Si
el Apóstol cerrase la sección en XI, 10 ninguna dificultad seria podría
abrigarse sobre su mente: el Israel κατὰ σάρκα (según la carne) continuador del Israel escogido en los Patriarcas,
es el residuo admitido al Evangelio. Pero al fragmento XI, 1-10 siguen otros
dos: el 11-24 y el 25-32 que despiertan no leves reparos sobre esa
interpretación. En los fragmentos 11-24 y 25-32 se nos dice que los judíos,
aunque excluidos al presente del Evangelio, han de ser incorporados a él más
adelante, cuando la plenitud de los gentiles haya entrado en la Iglesia porque:
“si bien odiosos (ἐχθροὶ) a Dios ahora, en gracia de la predicación del
Evangelio entre los gentiles” son, al mismo tiempo, objeto de la predilección
divina (ἀγαπητοὶ) por razón de los Patriarcas”. Y no contento el Apóstol
con esas insinuaciones, aduce en su apoyo este axioma: “¡los favores divinos
son irrevocables!”, es decir, una vez hecha en los Patriarcas la elección de
su posteridad en la cual están también incluidos los judíos de nuestros días,
este pueblo sigue disfrutando del beneficio de aquella elección. ¿Cuál
es el pensamiento del Apóstol en tales expresiones? ¿Quiénes son esos judíos
odiosos a Dios y, al mismo tiempo, sus predilectos como posteridad de Israel
escogida en los Patriarcas? ¿Son el pueblo judío en su conjunto pero que, por
estar distribuido en dos grupos, los admitidos al Evangelio y los desechados de
él, puede simultáneamente representar, en los primeros, al Israel predilecto o,
en el segundo un Israel “odioso” a Dios? ¿O son en ambos miembros los judíos
excluidos? Si lo primero, ¿qué enseñanza nueva añade XI, 11-32 sobre lo que ya
sabemos por IX, 6-XI, 10? Si lo segundo, ¿cómo “aquellos mismos” que son
odiosos a Dios pueden ser simultáneamente sus predilectos? Es indudable, y no
puede negarse por ser evidente, que S. Pablo no los propone como “odiosos” y “predilectos”
bajo el mismo punto de vista y por el mismo título, sino por diversos, “la fe”
es decir, el haberla rechazado, y “las promesas a los Patriarcas”; ¿pero pueden
estos títulos, aunque distintos, producir en el mismo sujeto y simultáneamente
posiciones contradictorias y que en XI, 1-8 eran declaradas inconciliables?
¿O habremos de conceder al Prof. Harnack que es exacto su juicio sobre el
Apóstol cuando le atribuye la contradicción de conceder en el cap. XI al
mosaísmo, aun después del advenimiento de Cristo y el Evangelio, los mismos
derechos que a éste, echando así por tierra el principio universalista de sola
la fe? ¿Reconocerá S. pablo en el mosaísmo una institución divina en su origen
y que por tanto puede y debe subsistir con el Evangelio?[1].
Empecemos por reconocer que
en efecto XI, 11-32 trata ya sólo de los judíos “excluidos del Evangelio”. La sección es lo que podríamos llamar una “subsumpta”
en la que S. Pablo después de haber proclamado en alta voz y demostrado
repetidas veces la “defección del pueblo judío” (IX, 22; X, 19-21; XI, 7-10),
se propone explicar su alcance y el de todo cuanto, como consecuencia de ella,
lleva dicho contra ese pueblo; es decir, que mientras “el residuo” fué llamado
a la participación de las promesas, ellos “fueron endurecidos” (XI, 7);
mientras “el residuo es el representante de hecho y derecho del Israel
escogido”, ellos “quedan excluidos de esa representación” (XI, 1-10). Pero al
leer esa pretendida explicación, ¿no estaremos más bien en presencia de un
contraste irreducible en las ideas del Apóstol, el cual, en XI, 11-32 venga a
deshacer y echar por tierra lo establecido en 11, 1-10? Vamos a verlo.
Aludiendo a IX, 32 S. Pablo
empieza distinguiendo entre “tropiezo” (ἔπταισαν) y “caída” (πέσωσιν);
concediendo el primero y negando la segunda en el Israel excluido del Evangelio. No deja de sorprender a primera vista una distinción
tan curiosa: ¿no han incurrido en una verdadera “caída” los judíos que han
rechazado a Jesucristo? Pero veamos qué entiende S. Pablo aquí por tropiezo y
qué por caída. Es indudable que por “tropiezo” entiende lo mismo que en IX, 32-33,
es decir, la defección en la fe del Mesías. Resta examinar si en concepto
del Apóstol ese tropiezo puede o no ser también llamado caída. Puesto que el
Apóstol ve significado y predicho ese tropiezo en Is. XXVIII, 16 a quien cita,
no puede entender el tropiezo sino en el sentido en que lo entiende el Profeta.
Es verdad que Isaías al “tropiezo” ve unida la “caída”, pero S. Pablo da a
ésta otro significado; en su
“tropiezo” comprende el “tropiezo y caída” del Profeta; pero por su “caída” entiende la “absolutamente
irreparable” que no concede en el pueblo como tal: aunque hoy infiel, un día ha
de levantarse y agregarse al Evangelio. Dígase otro tanto de la “predilección”
de que los judíos incrédulos son objeto, y cuyo valor preciso se descubre con
entera evidencia en el fragmento 29-32. Después de una digresión parenética
en 13-24 S. Pablo reanuda en el v. 25 el hilo de sus altísimas enseñanzas
interrumpido en el v. 12 para descubrir el “misterio” de la economía divina en
la vocación de judíos y gentiles. Cumplido el ingreso de “la plenitud de las
gentes” en la Iglesia, los judíos en masa (πᾶς Ἰσραὴλ) se convertirán, porque
si bien “odiosos” (a Dios) en gracia de la conversión de los gentiles y
mientras esta dura, son sin embargo al mismo tiempo “sus predilectos” a causa
de la elección de Israel hecha en los Patriarcas. La “odiosidad”[2] de
los judíos con respecto a Dios ya sabemos en qué consiste: consiste en que,
si bien no les niega la predicación con la gracia suficiente para creer y aun a
muchos individuos la vocación eficaz (cfr. XI, 12-15), no tiene a bien conceder
a la colectividad aquel raudal que les concederá más adelante, y que concede al
mundo y a las naciones de tiempo en tiempo. ¿Y su simultánea “amabilidad” ante
Dios en atención a la elección de Israel en los Patriarcas a que se reduce?
Desde luego para ser compatible con la “odiosidad”, no puede ser sino muy
relativa y restringida: y en efecto, consiste en que les tiene reservada para
un porvenir, seguramente no cercano, aquella gracia extraordinaria que hemos
dicho: como al fin son posteridad de los Patriarcas en cuyas personas y descendencia
se escogió un tiempo el “Israel” que jamás ha desechado, esa afinidad hace les
conserve una afección especial que no contenta con los dones indispensables, se
manifestará a su tiempo en paternales efusiones mucho más amplias.
¿Pero
quiere decir esto que en la concepción de S. Pablo los judíos excluidos de la
Iglesia continúan siendo “representantes del Israel escogido”, como sus
hermanos los que fueron llamados a la fe, o que la “predilección” de que son
objeto sea igual a la profesada y demostrada a los “escogidos el Evangelio”? ¡De
ningún modo! Ni el axioma invocado por el Apóstol en comprobación: “los favores
de Dios son irrevocables” quiere decir que el favor de la elección en el tronco
patriarcal se actúe de presente en la masa excluida como se actúa en los
agraciados con la vocación al Evangelio (XI, 1.2.5.7); no es ese ni remotamente
el pensamiento del Apóstol: y para verlo con evidencia basta leer la prueba de
hecho que en confirmación del axioma enunciado en el v. 29 se agrega en 30-32.
En ésta prueba la situación actual de los judíos excluidos del Evangelio y la
benevolencia de Dios para con ellos se compara con la situación de los gentiles
antes del Evangelio y con el afecto que Dios conservaba hacia ellos, en cuya
virtud los llamó más tarde en grandes masas a la fe.
El paralelo establecido por
el Apóstol entre gentiles y judíos en el período que precede a su vocación en
masa, nos pone en la mano la clave para reconocer el valor preciso que da tanto
a los conceptos de “tropiezo” y “caída”, como a la expresión “predilectos en
atención a las promesas hechas a los Patriarcas”. Según ese paralelo y la
conclusión que de él infiere el Apóstol en el v. 32, Dios al principio del
mundo, y en su repoblación después del diluvio, comunicó a la humanidad el
tesoro de la verdad religiosa, haciendo del género humano su raza escogida.
Cuando más tarde la humanidad en masa prevaricó, Dios se escogió el pueblo de
Israel renovando con él los pactos primitivos que fueron ampliados con nuevas
revelaciones, mientras el gentilismo casi en su totalidad quedaba sumergido en
el error y la corrupción. No obstante, Dios no se olvidaba de la humanidad
pagana: descubría en ella la continuación de una raza en otro tiempo su
escogida y no podía menos de sentir hacia ella una secreta afección que más
adelante, con el advenimiento del Evangelio, había de manifestarse en su
vocación en masa a la fe cristiana. Pues bien; ese procedimiento seguido con la
humanidad en el paganismo, tendrá su aplicación en los judíos. Aunque al
presente han desertado en masa, y como desertores son odiosos a Dios, éste sin
embargo no puede olvidar que son la posteridad natural de aquel pueblo escogido
en los Patriarcas: por eso se siente atraído hacia ellos por una cierta predilección
que a su tiempo se traducirá en raudales de gracia que derramada sobre la
colectividad como tal, la atraerá en masa al Evangelio. En consecuencia, la
exclusión actual de Israel del Evangelio no es irrevocable y definitiva, es “un
tropiezo” y no “una caída”. Israel está alejado de
Dios, pero no de tal suerte que del corazón de éste haya desaparecido todo vínculo
de afección al que fué su pueblo.
Esto
sentado, no es difícil palpar la diferencia entre “la predilección” divina de
que son objeto los escogidos al Evangelio, y la que conservan ante Dios los
excluidos. Esta última es compatible con la “odiosidad”, la primera no. Alguien
quizá pondrá en duda la base de nuestro razonamiento que es “el paralelismo”
entre la gentilidad y el pueblo de Israel; pero ese paralelismo está claramente
expresado por el Apóstol en 30-32. Para probar su aserto de que Israel, aunque
excluido del Evangelio, tiene en su favor la predilección divina, S. Pablo
alega por razón la “irrevocabilidad de las resoluciones divinas” y como
testimonio histórico de esa irrevocabilidad y de su aplicación práctica a los
judíos en lo futuro, presenta el hecho de su aplicación a los gentiles. Dios,
dice, hará a los judíos el beneficio que dije, como lo ha hecho a los gentiles. La prueba presentada por el
Apóstol carece de base si no se supone el paralelismo expuesto entre gentiles y
judíos; si durante el período entre Abrahán y Jesucristo no se sentía atraído
Dios hacia el gentilismo por una secreta afección que le condujera a llamarlos
en masa al tiempo de la venida de Cristo, no se ve cómo de la sucesión y
tránsito desde la “incredulidad” a la “gracia” en el gentilismo, haya de concluirse
una sucesión parecida en los judíos que sea testimonio de la irrevocabilidad de
los favores divinos y de la consiguiente benevolencia con que estos son mirados
actualmente por Dios.
Seguramente
no puede decirse que esa afección benévola de Dios hacia el gentilismo aun
durante el período de su defección sea ajena a la concepción religiosa del
Apóstol, por el contrario, la vemos manifestarse con frecuencia cuando
desenvuelve el plan divino sobre la salvación del mundo. Cuando en el cap. III,
expuesta la economía de la justificación por la fe según los fundamentos de la
Escritura, quiere confirmarla con una razón accesible y obvia, presenta esta:
“¿Dios
es por ventura tal para solos los judíos? ¿No lo es igualmente para los
gentiles? ¡Seguramente lo es también para éstos!”.
La fuerza de este argumento
no está en que sólo desde el advenimiento de Cristo haya empezado Dios a
sentirse Dios de los gentiles, es decir, a experimentar hacia ellos una afección
que le haya hecho establecer una economía de salud accesible a ellos lo mismo
que a los judíos: S. Pablo habla, como lo prueban sus expresiones, en sentido
absoluto; el sentimiento paternal que le ha movido, existía en Dios igualmente antes
del Evangelio. Ni se sigue de aquí o
que en tal caso debió haber venido el Salvador muchos siglos antes; o que
durante el Antiguo Testamento no tuviera y mostrara especialísima predilección
a los judíos: el dicho del Salmo: “non fecit taliter omni nationi” es rigurosamente
verdadero, y en la primera parte de este trabajo hemos visto las radicales
diferencias que el mismo S. Pablo señala en ese tiempo entre gentiles y judíos.
Si de la afección de Dios hacia los gentiles en ese tiempo se siguieran tales
consecuencias, las mismas deberían seguirse de la “predilección” que el Apóstol
afirma existir de presente en Dios hacia el judaísmo incrédulo; de ella se inferiría
que tampoco debería esperar tantos siglos para aquella efusión de gracia que en
virtud de esa predilección presente está reservada al pueblo judío; o que no
muestra Dios en el Evangelio mayor predilección a los gentiles que a los
judíos. Debe tenerse presente que no se trata de una gracia común o que, aunque
de orden superior, haya de concederse a individuos: se trata de un favor muy
extraordinario y que ha de dispensarse a la colectividad del pueblo judío como
tal. Aunque el afecto benévolo de Dios existe siempre, y le lleva a
conceder constantemente a todos los hombres aquellos beneficios de su bondad
que son necesarios para la salud y suficientes a labrarla si el hombre hace
razonablemente de su parte lo que está en su mano, no siempre tiene ni puede
tener efusiones como la creación y revelación primitiva, la revelación mosaica,
el Evangelio y otras análogas. Estas efusiones están sometidas al orden
impuesto por la justicia, la santidad de Dios y la naturaleza del hombre etc.
que muchas veces harían o inútiles o perjudiciales o imprudentemente pródigas
tales efusiones.
Tampoco
es contrario aquel paralelismo a la concepción general de la economía religiosa
cual aparece en el conjunto de la Escritura, sino muy conforme a ella. La
promesa más grandiosa de la salud y donde bajo más elevados atributos aparece
el Restaurador del mundo, es el Protoevangelio; porque allí el “Vástago de la
mujer” aparece bajo la característica de “Triunfador del demonio y de su obra” ¿y
a quién se hace esta promesa? ¡No a Abrahán, sino a nuestros primeros padres y
a su posteridad que son todos los hombres! Si después la promesa, sin
revocarse, porque “semilla humana” es también la posteridad patriarcal, se
restringe a Israel, es porque la humanidad claudica. ¡Pero obsérvese la
afección que Dios muestra, aun después de esta primera segregación, a Abimelec
y sobre todo a Melquisedec y a Job! ¿Por qué? Porque son representación fiel de
la raza escogida en los albores del mundo. Es claro que también al conjunto de
ella, aunque ingrata e infiel continuaba conservando afecto benévolo, como lo
mostró haciendo a los grandes imperios de la antigüedad, participantes de la
revelación mosaica por Jonás, Daniel, Mardoqueo etc.
No
queremos tampoco decir que el “grado” de aproximación a la divinidad mediante
esas comunicaciones fuera el mismo en la humanidad primitiva que en el pueblo
de Israel; esa igualdad no es necesaria para que el paralelo subsista. Por lo
demás, no es fácil determinar hasta qué punto llegó la intimidad: la historia
bíblica sólo nos ha conservado de aquellas edades una reseña histórica extremamente
sumaria, pero la raza de los “hijos de Dios” y Noé pueden muy bien figurar al
lado de Abrahán y los mejores de su estirpe.
[1] Neue Unters, p. 35-37.
[2] Téngase
siempre presente que en 1º lugar el lenguaje de S. Pablo tiene mucho de
oratorio en sus formas; pero, sobre todo, que de continuo tiene presente el
lenguaje del Antiguo Testamento especialmente de los Profetas y le rebosa como
sin darse cuenta: S. Pablo indudablemente alude a Mal. III, 1.