martes, 11 de octubre de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Segunda Parte, Los Derrumbes para una Restauración (II de IV)

 b) La Destrucción de la Babilonia Mundial 

Con respecto al sueño de la estatua que se destruye, se deben colocar las visiones extraordinarias de los profetas y de Juan en Patmos, sobre la aniquilación de la ciudad más famosa: Babilonia. 

Babilonia –o Babel– fue efectivamente destruida[1], pero lo que los profetas vieron sobrepasa con mucho la ruina de la “gran ciudad” del Éufrates y las visiones del Apocalipsis nos obligan a situar la destrucción de esta Babilonia al fin de los tiempos. 

Es un “misterio”, dice San Juan, un símbolo escondido, la descripción de la mujer sentada sobre la Bestia, que debemos intentar comprender. 

En efecto, la Babilonia del Apocalipsis es como una síntesis de todo lo que debe desaparecer a la Vuelta de Cristo. 

Babilonia está asociada con la vida política, social, diplomática y religiosa. 

La “mujer” montada sobre la Bestia es una especie de monstruo moral, bajo un admirable atavío. 

Es una impúdica, una adúltera, una abominable. Se une al mundo sin Dios, a toda suerte de compromisos, a la irreligión o a la falsa religión, a los “mercaderes” y a “los habitantes de la tierra”, a las democracias y a las dictaduras. 

Toda la impureza, en el sentido de mezcla, compromiso, está concentrada en el “misterio”, en el “mundo” por el cual Jesús no quiso rezar. 

Ahora bien, todos –incluso los devotos– los que son “del mundo”, forman parte de la Babilonia mundial. Sólo están separados de ella los “niños” en el sentido espiritual de la palabra, pues “de tales como éstos es el Reino de Dios” (Mc. X, 14). 

A partir de ahora, podemos entender mejor que Cristo no podía tener su Reino de este monstruo híbrido, el mundo. 

“Mi Reino no es de este mundo”. ¡Felizmente no tendrá su origen en él! El “Reino de los cielos” vendrá del cielo. Cristo lo recibirá de su Padre.

 Pero, por el contrario, el reino de Satanás es ciertamente del mundo. El príncipe de este mundo es su jefe. Nosotros, los cristianos, no pactemos con él, no sólo en las grandes cosas, sino tampoco en las pequeñas, pues todo compromiso de nuestra parte es un obstáculo a la venida del único Rey, del único Señor, de Aquel a quien esperamos. 

He aquí que Juan nos transporta, con él, a Patmos. Uno de los siete ángeles, que tenía las siete Copas de una visión precedente, lo llama: 

“Ven acá; te mostraré el juicio de la ramera grande, la que está sentada sobre muchas aguas;

Con la que han fornicado los reyes de la tierra, embriagándose los moradores de la tierra con el vino de su prostitución.

Y me llevó a un desierto en espíritu; y vi a una mujer sentada sobre una Bestia purpúrea, repleta de nombres de blasfemias, que tenía siete cabezas y diez cuernos.

La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y cubierta de oro y piedras preciosas y perlas”. 

¡Qué contraste con la Iglesia vestida solamente con lino fino, que son “las obras justas de los santos”! 

“Y llevaba en su mano (por una parte) un cáliz de oro lleno de abominaciones y (por otra) las inmundicias de su fornicación.

Escrito sobre su frente tenía un nombre, un misterio: “Babilonia la grande, la madre de los fornicarios y de las abominaciones de la tierra”[2].

La mujer está ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús” (Apoc. XVII, 1-6).

 Este primer aspecto de Babilonia está relacionado con la apostasía religiosa, que alcanzará su paroxismo bajo la influencia del Anticristo.

Es muy significativo que Jeremías, al anunciar la ruina de Babilonia, comienza por la destrucción de los ídolos: 

Tomada ha sido Babilonia; avergonzado está Bel y abatido Merodac. Sus simulacros están cubiertos de ignominia, sus ídolos tiemblan de terror” (Jer. L, 2). 

El segundo aspecto de la gran Ramera está relacionado con los jefes militares y los reyes. Las siete montañas, sobre las que está sentada, son siete reyes: 

“Y los diez cuernos son diez reyes que aún no han recibido reino, mas con la Bestia recibirán potestad como reyes por espacio de una hora” (Apoc. XVII, 12). 

Estos reyezuelos y los otros siete de los que forma parte el Anticristo, se congregan para la última guerra. 

“Estos guerrearan con el Cordero, y el Cordero los vencerá, porque es Señor de señores y Rey de reyes” (Apoc. XVII, 14). 

El tercer aspecto de la gran Ramera es su unión con las demagogias, las democracias –llamadas cristianas–, las dictaduras populares. 

“Las aguas que viste, sobre las cuales tiene su sede la ramera, son pueblos y muchedumbres y naciones y lenguas” (Apoc. XVII, 15). 

El cuarto aspecto de Babilonia es su unión con “los habitantes de la tierra”, los mercaderes, los traficantes del mar, el mundo de la banca, del comercio, de la industria. La riqueza de Babilonia los embriagó a todos; se saciaron con su opulencia, se enriquecieron con sus injusticias. Llorarán sobre ella cuando desaparezca. 

La nueva “torre de Babel” se va a derrumbar “en una hora” y con ella naufragarán las doctrinas de demonios y todas las formas de compromisos eclesiásticos, políticos y comerciales. 

Junto con ella serán destruidos “los jefes militares”, cuyas carnes devorarán las aves del cielo (Apoc. XIX, 18). 

Junto con ella desaparecerán los movimientos populares, la política de compromiso, las reivindicaciones de las masas, en un odio siempre creciente. 

Junto con ella se derrumbarán los bancos, los “trusts”, las industrias de guerra, el comercio y toda la ciencia moderna que nos condujo a la era atómica. 

“Todo hombre se vuelve necio por su ciencia”, decía Jeremías, a propósito de la ruina de Babilonia. ¡Qué clarividencia! (Jer. LI, 17). 

Ni siquiera subsistirá el artesano. “No volverá a hallarse en ti artífice de arte alguna, ni se escuchará más en ti ruido de molino” (Apoc. XVIII, 22). ¡La desolación será total, el dolor inmenso! 

El vidente de Patmos, que contempla semejante dolor –según el parecer humano–, semejante destrucción de lo que hizo la falsa alegría, la gloria ficticia, el poder engañoso del mundo desde hace siglos, pasa a una página de un esplendor admirable, que sólo puede escribir un profeta que ha oído al Espíritu Santo. 

“Después de esto vi cómo bajaba del cielo otro ángel que tenía gran poder, y con su gloria se iluminó la tierra. Y clamó con gran voz diciendo: “Ha caído, ha caído Babilonia la grande, y ha venido a ser albergue de demonios y refugio de todo espíritu inmundo y refugio de toda ave impura y aborrecible. Porque del vino de su furiosa fornicación bebieron todas las naciones; con ella fornicaron los reyes de la tierra y con el poder de su lujo se enriquecieron los mercaderes de la tierra”. 

Oí otra voz venida del cielo que decía: “Salid de ella, pueblo mío, para no ser solidario de sus pecados y no participar en sus plagas; pues sus pecados se han acumulado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus iniquidades, pagadle como ella ha pagado; retribuidle el doble conforme a sus obras; en la copa que mezcló, mezcladle doblado. Cuanto se glorificó a sí misma y vivió en lujo, otro tanto dadle de tormento y de luto, porque ella dice en su corazón: “Como reina estoy sentada y no soy viuda y jamás veré duelo”. Por tanto, en un solo día vendrán sus plagas: muerte y luto y hambre: y será abrasada en fuego, porque fuerte Señor es el Dios que la ha juzgado”. 

Al ver el humo de su incendio llorarán y se lamentarán sobre ella los reyes de la tierra, que con ella vivieron en la fornicación y en el lujo. Manteniéndose lejos por miedo al tormento de ella, dirán: “¡Ay, ay de la ciudad grande de Babilonia, la ciudad poderosa, porque en una sola hora vino tu juicio!”. 

También los traficantes de la tierra lloran y hacen luto sobre ella, porque nadie compra más sus cargamentos: cargamentos de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de fino lino, de púrpura, de seda y de escarlata, y toda clase de madera olorosa, toda suerte de objetos de marfil y todo utensilio de madera preciosísima, de bronce, de hierro y de mármol; y canela, especies aromáticas, perfumes, mirra, incienso, vino y aceite, flor de harina y trigo, vacas y ovejas, caballos y carruajes, cuerpos y almas de hombres. Los frutos que eran el deleite de tu alma se han apartado de ti, todas las cosas delicadas y espléndidas se acabaron para ti, y no serán halladas jamás. 

Los mercaderes de estas cosas, que se enriquecieron a costa de ella, se pondrán a lo lejos, por miedo a su tormento, llorando y lamentándose, y dirán: “¡Ay, ay de la ciudad grande, que se vestía de finísimo lino, de púrpura y de escarlata, y se adornaba de oro, de pedrería y perlas; porque en una sola hora fue devastada tanta riqueza!”. 

Y todo piloto, y todos los que navegan de cabotaje, los marineros y cuantos explotan el mar se detuvieron lejos, y al ver el humo de su incendio dieron voces, diciendo: “¿Quién como esta ciudad tan grande?”. Y arrojaron polvo sobre sus cabezas y gritaron, y llorando y lamentándose, dijeron: “¡Ay, ay de la ciudad grande, en la cual por su opulencia se enriquecieron todos los poseedores de naves en el mar! porque en una sola hora fue desolada”. 

¡Alégrate sobre ella, oh cielo, y vosotros, los santos y los apóstoles y los profetas, pues juzgándola Dios os ha vengado de ella!” (Apoc. XVIII, 1-20). 

“Después de esto oí en el cielo como una gran voz de copiosa multitud, que decía: “¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios; porque fieles y justos son sus juicios, pues Él ha juzgado a la gran ramera, que corrompía la tierra por su prostitución, y ha vengado sobre ella la sangre de sus siervos”. 

Y por segunda vez dijeron: “¡Aleluya! Y el humo de ella sube por los siglos de los siglos”. 

Y se postraron los veinticuatro ancianos, y los cuatro vivientes, y adoraron al Dios sentado en el trono, diciendo: “Amén. ¡Aleluya!”. 

Y salió del trono una voz que decía: “¡Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, y los que le teméis, pequeños y grandes!”. 

Y oí una voz como de gran muchedumbre, y como estruendo de muchas aguas, y como estampido de fuertes truenos, que decía: “¡Aleluya! porque el Señor nuestro Dios, el Todopoderoso, ha establecido el reinado” (Apoc. XIX, 1-6). 

A esta descripción impactante, donde a las noticias del derrumbe de la Babilonia terrestre se mezclan los fulgurantes “Aleluya” celestiales, la proclamación del Reino de Cristo y la radiante alegría de los que supieron vivir fuera de los compromisos del mundo, habría que agregar otras dos visiones proféticas sobre la destrucción de Babilonia de Isaías y Jeremías, y la ruina de Tiro de Ezequiel. 

De hecho, ambas ciudades –Babilonia y Tiro– representan, una la idolatría y el poderío militar y la otra el dominio comercial e industrial. 

Forman un todo del cual San Juan contempló, en Patmos, la síntesis; pero lo que es extremadamente característico en las incomparables páginas de Isaías y Ezequiel es que la destrucción de las ciudades es seguida por la ruina de su rey. 

Ahora bien, las descripciones del poder del rey de Babilonia o Tiro sobrepasan de tal manera a lo que corresponde a una autoridad humana, que ninguna duda es posible. Los profetas han visto a Satanás y a aquel a quien anima durante un tiempo –el Anticristo– escondidos detrás de los reyes de Babilonia y Tiro (Is. cap. XIV y Ez. cap. XXVI-XXVIII)[3]. 

Por último, la ruina de Babilonia, y no puede ser casualidad, está unida a la del Anticristo rey que es, en grado supremo, el adversario del Rey de reyes.



 [1] Nota del Blog: Straubinger en sus comentarios repite una y otra vez que Babilonia nunca fue destruida sino simplemente tomada por sus enemigos, y de hecho siguió siendo capital o ciudad principal en los diversos imperios. 

[2] La copa de los veinticuatro ancianos está, por el contrario, llena de perfumes que son “las oraciones de los Santos” (Apoc. V, 8). 

[3] La exégesis cristiana atribuyó generalmente a Satanás estos textos de Isaías y Ezequiel.