CONCLUSION
"Ahora, pues,
hijitos, permaneced en Él,
para que cuando se manifestare
tengamos confianza y no seamos avergonzados
delante de Él en su Parusía".
I Jn. II, 28
"PONED TODA
VUESTRA ESPERANZA EN LA
GRACIA QUE SE OS TRAERÁ
CUANDO APAREZCA JESUCRISTO"
I Ped. I, 13
"Has de saber
que en los últimos días sobrevendrán tiempos difíciles. Porque los
hombres serán amadores de sí mismos y del dinero, jactanciosos, soberbios,
maldicientes, desobedientes a sus padres, ingratos, impíos, inhumanos,
desleales, calumniadores, incontinentes, despiadados, enemigos de todo lo
bueno, traidores, temerarios, hinchados, amadores de los placeres más que de
Dios. Tendrán ciertamente apariencia de piedad, mas negando lo que es su
fuerza. A esos apártalos de ti” (II Tim. III, 1-5).
¡Cualquiera dice
al leer tan sombría descripción que el Apóstol hablaba de tiempos como los
nuestros! ¡Si, al fin de los tiempos!
Pues bien, nada
elevará una barrera más fuerte contra el amor de nosotros mismos, contra el
amor al oro, la insubordinación, las formas exteriores de una piedad que reniega
de lo que haría su fuerza, que el
desarrollo en nosotros de la esperanza de la vuelta de Cristo.
Debemos volver
toda nuestra esperanza hacia esta gracia que nos será dada el día de la manifestación
de Jesucristo (I Ped. I, 13) para que vivamos desde ahora en paz y alegría del
alma.
Nuestra sociedad sufre de un profundo egoísmo, de una
sed insaciable de dinero y goces materiales y de su falta de sumisión a la ley
de Dios.
¿En dónde está el remedio?
Para aprender a olvidarnos de nosotros mismos se nos
proponen diversos medios. Los métodos ascéticos son numerosos, pero nuestro aborrecible
yo es un monstruo que, como la hidra de Lemá, debe ser extirpado en sus siete
cabezas a la vez. Nada corta más
radicalmente los tentáculos del yo que la espera de la manifestación de Cristo
que puede producirse de un momento a otro. Nada
domina mejor nuestro yo que la lectura de las Santas Escrituras; ellas nos
recuerdan sin cesar los misterios que han de suceder. Un día Ángela de Foligno
oyó una voz que le decía: "La
inteligencia de las Escrituras contiene tales delicias, que el hombre que las
posea olvidaría el mundo… No sólo olvidaría el mundo aquel que goce del gozo
inefable de la inteligencia evangélica, se
olvidaría de sí mismo"[1].
En contacto cuotidiano
con la Biblia y penetrado del deseo vehemente de la venida de su Señor y de la
realización de su Reino, el alma justa, recta y limpia se transformará, sin
darse ni aun cuenta, porque apreciará las cosas humanas y las divinas en su
justo valor.
Medirá las primeras y las colocará en su lugar, es decir muy bajo: para las
segundas las juzgará sin medida y comprenderá su incomparable grandeza.
Al mismo tiempo el alma se olvidará casi de los bienes
de la tierra, de sus riquezas y placeres. Como el lirio de Salomón dejará al
Padre Celestial el cuidado de revestirla de El mismo, adornándola con su esplendor,
porque es Él quien nos santifica del
todo, alma y cuerpo y quien nos conserva, irreprensibles para el advenimiento
del Señor Jesús (I Tes. V, 23).
San Pablo señala
los últimos tiempos marcados por aquellos hombres y mujeres que no tendrán sino
las apariencias de la piedad sin tener la realidad de ella. ¡Apariencias de
piedad! Sí, ritos, obligaciones cultuales cumplidas sin amor, peregrinaciones,
novenas, medallas numerosas llevadas sobre sí, procesiones acompañadas con
mucha música, mucha luz… Todo eso, satisface a la plebe… Pero la verdadera
piedad, aquella que transforma la vida; la verdadera oración, aquella que se
hace en el encierro de la habitación, esa que pedía Jesús: la verdadera
adoración "en espíritu y en verdad" ¿en dónde están? "Los adoradores que piden al Padre"
¿en dónde están?
Nuestras oraciones
son pedidos interesados y las más de las veces murmullos en la aflicción. ¡Simples
exterioridades sin realidad!
Al lado de aquellos que son "amadores de sí
mismos" están los desobedientes. Desobedientes a sus padres, desobedientes
a las leyes civiles, desobedientes a Dios. Y, sin embargo ¡es preciso que su
voluntad se haga aquí en la tierra como en el cielo! Por medio de nuestra sumisión a toda autoridad, apresuramos la venida
del Reino de Dios.
Por fin constatamos que nuestra sociedad está poseída
por un deseo inmenso de gozar y de poseer.
Desde la gran guerra hemos visto multiplicarse los
locales de diversión y podemos actualmente medir la avaricia humana, esa
"avaricia que es idolatría" (Col. III, 5). Asistimos a la búsqueda jamás
satisfecha “¿Aquellos que (…) atesoraban
la plata y el oro en que los hombres ponen su confianza, y en cuya adquisición
jamás acaban de saciarse; aquellos que labraban con tanto afán la plata, de modo
que sus obras eran sin igual?” (Bar. III, 17-18).
Totalmente contraria es la enseñanza de Nuestro Señor
Jesucristo: "Haceos bolsas
que no se envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde el ladón no
llega, y donde la polilla no destruye" (Lc. XII, 33).
Esta búsqueda del dinero, constituye para la masa la
razón de ser de la existencia. Si falta el dinero, el hombre se quita la vida;
la ambición del dinero es el único incentivo de la actividad del hombre.
Qué espantosa
quimera comparada con la esperanza de la cual habla cada página de este libro;
la esperanza de la gloria, de la vuelta y del Reino de Jesús… y de nuestra
gloria asociada a la suya.
Que nuestras últimas líneas sean dedicadas a la
"esperanza viva" (I Ped. I, 13), "a la esperanza
bienaventurada" (Tit. II, 13), a aquella que nos lleva "tras el
velo" (Heb. XVI, 19) en donde está el secreto de lo invisible y de los
misterios celestes.
San Juan Clímaco se expresaba así: "La esperanza es la imagen presente de los
bienes ausentes"[2].
Actualiza en cierto modo por el ardor
del deseo, los misterios del porvenir, como la liturgia actualiza
conmemorándolos cada año, los misterios pasados de la vida de Cristo. La
fuerza del deseo nos arrastra hacia el misterio "tras el velo en donde
sólo puede penetrar la esperanza". Nos hace gustar el sentido de lo
oculto. En ella nuestras almas son arrebatadas por las cosas invisibles[3],
porque de ese modo, encontramos el verdadero sentido de la realidad.
Si hemos sabido mirar las cosas invisibles y no las
cosas visibles, "un peso eterno de gloria" será nuestra medida
superabundante, " porque las que
se ven son temporales, mas las que no se ven, eternas" (II Cor. IV, 18).
La Esperanza que el arte quiere representar es
generalmente la figura de una mujer con las manos tendidas hacia el cielo y sus
pies desprendidos de la tierra; lleva a veces un báculo, el báculo del
peregrino, símbolo de su carrera anhelante hacia el fin supremo, ardiendo en el
deseo de alcanzarlo. También se ha dado a la figura iconográfica de la
esperanza representada bajo los rasgos de una mujer, el ancla, símbolo de aquella
que da seguridad al navío (Heb. VI, 19); lleva a veces trigo, frutas, una colmena,
símbolos "del labrador que espera el precioso fruto de la tierra aguardando con
paciencia hasta que reciba la lluvia de otoño y de primavera" (Sant. V, 7). Así
debemos esperar fortaleciendo nuestros corazones, " porque la Parusía del Señor está cerca" (Sant. V, 8).
Es la paciencia firme que nos sostendrá en nuestra
vida de viajeros, como fué Moisés sostenido en el desierto: "Se sostuvo como
si viera ya al Invisible" (Heb. XI, 27).
La virtud de la esperanza nos permite contemplar ese
invisible, y es ella quien ya nos dice al oído – como el trigo verde canta al
labrador que le mira, la belleza de la próxima cosecha[4]
— los esplendores de la manifestación de Jesús con sus santos; la esperanza nos
dice: "¡Bienaventurado el que espere (…) Tú, empero, marcha hacia tu fin y
descansa, y te levantarás para (recibir)
tu herencia al fin de los días” (Dan. XII, 12-13).
[1] Angela de Foligno: "Le livre des
visions". Trad. Hello, París.
Tralin 1914, "L'Esperance", Pág. 61.
[2] S. Juan Clímaco: "La Escala Santa",
30 grado, 29.
[3] Prefacio de Navidad.
[4] Se ha escogido el color verde como símbolo de
la esperanza porque es el color del trigo en hierba, esperanza de la cosecha.