Nota del
Blog: Contra lo dicho aquí
se podrá argumentar esto o aquello, pero lo cierto es que los
argumentos, lo único, en definitiva, que importa, subsisten.
Extracto de una carta de Léon Bloy a su amigo Ernest Hello.
Citado por J. Bollery, Léon
Bloy, essai de Biographie, vol. 1, pag. 434-5.
***
18 de agosto de 1880
“Estimadísimo
amigo:
Deberíamos
escribirnos mucho y no nos escribimos. Ignoro por qué. Sin embargo, si alguna
vez hubo dos hombres hechos para entenderse, me parece que somos esos dos
hombres.
Tenemos
el mismo deseo único, una impaciencia casi igual y estamos indignados por las
mismas injusticias. Ambos esperamos la gran Epifanía del Espíritu Santo con
esta diferencia: mientras vuestra impaciencia no recae sino sobre alguna
manifestación inaudita de la justicia o de la Belleza divina por la
intervención directa de algún gran Santo investido del más irresistible poder, mi
impaciencia recae sobre la persona de Nuestro Señor, Dios y hombre, del cual
espero la venida como ejecución de la promesa que hizo a sus apóstoles antes de
sufrir, al asegurarles que no los dejaría huérfanos (Jn. XIV, 18).
No
me está prohibido comunicarte esta parte de mi secreto que, en muy poco tiempo,
espero, ya no será un secreto para nadie. Esta venida gloriosa del Señor,
como la del patriarca Enoc, como nos lo enseña san Judas, tan frecuentemente
anunciada por san Pablo, y predicha menos explícitamente por David y todos los
profetas sin excepción, es entendida generalmente de un juicio universal y
definitivo que sería la señal de la destrucción del Universo. Esta
interpretación que ya no deja el menor lugar a un reino terrestre de
Jesucristo, tan claramente indicado en el Apocalipsis y que excluye todo
cumplimiento de esta renovación del Espíritu Santo buscada por el Rey profeta,
me parece tan monstruosa que no veo cómo sería posible atentar más directamente
a la gloria de Dios y de tachar más completamente sus promesas.
Veinticinco
años después de Pentecostés san Pablo decía a los Romanos que no estamos salvados sino en esperanza
(VIII, 24), es decir, en Jesucristo, no habiendo recibido más que las primicias del Espíritu y esperando la redención de nuestro cuerpo (VIII,
23). ¿Hubiera podido hablar así si realmente todo estuviera cumplido después
del Calvario y si no debiéramos esperar, como lo señala en otros cincuenta
pasajes, la salvación en el Amor y por el
Amor?
Ante
san Pablo, que espera la Redención ¿quién osaría decir que la Redención está
cumplida? ¿Y por qué el Espíritu Santo está
intercediendo Él mismo por nosotros con gemidos que son inexpresables (VIII,
26) si estuviéramos en posesión de todos los bienes sobrenaturales? Pronto
conoceremos la enormidad del perjuicio causado al Señor por la ausencia total
de deseo en la mayor parte de los pastores de su rebaño, y ciertamente sabremos
lo que significa esta lamentación de Dios en Isaías: tus intérpretes prevaricaron contra mí (XLIII, 27).
Los miserables charlatanes
que nos instruyen toman al Espíritu Santo por un cronista y piensan que es únicamente por la exactitud
histórica que la grandiosa Blasfemia de Israel nos ha sido conservada por Él en
el recitado de la Pasión: A otros salvó,
a sí mismo no puede salvarse (Mt. XXVII, 42). En cuanto a mí, creo que
con esta Palabra sucede lo mismo que con las demás Palabras de la Escritura que
se deben cumplir hasta la iota y el punto. Pienso que nuestra Esperanza está
siempre crucificada y que su Libertador está siempre por venir, hasta la venida
del Amor. Entonces Jesús descenderá de su Cruz y todos lo verán y creerán en Él (Mc. XIII, 26).
Es
preciso que Jesús ponga de nuevo sus pies sobre la tierra y espero este
suceso del que sé que debemos ser los testigos y que llenará de
estupefacción y espanto a quienes deberían pronosticarlo y desearlo, aquellos
que se apacientan a sí mismos en lugar de apacentar el rebaño del Señor,
siendo esos simulacros de las naciones que tienen boca para no hablar y ojos
para no ver, etc.”.