Además
de aquellas limosnas regidas por las leyes o las costumbres cristianas,
¡cuántas más eran ofrecidas espontáneamente por la generosidad de los fieles!
Y como todas aquellas larguezas confluían en un mismo tesoro; como la
Iglesia era su única dispensadora; como los pueblos sabían que sus caridades,
al pasar por las manos de la misma, revestían un carácter sagrado y se
convertían en un sacrificio agradable a Dios, no podemos formarnos una idea
exacta de los recursos de que disponía la Iglesia en todo momento.
Pero
si a estos ingresos de las ofrendas añadimos los bienes raíces ofrecidos
por don o por testamento a los obispos o adquiridos con los óbolos de la
Iglesia, todavía nos será más difícil evaluar la potencia benéfica de las
Iglesias cristianas[1].
Fue
preciso crear en el seno de las mismas, ecónomos o administradores especiales[2].
Los beneficios de las Iglesias no conocieron ya límites. La de
Alejandría equipaba flotas y enviaba convoyes de trigo a las Iglesias lejanas
castigadas por el hambre[3]. Otras Iglesias reparaban las murallas de las
ciudades y con lo superfluo las embellecían con fuentes y construcciones útiles[4].
Por lo demás — ¡cosa admirable! — nada era más popular que las grandes
riquezas de las Iglesias. Eran ciertamente riquezas de todos; se gastaban para
todos y nadie podía sentir recelos. San Agustín nos informa de que el pueblo
murmuraba cuando el obispo se negaba a acrecentarlas y dice que a veces había
que resistir a los excesos de celo[5].
Todavía
es interesante seguir en otro aspecto la vida de la comunidad en el seno de la
Iglesia particular.
Las
comunidades religiosas poseen, en el poder paternal que las rige, un tribunal
que reprime los desórdenes y corrige las costumbres. Este tribunal corresponde a lo que se suele
llamar el capítulo de culpas: el culpable mismo se acusa en presencia de sus
hermanos, a fin de que el cuerpo entero se asocie por la caridad a la
satisfacción dada por la falta y a la curación de uno de sus miembros.
La Iglesia tenía su gran capítulo de culpas en la penitencia pública.
Esta gran institución, impracticable e inexplicable fuera de una
sociedad cristiana fuertemente ligada por la caridad y por todos los actos de la
vida religiosa, hacía que toda la Iglesia contribuyera a la curación de sus miembros
enfermos. «Si un miembro sufre, decía
san Pablo, todos los miembros sufren con él» (I Cor. XII, 26), y los escritos de los Padres, cuando tratan de
esta materia, están llenos de expresiones análogas.
Así una Iglesia de los primeros siglos era una asociación de oraciones,
una asociación de caridad, una comunidad fervorosa que tenía su tribunal y sus
ejercicios de misericordia.
Así se comprende que, por una especie de necesidad basada en la naturaleza
de las cosas, las paternales condescendencias de la autoridad sacerdotal, que
despertaban la confianza del pueblo fiel y se apoyaban en ella misma, lo
iniciaran de buena gana en todos los intereses vitales de su Iglesia y lo
invitaran a manifestar sus sentimientos y sus deseos.
De ahí el carácter popular de las ordenaciones
y de las elecciones eclesiásticas. Los obispos, dueños siempre en última
instancia de la elección de los ministros del altar, únicos responsables ante
Dios de tal elección y de la imposición de las manos, consultaban al pueblo y
le apremiaban incluso para que expresase su sentir.
El Pontifical romano conserva vestigios de este uso en una fórmula célebres[6]. «Hablad, dice un antiguo ritual; si vosotros os
calláis, no podemos oíros».
San Cipriano expone a su pueblo en sus cartas los motivos especiales de
sus elecciones[7]. A
veces el pueblo mismo tomaba la iniciativa, y así, por ejemplo, el de Hipona
reclamaba la ordenación de san Piniano[8].
Pero sobre todo las elecciones episcopales eran objeto de ardientes manifestaciones[9].
Todas estas cosas que hoy día nos sorprenden tenían su razón de ser en
la fuerza del espíritu de comunidad que unía a todos los fieles de la Iglesia y
los llenaba de ardor por los intereses de un cuerpo del que se sentían miembros,
y que eran los intereses más caros a cada uno de ellos.
Por lo demás, el vínculo que en cada Iglesia unía al pueblo y a su clero
era todavía más estrecho por razón del origen del clero mismo. Los clérigos,
formados en los órdenes inferiores en la escuela de la Iglesia y en la casa del
obispo, ejerciendo sus primeros ministerios a los ojos de los fieles[10], se elevaban sucesivamente, sostenidos por los
sufragios de éstos, a las órdenes superiores.
Casi
siempre se tomaban del seno mismo de la Iglesia a la que servían, y si venían
de fuera hallaban una especie de naturalización en el seno de tal Iglesia, gracias
a los deseos del pueblo que los llamaban a ella o a los sufragios que los
acogían.
Así,
en cada Iglesia, el pueblo y el clero no eran nunca extraños el uno al otro, y
el vínculo del título de la ordenación que ligaba al clérigo a su Iglesia tenía
todo su vigor; imprimía al ministerio sacerdotal y levítico un carácter
completamente local, de tal modo que el ministro no aparecía al pueblo como un
clérigo de la Iglesia católica presente accidentalmente en un lugar, sino como
clérigo de su Iglesia, ligado indivisiblemente por el pleno efecto de su
ordenación a la Iglesia católica y a aquella misma Iglesia.
Lo
cual no quiere decir que en el fondo estas dos cualidades, — la comunión del orden
que hace al ministro de la Iglesia católica y el título que aplica a este ministro
al servicio de una Iglesia particular — no pudieran separarse absolutamente y
se ignoraran las verdaderas relaciones que existen entre ambas.
Pero
los traslados estaban severamente prohibidos por los cánones[11] y
todavía más por las costumbres públicas
de la Iglesia naciente. Por lo que hace a lo que más tarde se llamó la
resignación del beneficio, es decir, el acto por el que un clérigo, conforme a
su deseo, es desligado del servicio de su Iglesia y pierde su título sin
recibir uno nuevo, era algo casi ignorado por entonces; como tampoco la
deposición tenía entonces como efecto ordinario y constante la privación del
título o del empleo sacerdotal sin que el sujeto fuera al mismo tiempo depuesto
incluso del sacerdocio.
Los
raros ejemplos que se conocen de lo que más tarde fue la simple deposición del
beneficio, es decir, la pérdida del título separada de la deposición del orden,
que tenía el efecto de destruir el vínculo del título y reducir el sujeto al
estado de clérigo vago dejándole su cualidad y la comunión de su orden en la
jerarquía de la Iglesia católica, aparecen como hechos anormales; y los
concilios que los ordenan se ven a veces obligados a precisar cuidadosamente
todas sus consecuencias, como se hace cuando se trata de una medida sin
precedentes conocidos o bien establecidos, como se ve en el asunto de Armentario, obispo depuesto de su sede, pero no del episcopado[12].
Este
estado de las costumbres y de las instituciones, en el que la clericatura
revestía un carácter tan local que el clérigo, constantemente y en el uso
común, no podía cesar de ser clérigo de un lugar determinado sin perder la
clericatura misma, hacía, por decirlo así, de cada iglesia un municipio
sagrado, cuya cabeza y cuyos magistrados le pertenecían singularmente y por un
vínculo, de hecho indisoluble y perpetuo, como el sacerdocio mismo. Así es un hecho digno de notarse el que en
aquellos remotos tiempos los enemigos de la Iglesia católica no atacan nunca al
clero distintamente y oponiéndolo al pueblo cristiano, a la manera de una gran
corporación extendida por el mundo, con su espíritu particular y sus intereses
separados. Hasta tal punto es cierto que en cada Iglesia existían entre el
pueblo y el clero esos estrechos lazos que hacían de ellos un todo único, una
única unidad moral que vivía de la misma vida y tenía los mismos intereses, administrados
por algunos para la utilidad de todos; o más bien las Iglesias, familias de la
nueva humanidad, reposaban, por una constitución siempre respetada, al abrigo
de la paternidad sacerdotal, y los lazos sagrados que reunían a todos los
miembros se mantenían inviolablemente con celosa solicitud.
En
estos desarrollos se puede seguir el estado de la Iglesia particular y de sus
costumbres públicas, al paso que las instituciones y las relaciones que hay en
ellas conservan en conjunto la misma simplicidad hasta la época de las invasiones.
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 21 sobre
I Cor. 7; PG 61, 179-180: «Si pasas revista a la abundancia de sus bienes,
piensa también en el rebaño de los pobres inscritos en la multitud de los
enfermos... Cierto que la Iglesia debe necesariamente gastar para las
comunidades de viudas, los coros de vírgenes, la hospitalidad de los forasteros,
los sufrimientos de los viajeros, las desgracias de los cautivos, las
necesidades de los enfermos y de los mutilados y todas las demás ocasiones de
este género.»
[2] La Iglesia de Alejandría tenía un ecónomo general
asistido por ecónomos inferiores: cf. Le Quien, Oriens
christianus, París 1740, t. 2, col. 417. Muy a menudo se habla de los ecónomos
de las Iglesias de Oriente en los textos antiguos y en los concilios: concilio
de Calcedonia (451), sesión 15, can. 16, Labbe 4, 768, Mansi 7, 367, Hefele 2, 812-815; concilio
II de Sevilla (619), can. 9, Labbe 5, 1666-1667, Mansi 10, 560, Hefele 3, 257; concilio
III de Toledo (589), can. 18, Labbe 5, 1013, Mansi 9, 997, Hefele 3, 227; concilio
IV de Toledo (633), cap. 48, Labbe 5, 1717, Mansi 10, 631, Hefele 3, 273.
[5] San Agustín (354-430), Sermón 355 (sobre la vida y las
costumbres de sus clérigos), 3 y 4; PL 39, 1570-1571: «Este sacerdote (Jenaro),
nuestro compañero, que moraba con nosotros, vivía a expensas de la Iglesia y
hacía profesión de vida común, hizo un testamento... Pero, diréis, instituyó a
la Iglesia su heredera. Yo no quiero saber de tal herencia... Por favor, nadie
de vosotros me censure por no querer que acepte la Iglesia esa herencia... ¿Qué
haré yo en medio de los que (dicen): Nadie hace donación a la Iglesia de Hipona;
por esto los que mueren no la constituyen su heredera? Es que en su bondad... el
obispo Agustín lo da todo y no quiere recibir nada».
[7] San Cipriano, Carta 24. Id., Carta 25, a su clero y a su
pueblo; PL, 4, 325: «Sabed, pues, que hemos sido advertidos y encargados por la
divina bondad de inscribir en el número de los sacerdotes de Cartago al
sacerdote Numídico, y de admitirlo a sentarse con nosotros entre los clérigos, en la
espléndida irradiación de su confesión y en la gloria que le han dado su valor
y su fe"; Id., Carta 33, a su clero y a su pueblo, 2; PL 4, 230: «Sabed,
pues, hermanos carísimos, que (Aurelio) ha sido ordenado por mí y por aquellos de
mis colegas que se hallaban presentes. Sé que recibís de buena gana una noticia
de este género y que deseáis que en nuestra Iglesia se ordene el mayor número
de clérigos de esta calidad», ibid., t. 1, p. 97 (Carta 38).
[8] San Agustín, Carta 125 a Albino, 1; PL 33, 472: «Después
de los primeros clamores del pueblo le declaré que no ordenaría a Piniano a su
pesar, promesa que empeñaba mi fe, y añadí que si, a pesar de ello, querían a
Piniano como presbítero, no tendrían a mí como obispo. Luego, dejando a la
multitud, volví a mi asiento. Mi respuesta, con la que no habían contado, causó
vacilación y turbación en sus filas; pero como una llama excitada por el
viento, la multitud redobló su vehemencia y su ardor, creyendo que podría o
arrancarme la violación de mi promesa o, si la mantenía, hacer ordenar a Piniano
por algún otro obispo».
[10] Así, el futuro Papa Sergio II (844-847) había
sido confiado desde los once años a la Schola cantorum;
había sido ordenado acólito por el Papa san León III (795-816), y subdiácono
por su pariente Esteban IV (816-817), presbítero del título de san
Silvestre por Pascual I (817-824); bajo Gregorio IV (827-844)
había recibido la dignidad de arcipreste. Cf. Labbe 7, 1791-1792. San
Paulino de Nola, Poema 5, sobre san Félix, hacia 104-112; PL 61, 470-471. San Siricio (384-389), Carta 1, 13;
PL 13, 1142.