viernes, 12 de septiembre de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. Las operaciones Jerárquicas en la Iglesia Particular. Cap. X (IV Parte)

Del siglo V al XI.

A la época de las invasiones y a los siglos que las siguen hasta más allá del año 1000 pertenece la completa victoria de la fe cristiana.
Bajo el peso de la invasión y de los terrores que la acompañan se borran y desaparecen los últimos restos del paganismo filosófico y letrado. La antigua sociedad corre a buscar abrigo a la sombra del episcopado. La sociedad civil se confunde con la Iglesia y consiguientemente el elemento laico se personifica en los magistrados y los honorati del municipio en el seno de la Iglesia misma, al mismo tiempo que el obispo, de resultas de las necesidades sociales, se convierte en el primer magistrado de la ciudad. En esta compenetración de los dos elementos de la Iglesia y de la sociedad civil se ve nacer una primera forma tutelar y esencialmente benéfica del poder temporal de la Iglesia. Los obispos son en todas partes los padres de los pueblos, y éstos ponen bajo su tutela sus bienes y su libertad.
La Iglesia romana, por encima de todas las demás, les da ejemplo de esas solicitudes caritativas[1], y el poder temporal de los Papas comienza con san León deteniendo a Atila y a Genserico y se desarrolla poco a poco a medida que las necesidades de los pueblos lo van reclamando cada vez más. San Gregorio Magno llena su correspondencia con las solicitudes que le causan los peligros del tiempo, y con las órdenes que da para la seguridad de Roma y de las otras ciudades de Italia[2]. Pipino y Carlomagno no hacen sino consagrar finalmente derechos fundados en estas obras benéficas. A esta época corresponde también en nuestro Occidente la completa evangelización de los campos y el establecimiento de parroquias rurales en todos los lugares.
Los oratorios primitivos y los lugares de estación de los sacerdotes y de los ministros que los recorrían son reemplazados por títulos estables, a la vez que aquellos mismos campos se van cubriendo de poblaciones crecientes y fijadas al suelo.
Pero esta organización eclesiástica de los campos no podemos separarla de la gran obra de esta época.
Esta gran obra fue, con la conversión de los bárbaros, la formación de las naciones civilizadas modernas. Y aquí tres objetos principales reclaman nuestra atención.
En primer lugar hubo que sostener el primer choque de la invasión y preservar de la  destrucción los tesoros de la cultura intelectual e industrial que formaban el patrimonio de la antigua sociedad.
La Iglesia cubrió con su manto a aquella sociedad desamparada y extendiendo su mano detuvo la oleada de violencias bárbaras capaces de aniquilarlo todo.
Esta primera tarea fue principalmente obra del episcopado.
Los obispos, a ejemplo del Soberano Pontífice san León, que detenía a los hunos y a los vándalos y salvaba a la población de Roma abriéndole el asilo inviolable de las basílicas, emprendieron valientemente la defensa de los intereses sociales.

Luego fue preciso iluminar con la fe cristiana a aquella sociedad bárbara comenzando por someter al yugo de la fe y de las costumbres cristianas a los reyes a los jefes de los pueblos.
Los obispos se aplicaron sin duda con celo a esta tarea; pero era conveniente que una autoridad superior a la suya y más respetada por aquellos soberanos bárbaros tomara la dirección de dicho apostolado; era una obra de alcance general y que sólo podía ser dirigida en conjunto por un poder que, por su naturaleza misma, estuviera por encima de todas las dependencias y de todos los límites particulares. Era, en efecto, necesario dar una dirección cristiana a la actividad de aquellos príncipes convertidos; había que hacer converger sus tendencias diversas hacia este mismo fin; había que crear para ellos la política cristiana y civilizadora y, levantándolos por encima de las groseras ambiciones de la barbarie, abrirles horizontes nuevos y hacerlos entrar por el camino de una acción social superior y continuada ininterrumpidamente.
A raíz de la invasión comenzaron los Soberanos Pontífices, por medio de sus cartas y de sus enviados, a imprimir estos movimientos fecundos, a ordenar aquellos elementos confusos y a dirigir insensiblemente con un ascendiente siempre creciente la actividad de los príncipes bárbaros.
En Francia, el Papa Anastasio II reforzó la obra de san Remigio con sus cartas al rey Clodoveo[3], y sus sucesores continuaron ejerciendo una como tutela espiritual sobre los reyes de los francos.
San Gregorio Magno obra en la misma forma con respecto a las naciones de los godos[4] y de los lombardos[5] y no cesa de dirigir por las vías cristianas a sus jefes políticos, al mismo tiempo que envía apóstoles a los anglosajones[6] y por medio de ellos extiende por las regiones del Norte la acción benéfica de la Iglesia.
Durante todo este período continúan los Soberanos Pontífices este útil y soberano padrinazgo. Sostienen y estimulan la acción de los obispos; la hacen respetar por aquellos príncipes violentos e inconstantes; reciben a sus enviados, los honran con sus cartas y sus favores y los excitan a porfía a recibir con la religión de Cristo la cultura y la civilización romana y a extender una y otra con su autoridad en el interior y con sus armas al exterior, haciendo servir a este fin útil los instintos guerreros y las pasiones violentas de aquellos rudos clientes.
Finalmente, y en tercer lugar, era necesario que la acción de la Iglesia penetrara hasta en sus últimos elementos a la sociedad bárbara. Había que hacerla cristiana y al mismo tiempo fijarla al suelo, inspirarle el gusto de las artes pacíficas, reemplazar el saqueo y la vida errante por la casa y la propiedad agrícola, única fuente de riquezas bienhechoras para la humanidad.
Esta tercera tarea fue principalmente obra del orden monacal. Los monasterios célticos de san Columbano, los monasterios formados bajo la regla de san Benito destinada a reunir poco a poco en una misma disciplina y en un mismo espíritu a toda la orden monástica, emprendieron a porfía, con rápidos y admirables éxitos, este inmenso trabajo apostólico y social.
El marco demasiado estrecho de este estudio no nos permite entrar en los detalles de los hechos. En Europa se fundan, por todas partes, grandes monasterios en el centro de los campos desiertos, atrayendo a su seno a los hijos de los bárbaros y, alrededor de sus muros, a poblaciones, a las que reparten la tierra y que la cultivan y no tardan en formar florecientes poblados.
Del claustro salen colonias para llevar las mismas ventajas a establecimientos menores que se fundan en todo el territorio.
Los monasterios dan a aquellos pueblos todos los recursos de la vida espiritual. Les abren escuelas, parroquias, y en las regiones enteramente bárbaras, donde no se halla ya la sociedad civil romana con su antiguo episcopado, dan a los bárbaros obispados y catedrales. En algunas generaciones aquellos pueblos toscos reciben de las escuelas monásticas un clero nacional y de su sangre, obispos como san Wilfredo (634-709),  sabios como san Beda (672-735), y el problema del clero indígena, que en todas partes debe suceder al apostolado de las misiones, queda resuelto sin dificultad por el orden monacal en aquellas edades remotas.
En el orden puramente social no son menos espléndidos los beneficios de los monasterios.
Aquellos grandes establecimientos poseen y desarrollan todos los recursos industriales de la época. Dan nueva vida a las artes, que son el ornamento de la vida humana; pero principalmente enseñan a aquellos guerreros el arte de la agricultura. Entre los príncipes bárbaros y los monjes se establece una útil emulación; las villas reales y las mansiones rústicas de los poderosos señores se convierten en émulas de los monasterios y, como éstos, vienen a ser centros considerables de poblaciones que viven del suelo y están fijadas al suelo.
Así en aquella época se ejerce la acción de la Iglesia principalmente por los obispos en las ciudades antiguas y por los monjes en los campos y en medio de las poblaciones nuevas, mientras, por encima de los unos y de los otros, la Santa Sede da el impulso general, imprime las primeras direcciones de una política cristiana de los príncipes, y de aquellos elementos generosos, pero rudos y groseros, comienza a formar la gran unidad política y social de la cristiandad.
En aquella época, los obispos y su clero por una parte, los abades y sus monjes por otra, forman en su desarrollo lo que se ha llamado el orden canónico y el orden monástico.
En las ciudades adoptó generalmente el clero la vida de comunidad, siendo aquella época la de su desarrollo universal.
En los campos se establecieron por todas partes las parroquias, como hemos dicho antes.
Pero como en la mayor parte de los lugares los trabajos de los monjes atrajeron a las poblaciones y formaron los centros habitados, los monasterios, por sí mismos o por sus prioratos o celdas, dan pastores y clérigos a aquellas parroquias en la mayor parte de la cristiandad.
Sin embargo, una lenta evolución se va produciendo en el seno mismo de la Iglesia particular y en el juego íntimo de sus principales órganos.
El ejercicio de las funciones comunes a los clérigos del mismo orden se repartió entre ellos con una precisión cada vez mayor, y el movimiento lento y constante de las cosas humanas fue poco a poco concentrando en algunos miembros del cuerpo sacerdotal ciertas atribuciones determinadas.
En aquella época el archidiácono se reservó todas las atribuciones del diaconado en tanto que el ministerio de este orden respecta al obispo; luego, convertido en el único diácono o ministro del Obispo, tiende a franquear progresivamente los límites del diaconado mismo para llegar a ser el vicario del obispo entre los sacerdotes o más bien por encima de los sacerdotes, y el depositario de su autoridad.
Los arciprestes, los primicerios, los prebostes se distinguen de sus hermanos por la importancia cada vez más marcada de sus funciones, como de los mandatos episcopales que les están ligados. Por otra parte, los títulos de las ciudades se perfilan más claramente en la unidad del presbiterio urbano y tienden a convertirse en parroquias completamente constituidas y asimiladas de hecho, en la independencia de su vida, a las Iglesias diocesanas.
No obstante, la concelebración y las estaciones mantienen todavía la antigua unidad de la organización eclesiástica, aunque el primero de estos ritos no tardará en debilitarse y en desaparecer.
Por lo demás, al paso que los ministerios eclesiásticos se van concentrando en ciertos miembros de cada orden del clero, la parte de la acción dejada al pueblo se ha concentrado ya a su vez en los magistrados y en los honorati, para pasar insensiblemente a manos de los grandes propietarios romanos y bárbaros y preparar también el ascendiente de los príncipes y de los señores feudales.
Sin embargo, la vida íntima de las Iglesias no perdió nada de su fecunda actividad, y las grandes calamidades públicas, que hicieron de las Iglesias la primera y la más fuerte de las instituciones sociales, dieron nueva fuerza a su acción.
Posiblemente no se halla ya el mismo entusiasmo de las manifestaciones populares en las asambleas eclesiásticas, pero en ellas reina un orden constante. La autoridad del obispo que las preside es cada vez más respetada, y los pueblos, con el progreso de la fe y de las costumbres cristianas, practican una obediencia cada vez más filial y respetuosa.
Por otra parte, la Iglesia es en aquella época la única protectora de las multitudes; todos los intereses, pero sobre todo los de los pequeños y de los débiles, están guardados bajo su tutela, y sus inmensos beneficios acrecientan y consolidan todavía su autoridad.
Por lo demás, por la fuerza de las cosas y por las necesidades sociales, la Iglesia, convertida así en tutora de los pueblos y en conservadora de las artes necesarias, debió poco a poco trasladar la principal fuente de sus riquezas a la propiedad territorial, que hizo roturar y cultivar por colonos acudidos de todas partes bajo su protección, los cuales aumentan constantemente su valor.
Bajo este respecto las Iglesias de las ciudades imitan a los establecimientos monásticos y se convierten a su vez en poderosas propietarias territoriales.
De esta manera los establecimientos eclesiásticos, es decir, las Iglesias episcopales y los monasterios, entran poco a poco en la nueva jerarquía política de los grandes señores terratenientes, con los cuales no tardarán en ocupar su puesto en el edificio feudal en preparación.
La vida común, es decir, la unidad del patrimonio eclesiástico, se mantiene no obstante en cada Iglesia. Los bienes forman una masa única administrada soberanamente por el obispo o por el abad[7].
Si se desgaja de ella accidentalmente alguna parte confiada a título de precario o de beneficio — en la primitiva acepción de esta palabra — a algún laico o incluso a algún eclesiástico, es sólo a manera de administración[8], y la idea de una repartición general de los bienes de la Iglesia entre los clérigos o de los bienes del monasterio entre los monjes, no es cosa de aquella época, y no se produjo todavía ni en los espíritus ni en los hechos.
Así, los invasores bárbaros de los bienes eclesiásticos sólo dirigen sus ataques contra los obispados y las abadías. Usurpan sus títulos bajo el hábito guerrero y no buscan otros, ya que los obispos y los abades son todavía los únicos administradores y los únicos titulares y representantes del dominio eclesiástico.



[1] Thomassin, Discipline ecclésiastique, l. 1, c. 27, n° 5-8, t. 1, p. 147-149; c. 29, n.71-7, ibid., p. 159-162.

[2] San Gregorio (590-604), libro 4, Carta 31, al emperador Mauricio; PL 77, 7155-768; libro 6, Carta 35, al subdiácono Antemo; ibid. 825-826; libro 7, Carta 23, a Fortunato y Antemo; ibid. 876-877; libro 8, Carta 1, al obispo Pedro; ibid. 903-904; libro 12, Carta 20, a Mauricio, general del ejército; ibid. 1230-1231; libro 1, Carta 5, a Teoctista hermana del emperador; ibid. 448; libro 11, Carta 51, a todos los obispos de Sicilia; ibid. 1170.

[3] San Anastasio II (492-498), Carta a Clodoveo; Labbe 4, 1282.

[4] San Gregorio, libro 9, Carta 122, a Recaredo, rey de los visigodos; PL. 77, 1052-1056.

[5] Id., libro 4, Carta 4, a la reina Teodelinda; PL 77, 671; libro 4, Carta 38, a la reina Teodelinda; ibid., 712-713; libro 9, Carta 42, al rey Agilulfo; ibid., 975; libro 9, Carta 43, a la reina Teodelinda; ibid., 975-976.

[6] Id., libro 6, Carta 51, a los hermanos que parten para Inglaterra, PL 77, 836; libro 6, Carta 52, a los obispos Pelagio y Sereno; ibid., 836-837; libro 6, Carta 3 a los obispos Teodorico y Teodeberto; ibid., 841.842; libro 6, Carta 59, a Brunequilda, reina de los francos; ibid., 842-843; libro 11, Carta 53, a Virgilio, obispo de Arles; ibid., 1172-1173; Carta 58, a diversos obispos de Galia; ibid., 1176-1179; Carta 6, a Clotario, rey de los francos; ibid. 1180-1181; Carta 62, a Brunequilda, reina de los francos; ibid. 1181-1182.

[7] Juan el Diácono (después Papa Juan I, 523-526), Vida de san Gregorio Magno, l. 2, n. 24; PL 75, 96-97. Capitulares de Carlomagno, l. 5, n. 123; l. 7, n. 368; cf. Thomassin, loc. cit., parte 3., l. 2, c. 8.

[8] Concilio de Agde (506), can. 7, Labbe 4, 1384; Mansi 8, 325; Hefele 2, 984: «Permitimos que se deje a extranjeros o a clérigos el usufructo de los bienes de pequeño valor o que sean menos útiles a la Iglesia, aunque reservando el derecho de la Iglesia (como propietaria).» Concilio I de Orleáns (511), can. 23; Labbe 4, 1408; Mansi 8, 355; Hefele 2, 1013. Concilio de Reims (624-625), can. 1; Labbe 5, 1689; Mansi 10, 594; Hefele 3, 261.