IX
IGLESIAS MONÁSTICAS
Constitución de las Iglesias monásticas.
Las
Iglesias, astros del nuevo cielo, cuya admirable y ordenada disposición hemos
descrito, son los focos ardientes de la vida sobrenatural.
Ahora
bien, esta vida se desarrolla
por los ardores de la caridad en las almas, con el doble socorro de los preceptos
y de los consejos evangélicos. Y como la práctica de los consejos le da mayor
intensidad, desde los orígenes hubo en el pueblo fiel un núcleo de vida
cristiana en cierto modo más sustancioso, formado por almas que por una vocación
especial y más alta, abrazando por estado la práctica de los consejos evangélicos,
renuncian ya en esta vida a toda posesión en las cosas de este mundo y se unen
a Jesucristo mediante un desasimiento más perfecto.
La vida religiosa apareció ya en los orígenes de la Iglesia. Lo afirmamos
sin temor siguiendo toda la tradición, pues según la enseñanza de los doctores,
la Iglesia comenzó precisamente por este género de vida en las personas mismas
de los apóstoles y de sus primeros discípulos[1].
Pero
sin entrar por ahora en la historia de los desarrollos que experimentó sucesivamente
el estado religioso, de las misiones extraordinarias que Dios le confió y de
las diversas formas que revistió, de momento nos limitarnos a considerarla en
sus relaciones con la vida de las Iglesias particulares.
En
efecto, ¿quién no ve que
este don excelente, que esta gracia superior de la vida religiosa hecha a la
Iglesia católica, debe extenderse por todas sus partes, y que las Iglesias
particulares, todas las cuales son, en el misterio de su unidad, una esposa de
Jesucristo, deben recibir este preciso ornamento y engalanarse con esta perla
delicada de la caridad perfecta?
En los primeros tiempos, los cristianos que abrazaban la profesión
religiosa, vivían en el seno de las Iglesias, bajo la dirección de los obispos,
sin formar cuerpo distinto y sin tener entre ellos otro vínculo que el del
gobierno eclesiástico, que les era común con el resto de los fieles.
Sin
duda hubo ya entonces religiosos reunidos en pequeñas comunidades en cuanto lo
permitían las circunstancias. La naturaleza de las cosas y hasta ciertos textos
de la antigüedad nos autorizan a pensarlo. Sin embargo, aquellos ensayos y
aquellos débiles comienzos no revestían todavía el carácter de institución
pública.
Pero
cuando se dio la paz a la Iglesia, la vida religiosa, usando de la libertad
nuevamente adquirida, tomó enseguida el vuelo mediante la constitución de los
monasterios.
Los
religiosos, hasta entonces mezclados con el resto del pueblo cristiano, se
reunieron y formaron comunidades regulares, abrigadas por moradas comunes, al
mismo tiempo que otros, penetrando en los desiertos y movidos por el Espíritu a
abrazar la vida solitaria, componían allí, bajo la dirección de los patriarcas
de la soledad, vastas aglomeraciones de ermitas y de celdas[2].
Desde los orígenes debieron los obispos dar sacerdotes y pastores a
aquel pueblo de ascetas, de monjes y de ermitaños.
Y así en las diócesis, al lado de las parroquias comunes, se estableció
la parroquia de los perfectos, el monasterio, y además del título de las
Iglesias del pueblo de la diócesis se formó el título del monasterio, título mencionado
por el concilio de Calcedonia después de los títulos de la Iglesia episcopal y
de la aldea o de la parroquia sin obispo[3].
En efecto, el monasterio nos aparece desde los orígenes como una verdadera
Iglesia, en posesión de todas sus propiedades.
Esta Iglesia tiene su clero, primero un sacerdote y luego, según las exigencias
de la vida monástica, un colegio más o menos numeroso, verdadero presbiterio
asistido de diáconos y de ministros[4];
por debajo se halla el pueblo del monasterio, «la multitud de los laicos del
monasterio», como habla un texto antiguo[5], es decir, la multitud de los religiosos que
forman el elemento laico de tales Iglesias.
Desde el punto de vista de la jerarquía nada distingue a las Iglesias monásticas
de las otras Iglesias de la diócesis; no están separadas sino por la profesión
religiosa y la disciplina particular de los que las componen. Son ciertamente
Iglesias en todo el rigor del término, pero Iglesias más santas y más avanzadas
en la obra común a todos de la santificación de sus miembros.
Y
lo que decimos de los monasterios de varones debe entenderse igualmente de los
monasterios de mujeres, situados como los primeros baja la dirección de sacerdotes
que son sus pastores inmediatos y que están asistidos, según las exigencias de
su ministerio, por diáconos y clérigos.
Los
monasterios así plenamente organizados dependían, por tanto, de una doble autoridad.
Por una parte, los constituía en la condición de monasterios la autoridad doméstica
de los maestros de la vida monástica y de los superiores religiosos; y por otra
parte los constituía en la condición de Iglesias la autoridad jerárquica del
gobierno eclesiástico. Esta última autoridad, puesta por su misma esencia por
encima de la autoridad monástica y que tiene el encargo de aprobar a ésta, de
dirigirla y de moderarla, era ejercida constantemente por los sacerdotes y el
clero enviado por el obispo.
Sabemos
por los monumentos de la historia y los estatutos de los padres del yermo cuán
grande y respetada era esta autoridad de los sacerdotes puestos a la cabeza de
las Iglesias de los monasterios de Nitria y de Escete, de los monasterios de
Tabenna y de los primeros monasterios de Occidente[6].
Esta
doble superioridad monástica y eclesiástica siguió ejerciéndose distintamente
en los monasterios de mujeres sin poder jamás confundirse.
Pero
la historia eclesiástica nos enseña que en los monasterios de varones no se tardó, por razones de conveniencia
fáciles de comprender, en tomar del seno mismo de la comunidad los sacerdotes y
los ministros de su Iglesia[7]. Por
una especie de derecho de presentación, vinculado naturalmente a sus funciones,
el abad, encargado de representar los intereses de todo el pueblo de la Iglesia
monástica, y en quien se personificaba, por así decirlo, dicho pueblo, escogía
ordinariamente los sujetos destinados a formar parte del clero y los presentaba
al obispo[8]. Pronto los abades mismos fueron generalmente
investidos del sacerdocio o por lo menos del orden del diaconado, con lo cual
ellos mismos se convirtieron en cabeza eclesial de sus comunidades, reuniendo
desde entonces cada misma persona la doble autoridad de la jurisdicción
eclesiástica y de la superioridad monástica[9].
En estas condiciones viene a ser el abad, desde el punto de vista de la
jerarquía, un verdadero arcipreste, cabeza de un colegio de sacerdotes o presbiterio
y de una Iglesia más o menos numerosa. La Iglesia monástica se halla plenamente
en posesión de sí misma con su fisonomía
particular; su clero es tomado de su seno; le pertenece por la profesión
religiosa, que es el nacimiento monástico, como el clero de las otras Iglesias
les pertenece generalmente por el bautismo y la educación clerical: de esta manera
forma un todo más homogéneo.
Por
lo demás, con el tiempo se fue acrecentando el número de sacerdotes y de clérigos
de los monasterios; la santidad de vida que en ellos se profesaba y el culto asiduo
que los monjes tributaban a Dios en las santas salmodias reclamaban, por
decirlo así, para ellos una iniciación más general en las órdenes clericales, y
nada fue más legítimo que el movimiento que en este sentido se produjo en la
disciplina.
Pero,
sea cual fuere la proporción, diferente según los tiempos, entre los laicos y
los clérigos que habitan los monasterios, la situación jerárquica de estas
santas Iglesias no deja por ello de ser conforme con todas las demás, pues
tienen sus sacerdotes, sus ministros y sus fieles.
El tiempo y las necesidades de los pueblos no tardaron en reclamar de estas
Iglesias nuevos servicios, lo cual dio origen a nuevos desarrollos. Los monjes
sacerdotes y ministros debieron extender su acción más allá de los límites de
sus claustros[10], poblaciones seculares evangelizadas por ellos
fueron puestas bajo su jurisdicción eclesiástica y formaron en adelante con el
monasterio un mismo cuerpo de Iglesia, cuyo clero eran los monjes y cuyo
elemento laico estaba formado por el
pueblo cristiano.
En
efecto, con respecto a éste los abades de las grandes comunidades y los priores
de los monasterios menores estaban revestidos del cargo pastoral, cuya entera
solicitud ejercían[11].
La
historia nos informa de las inmensas tareas espirituales que fueron emprendidas
por los monjes fundadores y pastores de las Iglesias. Por ellos fueron evangelizados los bárbaros y
sometidos al yugo de la disciplina cristiana; por ellos se establecieron las
Iglesias de un extremo a otro de Europa y aseguraron para siempre las
conquistas de la predicación evangélica y el fruto de las tareas de los misioneros,
introduciendo a los pueblos en el divino edificio de la jerarquía católica y
procurándoles las ventajas de la misma.
Efectivamente,
los monasterios entran en la jerarquía de las Iglesias y hacen entrar a su vez
en ellas a los pueblos que les pertenecen.
Las
Iglesias monásticas, semejantes a todas las demás en cuanto a su constitución
esencial, son capaces de recibir un rango más o menos elevado en esta
jerarquía. Algunos monasterios vienen a ser Iglesias episcopales o
metropolitanas; otros, en rango secundario, son, sin embargo, Iglesias
populosas y florecientes bajo la dirección de un abad, arcipreste en el
verdadero sentido de la palabra y cabeza de un colegio de sacerdotes, y
extienden su acción a su alrededor, y por los prioratos, que son como otros
tantos títulos menores, se subdividen en parroquias de orden inferior.
Y
mientras que los monasterios de la diócesis forman así Iglesias distintas y
completas en sí mismas, los de la ciudad episcopal y de las grandes ciudades,
cuando no constituyen Iglesias catedrales, vienen a acogerse en el hogar de
éstas ocupando en ellas un puesto entre los títulos urbanos y suburbanos que
forman su corona.
Así
se ve cómo los monasterios fundados en el recinto y en las cercanías de las ciudades
pertenecen a estas Iglesias y sin romper su unidad se asimilan, en cuanto a su
situación canónica, a los títulos cardinales de estas mismas Iglesias.
En
virtud de esta asimilación el clero de aquellos monasterios se unía a los
otros cuerpos del clero de las ciudades
episcopales en las estaciones y en las funciones sagradas que estaban
presididas por los obispos[12],
y tomaba parte en las elecciones y en todas los grandes actos de la vida
eclesiástica de las ciudades.
Tal era en Oriente la situación de los
monasterios de Constantinopla; tal en Occidente la de los monasterios urbanos y
suburbanos de Saint-Denis y de Saint-Martin-des-Champs en París, de los
monasterios de Viena, de Besanzón y de las otras ciudades de las Galias.
Pero tal era sobre todo por encima de todas las Iglesias del mundo, la
disciplina que observaba la Iglesia romana, dando la forma y el ejemplo a todas
las otras.
Los monasterios encerrados en su seno formaban y servían varios títulos
de la ciudad, y sus abades, que a veces tomaban el nombre de abad cardenal,
pertenecían tan estrechamente a la Iglesia romana que tenían asiento en el
senado de sus cardenales y, mezclados con su clero, participaban en todos los
acontecimientos considerables de su vida interna[13].
[1] San Juan Crisóstomo, Homilía 7 sobre
san Mateo: «¿Quieres, monje, ser mi discípulo? Haz tú también lo que hizo Pedro, lo que hicieron Santiago y Juan». Id., Homilía 99
sobre san Mateo: «Los apóstoles realizaron lo que realizan ahora
los monjes». San Agustín, Ciudad de Dios, l. 17, c. 4, n. 6; PL 41, 530: «Aquellos poderosos
le habían dicho: "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mt.
XIX, 27). Por cierto, una ofrenda que revela gran poder...". San Basilio, Constituciones
monásticas, c. 22, n. 4; PG 31, 1407: «Porque Cristo escogió discípulos
para dejar a los hombres cierta forma de esta manera de vivir, como antes se
decía de nosotros.» San Jerónimo, Tratado de los varones ilustres 11:
PL 23, 658: «En la primitiva Iglesia eran los fieles los que procuran y desean
ser los monjes de hoy»; Casiano, Conferencias n. 18, c. 5; PL 49,
1094.1095: «La vida cenobítica tuvo origen en los tiempos
de le predicación apostólica. La vemos, en efecto, aparecer en Jerusalén, en
toda aquella multitud de fieles, cuyo cuadro nos traza el libro de los
Hechos... Toda la Iglesia, lo repito, ofrecía entonces tal espectáculo, que hoy
no se puede ver ya sino difícilmente y entre un número muy
reducido, en las casas de cenobitas»; San Bernardo, Apología a Guillermo de Saint-Thierry
24; PL. 182, 912: «(El orden de los monjes o de los religiosos) que
fue el primer orden en la Iglesia; más aún: por él comenzó la Iglesia...; los
apóstoles fueron sus fundadores...».
[4] San Jerónimo, Oración fúnebre de santa Paula (Carta
108) 14; PL 22, 890: «Tropas innumerables de monjes, muchos de los cuales
estaban honrados con las órdenes del sacerdocio o del diaconado»; San
Agustín, Carta 60, "al Papa Aurelio", obispo de Cartago: «En la
santa milicia de la clerecía en la que no solemos admitir sino a los monjes más
dignos y más probados».
[6] Vida de san Pacomio c. 24, en Vidas de
los Padres, l. 1; PL 73, 245: «Hay, por tanto, que venerar con gran suavidad y
pureza a los clérigos que están en comunión con las Iglesias de Cristo, porque
esto es útil a los monjes.» Cf. San Benito de Arrimo (hacia 750-821), Reglas
de los santos padres; PL 103, 447 ss; Regla de Serapión, de
Macario...; PL 103, 435-442.
[7] San Cirilo de Alejandría, Carta a los
obispos de Libia y de Pentápolis; PG 77, 316; Labbe 3, 1489. Casiano, Conferencias,
n. 4, c. 1; PL 49, 584-585: «El mérito de su pureza y de su suavidad (del abad Daniel) lo destinó a la elección
del bienaventurado Pafnucio, que era el sacerdote de aquella soledad,
para elevarlo… al oficio de diácono... Todavía en vida lo promovió al honor del
presbiterado».
[8] San
Gregorio, libro 6, Carta 92, al obispo Víctor; PL 77, 830: «Urbicus, abad del monasterio
de San Hermes, situado en Palermo, nos ha pedido instantemente con su comunidad
que sea ordenado un sacerdote en ese mismo monasterio, para celebrar la santa
misa (sacra missarum solemnia); y como no se debe dar largas a tal
petición, hemos juzgado necesario exhortar por las presentes a tu fraternidad a
que consagres a un miembro de esa comunidad, elegido para este ministerio y
cuya vida, costumbres y conducta puedan convenir a tan gran ministerio».
[9] Las actas del concilio de Constantinopla (536)
contienen diversas súplicas firmadas por varios centenares de superiores de
monasterios; la mayoría de tales superiores poseen la calidad de presbíteros,
algunos la de diáconos, un número muy reducido carecen de orden eclesiástico: Labbe 5, 31-250; Mansi 8, 905 ss; Hefele 2, 1146-1154. En
Occidente, el sínodo de Auxerre (578), los concilios XV y XVI de Toledo (688 y
693), el concilio de Francfort (794) y la mayoría de los concilios posteriores ponen
a los abades antes de los presbíteros, lo cual indica, observa Thomassin, que por
consiguiente, los abades eran generalmente presbíteros; Thomassin, Ancienne et
nouvelle Discipline de l'Église, p. 1, l. 3, cap. 15, n. 5, t. 2, p. 556.
El concilio de Roma (826), can. 27, ordena incluso que no se escoja «como
abades en los coenobia o, como se dice ahora, en los monasterios, sino a
hombres capaces. Serán sacerdotes a fin de poder perdonar los pecados a los
hermanos puestos bajo su jurisdicción", resumen de Hefele 4, 52.
[10] Ya en los primeros tiempos de la vida cenobítica
hizo san Pacomio que sus monjes tuvieran a su cargo una iglesia nuevamente fundada; pero
aquel ministerio era provisional, ya que en general los monjes no estaban
todavía en posesión de las sagradas órdenes. Vidas de los padres, l. 1, Vida
de san Pacomio, c. 26. PL 73, 246; Vida de san Pacomio, c. 11, n.°
86, en Acta Sanctorum, t. 16, p. 328; Sócrates, Historia
eclesiástica, l. 8 c. 17; PG 67.
1559.
[11] A partir del siglo XI dictan los concilios gran
número de cánones a propósito de las parroquias dependientes de las abadías.
Por ejemplo, Concilio de Maguncia (847), can. 14; Labbe 8, 46; Mansi 14, 907: "Den
cuenta los monjes al obispo o a su vicario de los propios títulos donde están
colocados, sean convocados y acudan al sínodo".
[13] Sínodo de Roma (433), can. 5, según los apócrifos de Símaco, Gesta de Xysti
Purgatione; Labbe, 3, 1268; Mansi 5, 1064: "El
obispo Sixto rogó a los sacerdotes de la ciudad de Roma y al clero y, por otra parte,
a los monasterios de los siervos de Dios, y se reunieron para discutir en la
basílica de Santa Helena".