellos, por
toda la nación incrédula, por lo que Jesús declara «ya no me volveréis a ver,
hasta que digáis: “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”» (Mt. XXIII,
37-39).
Jesús, que tanto había
querido reunir a los hijos de su pueblo, «como la gallina a sus polluelos», fue
rechazado como un malhechor (Is. LIII, 12). Su amor fue ignorado.
Sin embargo, durante su
dolorosa pasión siempre habló de la gloria que seguiría a su sufrimiento, pero fue
precisamente porque había dicho a Caifás que vendría «sobre las nubes del
cielo»[4] y a Pilato «yo soy rey»
por lo que se le juzgó digno de muerte, y de la muerte infamante de los
crucificados (Mt. XXVI, 64-67; Jn. XVIII, 37; XIX, 14).
Cuando los sumos
sacerdotes gritaron a Pilato: «No tenemos más rey que el César» (Jn. XIX, 15),
¿no estaban violando con ello la ley de Dios? ¿No está escrito «pondrás sobre
ti por rey solamente a aquel que Jehová, tu Dios, elija; establecerás por rey
sobre ti a uno de en medio de tus hermanos; no podrás poner sobre ti un
extranjero que no sea hermano tuyo» (Deut. XVII, 15).
¿Así que el César se había
convertido en el «hermano» de Israel? ¿Podrían estos sacerdotes judíos llevar
más lejos su «colaboración» y adulación a las autoridades ocupantes?
Sin embargo, sólo un
hombre –en el momento en que todos le abandonaban– reconoció, en Jesús coronado
de espinas y clavado en la cruz, al Mesías-Rey que Israel esperaba en la gloria
de su reino. Sí, un hombre –uno de los dos ladrones crucificados junto a
Jesús– tenía esta fe y la proclamó. Cuando el Hijo de Dios, que «se despojó a
sí mismo, tomando forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres…, se hizo
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. II, 7-8), se volvió hacia
Jesús y le dijo: «Acuérdate de mí cuando VENGAS EN TU REINO» (Lc. XXIII, 42).
Ahora bien, este ladrón
–que había reconocido sus faltas y dijo al otro malhechor crucificado: «En
cuanto a nosotros, es justicia, pues estamos recibiendo lo que nuestros
crímenes han merecido»– era ciertamente judío. Si todo Israel hubiera
creído y se hubiera arrepentido como él, la septuagésima semana de Daniel
habría comenzado entonces, y siete años después el Señor habría vuelto en la
gloria de su reino.
Pero al pie de la cruz
se manifestó la primera unión de Israel y las naciones en la fe de dos hombres:
un ladrón y un centurión.
El ladrón reconoció al Rey en los rasgos del Siervo, y el centurión, romano, pagano, exclamó:
«Ciertamente éste era el Hijo de Dios» (Mt. XXVII, 54).
¿No era necesario que,
bajo esta sangre derramada para quitar el pecado del mundo, se unieran, como
las primicias del Reino venidero, estos dos representantes de Israel y de las
naciones?
Sin embargo, Jesús, que va a entregar su espíritu en las manos del Padre, es «sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec» (Sal. CIX, 4) e intercede por su pueblo, por sus hermanos, para cumplir la profecía de Isaías: «Intercedió por los culpables» (Is. LIII, 12).
«PADRE, PERDÓNALOS, PORQUE NO SABEN LO QUE HACEN» (Lc. XXIII, 24).
Tenemos la seguridad de
que su ardiente oración de intercesión, y todopoderosa oración a Aquel a quien
dijo «bien sabía que siempre me oyes» (Jn. XI, 42), fue escuchada.
Estaba escrito en la Ley:
«Si alguno del pueblo pecare por ignorancia… el sacerdote hará expiación por él, por el pecado cometido, y éste le será perdonado» (Lev. IV, 22-35).
Pero entonces, ¡nada está
perdido para Israel! No, Dios no rechazará a su pueblo en la Cruz.
La nación judía, en
Jerusalén, en Judea, en Galilea y también en todas las regiones del Imperio
Romano donde ya está dispersa, todavía puede reparar el crimen de sus
dirigentes y, con su arrepentimiento, hacer posible la próxima venida del reino
de Dios.
Así, al final de la vida terrena del Salvador, «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom. XV, 20). El mensaje solemne que marcó el comienzo de su predicación va a poder oírse de nuevo:
«ARREPENTÍOS,
PORQUE EL REINO DEL CIELO ESTÁ CERCA» (cf. Hech. III, 19-21).
[2] Es muy interesante comparar la última parte de este versículo en los tres Evangelios sinópticos: «... sin que hayan visto al Hijo del hombre viniendo en su Reino» (Mt. XVI, 28); «... sin que hayan visto el reino de Dios venido con poder» (Mc. IX, 1); «… sin que hayan visto antes el reino de Dios» (Lc. IX, 27). ¿No bastaría esta comparación para demostrar que el Reino vendrá con el Hijo del Hombre y no antes de su regreso, por lo que la Iglesia no puede ser el Reino? Del mismo modo, «cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que el Hijo del Hombre está cerca» (Mt. XXIV, 33; Mc. XIII, 29); «cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que el Reino de Dios está cerca» (Lc. XXI, 31). Así, pues, la segunda Venida es inseparable del reino. La venida de uno implica la venida del otro.
[3] La doble presentación de esta parábola debe estudiarse en Mateo (XXV, 14-30) y en Lucas (XIX, 12-27), pero el «mucho tiempo después» sólo aparece en el primer evangelista. El Señor Jesús debió presentar esta parábola varias veces, con características ligeramente diferentes.
[4] Al decir: «Os digo
que a partir de ahora veréis al Hijo del hombre venir sobre las nubes del
cielo», Jesús se aplicaba a sí mismo la profecía mesiánica de Dan. VII, 13-14,
y el sumo sacerdote, en vez de creer en su palabra, se rasgó las vestiduras y
dijo: «Ha blasfemado».