6. Paz externa y Paz interna.
Tras
el anuncio de la caída de Tiro y Sidón añade el profeta: “y no habrá ya para la
casa de Israel espina que punce, ni aguijón que lacere, entre todos sus circunvecinos
que la desprecian” (Ez. XXVIII, 24). Y dice luego, en una nueva revelación, de
la tranquilidad con que habitarán en su tierra, construyendo casas y plantando
viñas, y acerca de esa tranquilidad el autor comenta: “Vueltos a la patria,
trabajarán tranquilamente en la reconstrucción (cf. Is. LXV, 2; Am. IX, 13:
Miq. VII, 4). Es el primer fruto de la piedad—cuando se confía en Dios—, el que
no se tema, ni se tengan sorpresas desagradables; el auxilio divino nunca
falta” (pág. 223, col. 1º). Como parenesis no está mal, pero estamos en plan
de exégesis seria[1].
Y dista mucho de serlo la exégesis
espiritual alegorista, con su euforia inagotable, a que nos tienen
acostumbrados tantos comentadores.
Con ello se resuelven fácilmente todas las dificultades de sentido. ¿Se resuelven,
he dicho? No, que se palían. Porque si el texto profético me habla
claramente de la paz externa, como
Ezequiel aquí y en otras partes, yo no tengo el derecho de cambiarla por la interna: eso sería un truco. Si nuestra
exégesis ha de ser sincera —y la verdad no necesita de oficiosidades—, hemos de
ser más deferentes con el sagrado texto. Contra la formal protesta del Maestro
(Mt. X, 34, y par.) y la terrible experiencia de la historia, aún se nos quiere
persuadir que Cristo trajo ya el desarme universal, anunciado por Miqueas e
Isaías. Pues ya, basta leer a Esdras, Nehemías y los libros de los Macabeos,
para ver cuán tranquilamente vivieron
y laboraron los israelitas repatriados en la restauración de sus valores
nacionales.
Se
olvida con harta frecuencia que aquella restauración histórica imperfectísima
no era más que el presagio (Zac. III, 8) de la perfecta restauración
escatológica que los profetas contemplaron, como
en una imagen y no como en un
principio a través de la restauración histórica y en la restauración
escatológica se cumplirá la letra del sagrado texto, a tenor de la teoría antioquena,
sin las glosas oficiosas del alegorismo alejandrino, que no deberían traspasar
nunca los límites de la parenesis.
7. El “tsémah” (retoño) de la
dinastía davídica.
Al
final del primer vaticinio contra Egipto, por la ley frecuente del contraste,
el Profeta pasa a anunciar la prosperidad de Israel: En aquel día (mal
“nello stesso tempo”) haré
crecer (hebr. atsmiah, de donde el tsémah)
un cuerno a la casa de
Israel (Ez. XXIX, 21). Alude a la
restauración nacional bajo los auspicios de un caudillo de sangre real,
Zorobabel, en alianza con el Sumo Sacerdote, Jesús, etc., como presagio de una
restauración ulterior más cumplida (Zac. III, 8).
No
me cansaré de repetirlo, pues es la clave para la interpretación de las grandes
promesas messianas del ciclo babilónico. En la perspectiva del Profeta hay
constantemente dos planos de visón, el próximo o también histórico, y el remoto
o escatológico, de los cuales el segundo se divisa a través del primero que es
su imagen. Y así tenemos la Babilonia histórica y la escatológica (= apocalíptica), y la dispersión histórica
y la escatológica (= secular de Os.),
la repatriación y restauración histórica, que ya tuvo lugar, y la escatológica
que se espera (Ecco. XXXVI,
13 ss; Act. I, 6; III, 20 s.; Rom. XI, 26, s.; Ap. VII, 5 ss.; al. pass.).
La distinción de esos dos
planos se va generalizando en exégesis, a tenor de la teoría antioquena, pero a
nuestro juicio hay aquí un manifiesto error de perspectiva, introducido por el
espiritualismo alegorista, consistente en identificar, sin más, el segundo
plano con la institución del cristianismo, poniendo luego no sé qué relación de
principio a término entre la liberación zorobabélica y la cristiana, realidades
de orden diferente.
Es verdad que el
Cristianismo, en el cual ha de formar algún día Israel en masa (Rom. XI, 26) no
puede ser excluido de ese segundo plano, pero su expresión adecuada, no es el
cristianismo en general, como supone aquí y en otras partes el autor, sino el
cristianismo en un momento dado, cuando el primogénito de Dios,
reintegrado políticamente y convertido a la nueva economía, ocupe en ella el
lugar de preferencia, que según el plan divino le corresponde — del judío primeramente, y
también del griego (Rom.
I, 16; II, 9 s. 12; cf. III, 1 ss.)— y que le fue negado sólo temporalmente
(Rom. XI, 25 “donec”…), los dones y la vocación de Dios son
irrevocables (Rom.
XI, 29). La rehabilitación zorobabélica es el espécimen de la realidad futura,
y aquel espécimen con esta realidad son los dos planos constantes de la
perspectiva profética.
Cuando
Israel se convierta, será por derecho propio el centro del reino messiano,
Jerusalén, el centro de Israel; el pabellón de David, el centro de Jerusalén; el
trono real de David, el centro de ese pabellón, y el tsémah, (el mismo caudillo de Os. etc.) el que ocupe el trono de David, su
padre, y en él el Messías, cuyo representante es. Así todos los profetas, cada
vez con más explicitud.
Pero al trono real de
David no hay que confundirlo, como hace el alegorismo espiritualista, con el
trono sacerdotal de Melquisedec. Aquí
la alegoría está de más, pues siendo el Cristo rey y sacerdote (Sal. CIX), y tan
propiamente rey como sacerdote (Pío XI), ha de sentarse a la vez en ambos
tronos, en la persona de sus dos vicarios. Y habrá espíritu de paz entre ambos (Zac. VI, 13). Y
éste (l. ésta) será la paz, y ésta y no otra será la
paz por antonomasia.
8. El Pacto perpetuo con el
nuevo Israel.
En
la introducción a la segunda parte, disertando el autor sobre el pacto del
Sinaí (pág. 246, col. 1º), le apellida implícitamente perpetuo en la llamada
que hace a Ez. XVI, 60, donde explica que será perpetuo desde el momento que vendrá internamente impreso en los
corazones, o como dice aquí, “comenzarán—finalmente—a cumplir las condiciones
del antiguo pacto”, y alega Ez. XI, 14-21; XVI, 50-63 (pacto perpetuo); 20 etc.
No, el pacto perpetuo, al que
aquí y en otras partes se alude, no es el antiguo pacto del Sinaí en cuanto grabado
ahora en el corazón y no simplemente en las tablas de piedra. El pacto del
Sinaí fué siempre esencialmente pasajero y temporal, como pedagogo que conduce
a Cristo (Gal. III, 24) y en Cristo se evacúa (II Cor. III, 14). A diferencia
de la ley del Pentecostés Apostólico, grabada en el corazón del hombre por el
dedo del Espíritu Santo, la ley del Pentecostés Sinaítico fué sólo una
intimación externa, que no vivificaba internamente el corazón (II Cor. III).
Conocida es la doctrina de
San Pablo sobre la esterilidad de la ley mosaica para la justificación, a
diferencia de la ley cristiana. Pudo aquella justificar también, a semejanza de
los sacramentos de la nueva economía, si así le hubiera placido al Señor
instituirla - porque si se hubiera dado una Ley capaz de vivificar, realmente la
justicia procedería de la Ley (Gal. III, 21)-, pero de
hecho no justificó nunca, cualesquiera que
fuesen las disposiciones del sujeto, porque a Dios no le plugo concederle
esa virtud que es y será siempre propia del Espíritu Santo: el Espíritu es el que vivifica (Jn. VI, 64).
La justificación del hombre,
tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento tiene sus raíces en la fe
messiana. Ahora bien, esta fe no estriba en el pacto del Sinaí, sino en la
promesa hecha anteriormente a Abraham y cumplida posteriormente en Cristo (Gal.
III, 18).
El
nuevo Israel no lo es por su vuelta del histórico cautiverio babilónico, ni por
la puesta en marcha de las condiciones del antiguo pacto del Sinaí, sino por el
nuevo espíritu, por la nueva vida, en el nuevo y eterno Testamento de la
economía de gracia, que lejos de implicar observancia más sincera del pacto
sinaítico, lo excluye positivamente (Hebr. VIII, 13), tanto que el nuevo
Israel, ni aun se acordará del arca del antiguo pacto (Jer. III, 16).
El
nuevo Israel no es sino en figura el que
volvió del cautiverio babilónico. Ni es tampoco el pueblo cristiano recogido de
la gentilidad (Rom. XI, 25) sustituto del Israel apóstata y disperso de hace
siglos, sino este mismo pueblo de Israel, cuando después de la dispersión
secular (Os. III; cf. I, 11; al.), vuelva otra vez a su tierra, a su rey y a su
Señor. Entonces sí que será todo nuevo: pueblo, pacto, corazón, espíritu, salvo
la organización externa que será una vuelta de lo antiguo: volverá
el antiguo poderío (Mich.
IV, 8), con el retoño (tsémah) de la
dinastía davídica (Os. I,
11; = Is. IV, 2; XLV, 8; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 14; Ez. XXIX, 21; XXVII, 16
ss.: Zac. III, 8; VI, 12; cf. Ag. II, 24, etc., etc.).
Hay que renunciar de una vez
a ver cumplidas en su realidad concreta las magníficas promesas hechas por los
profetas a ese pueblo, en otra restauración de Israel, que no sea la
escatológica. Entonces finalmente -aquí
sí que está en su puesto el finalmente-
le cumplirá el Señor por su misericordia cuanto le plugo prometer per su bondad. Palabra de Dios, palabra de rey. Nada de
escamoteos, diversivos, ni sordinas.
Júzguese,
por esta exposición, del resumen que el autor hace del contenido de la segunda
parte del libro de Ezequiel:
“Nulla é perduto con la distruzzione del tempio e
di Gerus.; il Signore é in mezzo a loro, e li ricondurrá, in breve volger
d'anni, nella terra degli avi (XI, 16 ss.; XX, 40 ss.). Questi acceni giá cosi
chiari -ma semplici accenni- saranno sviluppati nella seconda parte (cc. XXXII-XLVIII), anzi ne formeranno il tema esclusivo”.
Así
el autor en la página 197, col. 2. Sólo es nuestro el subrayado de “esclusivo”.
[1] Nota del Blog: Imposible no esbozar una sonrisa…