domingo, 9 de noviembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. XI (XII Parte)

Obras de misericordia.

Podríamos limitarnos a estas rápidas consideraciones sobre el estado religioso y sobre las formas que ha revestido a lo largo de les tiempos al servicio público de la Iglesia y de las almas.
Pero al lado de los ministerios espirituales que los institutos religiosos han desempeñado tan laboriosamente y con tanta utilidad hay otro orden de servicios que los mismos han prestado y que no podemos pasar enteramente en silencio.
Nos referimos a las obras de misericordia que ha realizado por ellos la Iglesia para alivio de la humanidad.
Nada recomienda tanto el Evangelio como el ejercicio de la caridad con el prójimo, mandamiento que todos los cristianos tienen recibido de la boca del Señor.
Ahora bien, como ya hemos indicado antes, por encima de las obras de beneficencia individual apareció desde los comienzos el gran ministerio de la caridad de las Iglesias.
Todos los fieles, asociados por el vínculo mismo de la comunión eclesiástica, concurrían a formar esta unión de todas las fuerzas benéficas del pueblo cristiano.
Las Iglesias eran poderosas sociedades caritativas, incluso las únicas que se conocían entonces; en efecto, con la admirable energía de la vida que las animaba respondían más que suficientemente a todas las aspiraciones generosas de las almas y satisfacían todos los piadosos deseos de asociación para el bien.
De esta manera la caridad se convertía en el mundo en un ministerio público y revestía un carácter jerárquico en el seno de cada Iglesia.
Su dirección estaba confiada al sacerdocio; los clérigos, como jefes y magistrados espirituales de la santa ciudad, estaban a la cabeza de las obras de beneficencia pública. Estaban presididos por el obispo, establecido por su misma dignidad como padre de los pobres[1]. Los diáconos habían sido establecidos desde el comienzo por los apóstoles como ministros principales en este orden de solicitudes (Act. VI, 1-6), y así la entera jerarquía sacerdotal y levítica aparecía revestida del magnífico carácter de dispensadora de las limosnas del pueblo cristiano. Éstas, al pasar por sus manos, adquirían carácter sagrado; se ponían, por así decirlo sobre el altar y del altar se derramaban sobre los infortunios humanos.

Pero esta noble prerrogativa del clero no tenía nada de exclusivo, sino que pedía la colaboración de todas las almas santas.
A los clérigos, y bajo su dirección, se agregaban primeramente en este gran ministerio las vírgenes y las viudas consagradas a Dios e inscritas en el canon de las Iglesias a continuación del clero, aquellas viudas que, según el apóstol, debían «haber lavado los pies de los siervos de Dios» (I Tim V, 10) para merecer el honor de la consagración eclesiástica; luego, en un rango inferior y sin título sagrado, ascetas y laicos devotos que se consagraban al servicio de los pobres y de los enfermos bajo la misma autoridad.
El ejercicio público de la caridad estaba de tal manera unido a todo el orden de las Iglesias y se vinculaba tan inseparablemente a la jerarquía, que la morada del obispo era, dice san Isidoro, por una especie de derecho inherente a su cargo, «el asilo común y el domicilio de los pobres»[2] y las casas eclesiásticas parecían destinadas tanto a éstos como a la habitación de los clérigos.
Esto nos explica cómo con el tiempo una parte de los obispados y de los otros edificios eclesiásticos fue claramente destinada a este servicio. Así se vieron levantarse, como dependencia de las casas episcopales, vastos hospicios junto a las basílicas catedrales. Luego, también los diversos barrios de las ciudades tuvieron sus casas de caridad establecidas en los títulos o en las regiones, dirigidas y servidas por el clero de aquellas circunscripciones.
La Iglesia romana ofrecía el tipo y el modelo de esta útil organización. A la cabeza de ésta había siete diáconos regionarios antepasados de los cardenales diáconos y que, revestidos de tan espléndida dignidad, estaban al mismo tiempo asociados por el sucesor de san Pedro al gobierno de la Iglesia universal y llamados por él al servicio de los pobres. Son conocidas las delicadas solicitudes de los Soberanos Pontífices, de un san Gregorio Magno y de tantas otros que consideraban, y no han cesado de considerar este ministerio como una parte considerable de su cargo episcopal. Después de haber instituido las regiones de los diáconos, fueron poco a poco centralizando su servicio en torno a las basílicas, a las diaconías, y multiplicaron en el seno de la ciudad eterna los establecimientos de caridad.
Las otras Iglesias seguían tan nobles ejemplos. En ellas se veían levantarse vastos edificios destinados a albergar todas las miserias humanas y llamados, según su destino particular, hospitales (nosocomia), albergues (xenodokhia) y orfanotrofios (orphanotrophia)[3]. La caridad de los obispos recibía allí a los enfermos, ejercitaba la hospitalidad, sustentaba a los huérfanos. Aquellos establecimientos eran a veces de tal amplitud y magnificencia que podían compararse a ciudades[4].
Pronto, con el desarrollo de las instituciones parroquiales en los campos, se extendieron por todo el territorio de la cristiandad casas hospitalarias de menor importancia, que eran como otras tantas dependencias inseparables de los títulos eclesiásticos y de las parroquias mismas.
Por poco que se fije la atención en este primer estado de las obras públicas de la caridad cristiana, en el vínculo que unía a este ministerio con la jerarquía de las Iglesias y en el empleo que hallaba en ellas la dedicación de las mujeres consagradas a Dios y de los laicos piadosos, nos daremos fácilmente cuenta de las condiciones que rigieron todo el servicio hospitalario durante los primeros siglos de la Iglesia y hasta la aparición de las órdenes religiosas.
Y en primer lugar no es raro oír cómo los clérigos que poco a poco fueron especialmente vinculados a los hospicios, perteneciendo al orden canónico formaron generalmente en ellos congregaciones o colegios de canónigos regulares hospitalarios. Las vírgenes consagradas a Dios en aquellas casas se convirtieron a su vez en canonesas hospitalarias; finalmente, a un grado inferior, los elementos laicos de este servicio dieron origen a las sociedades de hermanos y de hermanas, servidores laicos, masculinos y femeninos, de los pobres, las más de las veces ligados a tal empleo por los compromisos de la profesión religiosa.
Así, al paso que los más antiguos y más considerables hospicios de las ciudades poseían ordinariamente colegios de canónigos y de canonesas quo celebraban en ellos con dignidad el oficio divino al mismo tiempo que se consagraban al cuidado de los pobres y de los enfermos, los establecimientos menores, particularmente en los poblados y en los campos, estaban servidos casi exclusivamente por hermanos y hermanas que pertenecían a aquel orden de personas a la vez laicas y religiosas de profesión, que se remontaba a la más alta antigüedad.
La institución hospitalaria de las Iglesias así concebida en los orígenes, pasó con el tiempo por las mismas fases y tuvo los mismos desarrollos que los grandes institutos canónicos y monásticos, tal como antes los hemos descrito. La analogía es tan llamativa como natural. Como las grandes abadías tuvieron sus prioratos, también las grandes e ilustres casas hospitalarias tuvieron en los siglos XII y XIII filiales en casas menos importantes y sometidas a su dependencia. A estas casas designaban canónigos y canonesas, hermanos y hermanas, que no cesaban de pertenecer a la misma sociedad religiosa.
Estas filiaciones no tardaron en multiplicarse, y estos comienzos de organización central dieron lugar a vastas corporaciones; y así fueron preparadas y finalmente dadas al mundo las grandes órdenes hospitalarias a la sazón en que nacían las grandes órdenes. Estas órdenes hospitalarias se vincularon naturalmente casi en su totalidad a las instituciones más antiguas de los canónigos y de los hermanos hospitalarios; y como en aquella época los servicios caritativos que respondían a necesidades especiales se distinguían entre sí por su objeto, se vio a aquellas nuevas sociedades aplicarse en el vasto campo de la caridad, a alguna tarea determinada, desde el servicio militar para la protección de los peregrinos, la custodia de los Santos Lugares o la defensa de las fronteras cristianas, hasta el cuidado de ciertas enfermedades contagiosas, como la lepra.
Así un hospicio fe la cuna, el centro y consiguientemente la cabeza de orden de aquellas grandes sociedades, y la simple afiliación hospitalaria, al adquirir estos inmensos desarrollos, dio origen a aquellas poderosas corporaciones que cubrieron a Europa con sus encomiendas y la dividieron en regiones llamadas lenguas o naciones.
La orden hospitalaria de los canónigos y canonesas del Espíritu Santo salió de las filiales del hospicio del Espíritu Santo de Roma; la orden de los canónigos de Saint-Antoine, de un hospicio del Viennois francés.
La orden militar y hospitalaria de San Juan de Jerusalén, que vino a ser tan célebre, la primera y más ilustre de las órdenes de caballería, nació de un humilde hospicio establecido por los cruzados en Jerusalén.
Lo mismo se diga de la orden Teutónica y de la orden de san  Lázaro. Y si la orden del Temple y las otras órdenes de caballeros que se vincularon al instituto cisterciense por un lazo de afiliación y de dependencia parecen haber tenido otro origen y tomaron desde el comienzo su forma especial y exclusivamente militar, sin embargo, prepararon el camino a las grandes familias de los terciarios que primeramente aparecieron con el carácter de piadosas milicias, y que a su vez se entregaron en gran proporción a las obras de misericordia.
Sin embargo, el espectáculo nuevo de las grandes órdenes religiosas que llenaban el mundo con sus servicios debilitaba, poco a poco, en el seno de los institutos de caridad el recuerdo y la noción de la antigua afiliación hospitalaria para sustituirla por la organización absolutamente centralizada de estas grandes corporaciones.
Entonces se vio nacer, bajo una forma análoga a la de las órdenes mendicantes y formadas en su escuela, a la orden de la Merced, precedida en este camino por la de los Trinitarios, para la redención de los cautivos.
Luego, a su vez, la institución de los clérigos regulares tuvo también sus congregaciones caritativas en los clérigos ministros de los enfermos, en la orden de Somasca y en los clérigos de las Escuelas Pías.
Así llegamos a los tiempos modernos y asistimos a esa admirable expansión de innumerables institutos de hombres y de mujeres, constituidos en otros tantos cuerpos independientes, en su existencia, de la jerarquía local de las Iglesias y que abarcan al mundo entero en la vasta red de sus buenas obras.
Por ellos la educación cristiana y el alivio de todas las miserias reviste el carácter y la forma de esas organizaciones centrales para el servicio de la Iglesia universal, cuyo primer tipo se manifestó en las órdenes religiosas.



[1] Didascalia de los apóstoles, c. 19, n. 3: «Es, pues, preciso que todos los fieles sirvan cuidadosamente y ayuden con sus bienes, por intermedio de los obispos, a los que dan testimonio». Cf. Constituciones apostólicas, l. 5, c. 1; PG 1, 830. San Justino, Apología I, 67; PG 6, 430: «Lo que se recoge (de los donativos de los fieles) se pone en manos del presidente, el cual asiste a los huérfanos, a las viudas, a los enfermos, a los indigentes, a los encarcelados, a los huéspedes forasteros, en una palabra, socorre a todos los que se hallan en necesidad».

[2] San Isidoro, De los oficios eclesiásticos, l. 2, c. 5, n. 18.19; Pl. 83, 786.

[3] Véase, por ejemplo, la carta de fundación del hospicio de niños junto a la catedral de Milán, y de los edificios destinados al alojamiento de los clérigos que prestaban servicio en el mismo «para que estén siempre dispuestos a acudir sin impedimento al oficio nocturno en la iglesia»; Muratori, t. 3, col. 587.

[4] San Gregorio Nacianzeno, Oración fúnebre (n. 43) de san Basilio, 63; PG 36, 578-579.