Progresión histórica.
Las órdenes apostólicas, esas grandes creaciones del Espíritu Santo en
el seno del estado religioso, no aparecieron en el mundo sin una preparación
providencial, sino que enlazaron con las instituciones de las edades precedentes
mediante una transición insensible. Los mismos fundadores, elegidos por Dios con
vocación especial para darles origen, las más de las veces no conocieron los
designios divinos cuyos instrumentos eran, sino después de su realización. El
Espíritu de Dios, que los guiaba en el desarrollo de aquellas obras admirables,
a fin de que quedase perfecta constancia de que Él solo era su autor y para que
toda la gloria recayera sobre Él, sólo poco a poco les revelaba lo que
necesitaban conocer respecto al plan del edificio; y este divino arquitecto no
comunicaba su secreto a sus obreros predestinados sino en el orden y en la
medida que requería el progreso de la construcción.
Así la divina Providencia, por una parte preparaba poco a poco el
terreno en el que debían elevarse para la gloria de Dios aquellos magníficos
monumentos, y por otra parte suscitaba en el momento oportuno los hombres que
debían emprender y dirigir las obras.
Por
lo demás, esto mismo se verificó en todas las diferentes fases porque pasó el estado
religioso y en los sucesivos desarrollos que recibió en el transcurso de los
siglos.
Ya
en el seno del orden monástico, el advenimiento de las congregaciones de abadías
que tuvo lugar con la orden del Cister, había sido preparado por las numerosas
filiaciones de prioratos dependientes de Cluny y de los otros monasterios. La
importancia creciente de estos prioratos y la autonomía relativa que comenzaban
a darles esta importancia y la distancia de los lugares, fueron las que
abrieron el camino a la confederación de las abadías en un instituto común.
Esta fecunda innovación en la orden del Cister ofrecía el primer tipo que inmediatamente
fue imitado, y así el orden canónico tuvo su gran congregación Premonstratense.
Un
siglo más tarde, cuando apareció santo
Domingo, en el momento en que iban
a nacer, gracias a él y a su hermano san Francisco, las órdenes
religiosas propiamente dichas, aquel gran hombre no pareció concebir en un
principio otro designio que el del establecimiento de una congregación de
canónigos regulares. El primer diploma pontificio otorgado a su orden no deja
entrever otra cosa, y santo
Domingo mismo dio el título de abad
a uno de sus primeros discípulos[1].
Pero
las necesidades del apostolado encauzaron por nuevas vías al naciente instituto.
Hubo
un maestro general, priores provinciales, y todos los religiosos pertenecieron
a un único cuerpo, cuya verdadera cabeza era el maestro general.
No es que tal novedad se manifestara totalmente desde el principio. Fue
insensible la transición del vínculo del título que liga al monje o al canónigo
regular con su Iglesia, al vínculo de la simple afiliación religiosa que liga
al hijo de santo Domingo con su convento. En un principio se tomaba fácilmente
el uno por el otro y así se vio cómo los dominicos de Besanzón se consideraban
como uno de los capítulos colegiados de la ciudad y querían a este título tomar
parte en la elección del arzobispo juntamente con las colegiatas y las abadías,
miembros de aquella Iglesia.
Pero
un gran paso se había dado en el sentido de las nuevas instituciones. El maestro
general no es ya, como el abad del Cister, el prelado de un colegio o de una
Iglesia particular, presidente de una confederación de abadías, cada una de las
cuales tiene su autonomía y su gobierno perfecto, siendo él mismo cabeza de una
de dichas abadías, sino que es pura y exclusivamente cabeza de la orden entera.
Los
priores provinciales, a su vez, no son prelados de ningún monasterio
particular; y así la orden está gobernada por una jerarquía de administradores
que tienen un carácter completamente nuevo y que no pueden ya ser considerados
como cabezas de Iglesia.
Las
provincias mismas fueron precedidas y preparadas por las circarías o circunscripciones
territoriales de los premonstratenses[2], destinadas a facilitar las
visitas de los abades; pero en las nuevas órdenes son un elemento permanente y
esencial del gobierno.
Lo
que decimos de los dominicos se aplica también a los franciscanos y a las otras
órdenes religiosas.
Poco
a poco se vio que en las nuevas sociedades los cargos conferidos primeramente
sin término se hacían temporales; los religiosos mismos, entregados al
apostolado, si bien hallan todavía en el vínculo de afiliación de los conventos
cierta estabilidad y un abrigo determinado, sin embargo, por orden de los
superiores van a buscar lejos y fuera de los límites de los conventos los
objetos de su laborioso ministerio.
Con los clérigos regulares que aparecieron en el
siglo XVI se debilitan todavía más los lazos de la estabilidad local, y la
afiliación — como se ve en la Compañía de Jesús — pasa de la casa a la
provincia y hasta a la orden entera, al mismo tiempo que se centraliza más
estrechamente el poder supremo.
Así el apostolado en el estado religioso se aleja cada vez más de la
vida sedentaria de los institutos monásticos, y esos grandes cuerpos suscitados
por Dios se muestran a nuestros ojos en toda su libertad de movimientos y en la
plena expansión de la forma especial que les imprime su Espíritu para el
servicio de la Iglesia universal.
En
otro lugar veremos cómo el Sumo Pontífice, al sustraerlas a la autoridad de los
obispos de los lugares y al comunicarles él mismo la jurisdicción espiritual,
no hizo sino entrar en el designio providencial de aquellas grandes creaciones
y consagrar la forma esencial que les conviene.
Estos
cuerpos, ligados a la Iglesia universal sólo pueden depender de su cabeza. Sería
absurdo que los superiores generales de los dominicos, de los franciscanos o de
la Compañía de Jesús tuvieran que buscar en otra fuente la sabiduría que
ejercen en el mundo entero sobre las provincias y los súbditos de sus institutos.
Terminemos
este estudio con una última observación.
Hay
necesariamente que reconocer que las profundas diferencias que hemos señalado
entre las órdenes religiosas y los órdenes monástico y canónico han quedado, a
veces, obscurecidas en los tiempos modernos por las nuevas constituciones y las
reformas de estos últimos órdenes.
Las
órdenes monásticas, para luchar con más éxito contra la intromisión de la encomienda,
en más de una región hicieron temporal el poder de los abades. Por el hecho
mismo hubo que sustraer a las abadías mismas la elección de los abades y trasladarla
al capítulo general.
Con
esto quedó profundamente alterada la forma del gobierno monástico; fue afectada
la estabilidad misma del religioso y se debilitó el vínculo que lo liga a su
ministerio, al mismo tiempo que el vínculo de la paternidad espiritual que une
al abad con sus monjes se aflojaba también, debido a las vicisitudes de un
gobierno cuyo personal pedía pertenecer sucesivamente a todos los monasterios
de la congregación.
La
familia monástica perdía así su antigua estabilidad y se acercaba a las condiciones
de vida de las órdenes religiosas propiamente dichas.
En
Francia, una organización de este género sometió todos los monasterios de la
congregación de Saint-Maur y de Saint-Vannes al gobierno de los priores
temporales nombrados por los capítulos generales y que ocupaban el lugar de los
abades, cuya dignidad parecía usurpada definitivamente por los comendatarios.
Los
canónicos regulares han sufrido análogas condiciones en las congregaciones
modernas[3].
Bajo
esta nueva fisonomía se pueden perder de vista las diferencias esenciales que
separan al orden monástico y al orden canónico de las órdenes religiosas
propiamente dichas[4].
Mas
la naturaleza de las cosas reclama contra esta confusión. Siempre será cierto
que, conforme al canon sexto de Calcedonia, los clérigos de los monasterios de
monjes deben pertenecer por su ordenación a las Iglesias de estos monasterios.
Siempre será cierto que los canónigos regulares, clérigos por la esencia de su
profesión, no pueden concebirse conforme a la plena noción de su instituto sin
su inscripción en el canon de una Iglesia, es decir, sin el vínculo jerárquico
que expresa propiamente el nombre de canónigo. Siempre será cierto que la
ordenación de los religiosos fratres o clérigos regulares no los liga,
por el contrario, a ninguna Iglesia y no los hace titulares de ninguna Iglesia.
Siempre será cierto que la afiliación religiosa que subsiste en estas órdenes y
que vincula al religioso a una casa o a una provincia determinada depende únicamente
de las reglas de gobierno del instituto y no de las leyes de la jerarquía, como
también depende en su origen de la profesión que hace al religioso y no de la
ordenación que hace al clérigo y al ministro sagrado.
[1] Honorio II, bula de 22 de diciembre de 1216, en Cherubini, Bullarium Romanum,
t. 1, p. 64.
[2] Cf. R. Van Waefelghem, Les
premiers Statuts de l'Ordre Prémontré, en Analectes de l'Ordre de Prémontré
IX, Lovaina 1913.
[3] En estas diversas congregaciones modernas, el
vínculo de afiliación que liga al religioso a su monasterio ha sido suprimido o
transferido a la sociedad entera.
[4] Las interesados
mismos no se libraron siempre de esta confusión. Así, piadosos autores,
canónigos regulares, ven en san Agustín al fundador de una orden religiosa, una
colonia de la cual fue enviada a san Juan de Letrán para fundar allí la congregación
de este nombre. No se hacen cargo del anacronismo de tal aserción. San Agustín
sometía a sus clérigos a la profesión religiosa y cenobítica, pero permanecían
ligados a su Iglesia de Nipona por el título de su ordenación; pertenecían a
esta Iglesia, y no a una congregación que pudiera disponer de ellos a la manera
de las órdenes religiosas y enviarlas lejos como éstas.
La idea de
semejante orden de cosas no es de este siglo, y la vida de san Agustín nos da
de ello una prueba contundente. San Piniano contrajo cerca del pueblo de Hipona
el compromiso de no recibir el sacerdocio sino al servicio de dicha Iglesia y
dentro del clero que formaba la comunidad de san Agustín (cf. Vida de san
Agustín, l. 6, c. 9, n° 5; PL 32, 401). Pero este compromiso habría carecido de
objeto si inmediatamente después de la ordenación hubiera podido la cabeza de
la comunidad enviar lejos al neo-sacerdote. Sabemos que las Iglesias de África
llamaban a porfía a los clérigos de San Agustín a ocupar sus sedes episcopales,
y que éstos llevaban a ellas las enseñanzas y la disciplina de su maestro, pero esto es cosa
muy distinta.