Orden canónico y orden monástico.
Este
carácter jerárquico de los monasterios, por cuanto los hace entrar en la gran
familia de las Iglesias, nos lleva a hablar de la célebre distinción que
entonces se hacía en el seno de la jerarquía misma entre las dos disciplinas
que allí se observaban.
Mientras que en el orden jerárquico, las Iglesias episcopales y los
títulos de las ciudades, las Iglesias rurales y las parroquias menores guardan
entre sí el rango que se les ha asignado, estas mismas Iglesias, desde el punto
de vista de las observancias, podían pertenecer, como se decía, al orden monástico
o al orden canónico.
Esta distinción es de gran importancia, porque al mostrar la vida
religiosa introducida en la jerarquía, basta para establecer que a los ojos de
la tradición esta vida es esencialmente compatible con la constitución del
clero titular de las Iglesias.
Por lo demás, esta distinción apareció desde los orígenes, pues está concebida
en germen en la fórmula del concilio de Laodicea, que distingue dos clases de
consagraciones a Dios, la clerical y la ascética[1], fórmula de la que las célebres
designaciones de orden canónico y orden monástico, tantas veces proclamadas en
los concilios y en las capitulares del siglo de Carlomagno, no son sino la
traducción aplicada al pleno desarrollo de estos elementos primitivos[2].
Tal distinción domina toda la historia de las Iglesias particulares en
la edad media y es mantenida todavía por el concilio de Trento cuando distingue
entre los beneficios monásticos y los puramente eclesiásticos o canónicos[3].
Es
cierto que estos últimos se llaman hoy día beneficios seculares, porque el orden
canónico ha abrazado generalmente el estado secular. Pero no era así en los orígenes,
y esto no tiene nada de esencial. Así, si el orden canónico y el orden monástico se oponen entre sí por la antigua
distinción de que estamos hablando, esta distinción no se basa en una necesaria
exclusión de la profesión religiosa en el orden canónico, profesión que por su
naturaleza estuviera reservada únicamente al orden monástico. Muy al contrario,
el orden canónico, es decir, el estado propiamente clerical, que comenzó más
especialmente en la persona de los apóstoles y de sus discípulos, primer clero
de la Iglesia naciente, ha sido siempre invitado, según su ejemplo, a la
práctica de los consejos evangélicos[4].
Se
podría incluso sostener que los monjes educados para recibir órdenes clericales
y que llevan en las sagradas órdenes las obligaciones anteriores de la vida
religiosa, por la ordenación pertenecen en un sentido muy verdadero al orden
canónico; en efecto, observando los compromisos de su profesión religiosa, no
hallan en éstos nada que no convenga a la perfección de su vida clerical.
Aquí
tendríamos todavía que explicar cómo en los orígenes reinaba la vida religiosa,
aunque con menos uniformidad, en el clero de las Iglesias que no pertenecían al
orden monástico. Tendríamos que mostrar cómo esta expresión de orden canónico
estaba muy lejos de excluir la profesión religiosa como lo hace la expresión
moderna de clero secular y cómo, sin hacer de este bienaventurado estado una
obligación absoluta, incluía, sin embargo, una apremiante invitación a
abrazarla. Habría que mostrar cómo la disciplina religiosa, que en los tiempos
modernos sólo los canónigos regulares han guardado sin dejar de pertenecer al
orden canónico, era estimulada, recomendada y más o menos practicada en el seno
de todas las Iglesias, aunque el simple nombre de clérigo bastara para
designarla en los primeros tiempos, sin más calificación particular.
Esto sería la justificación de la doctrina de san Pío V sobre el estado
de los canónigos regulares[5], últimos restos de aquella religión primitiva
del clero: «Los canónigas regulares,
que eran llamados clérigos en los primeros siglos de la Iglesia»[6], y
al mismo tiempo la justificación de la máxima de los antiguos sobre la perfección
del estado clerical comparado con el estado monástico: monachus vix clericus,
«de un monje es difícil hacer un clérigo»[7].
Pero
esta exposición nos llevaría demasiado lejos; volveremos sobre este tema en el
estudio especial que haremos del estado religioso y de sus diversos desarrollos.
Aquí nos proponemos principalmente exponer al lector lo que atañe a la
constitución de las Iglesias, y era necesario mostrar por qué lado, conforme al
canon 6 de Calcedonia, los monasterios mismos son Iglesias y pertenecen a la admirable
y armoniosa jerarquía que las abraza a todas en su unidad.
Hagamos,
con todo, una última observación necesaria para la inteligencia de estas materias.
En
todo lo que acabamos de decir acerca del estado monástico unido a la vida de
las Iglesias particulares y con un puesto en su jerarquía, sólo hemos querido
hablar del orden monástico propiamente dicho.
El orden monástico, regido primeramente por las diversas reglas de Oriente
y las reglas primitivas de Occidente, reducido después en la Iglesia latina a
la disciplina única de la regla de san Benito, subdividido luego de nuevo en
cuanto a las prácticas del claustro por las diversas observancias de esta regla
única, no dejó nunca, bajo estas formas variadas, de constituir, en cada uno de
los lugares donde se estableció y por cada uno de sus monasterios verdaderas
Iglesias en el sentido jerárquico de la palabra, teniendo en los monjes mismos
sus sacerdotes y sus ministros titulares conforme al canon sexto de Calcedonia,
renovado por el concilio de Trento.
No hemos entendido hablar de las órdenes religiosas propiamente dichas, órdenes
mendicantes o clérigos regulares.
En el transcurso de los tiempos suscitó Dios estos grandes institutos y
dio por ellos magnífico desarrollo a la vida religiosa. Pero la misión
providencial que recibieron respecta más inmediatamente a la Iglesia universal,
y no están vinculados a la vida de ninguna Iglesia particular.
Su misión es esencialmente el apostolado; como clero de la sola Iglesia
universal, están a disposición de su cabeza, el Soberano Pontífice, repartidos
por el mundo entero y ayudando a todas las Iglesias sin ser clérigos de ninguna
de ellas por un título restringido y un vínculo particular. Están destinados a
dar a los pueblos apóstoles, pero no pastores.
La Iglesia universal recibe así sus servicios, y todas las Iglesias se
aprovechan de sus trabajos. Admirables creaciones del Espíritu Santo en los tiempos
modernos, aparecen en cada siglo, suscitados en la horaque les está asignada para
sostener los combates constantemente nuevos de la Esposa de Jesucristo;
sostienen misteriosamente, como fue mostrado al Papa Inocencio III (1198-1216),
a la Iglesia agitada por las sacudidas de las revoluciones, la violencia de las
herejías y el relajamiento de la disciplina. En este glorioso empleo llenan las
páginas de la historia eclesiástica con sus nombres, sus beneficios, las
virtudes de sus santos y los trabajos de sus doctores.
[1] Concilio de Laodicea (entre 343 y 381),
can. 30; Labbe 1, 1512; Mansi 2, 569; Hefele 1, 1016: "Que
las gentes de Iglesia, clérigos y ascetas…".
[4] Pontifical romano, tonsura: «Dice cada uno mientras se le corta
el cabello: "El Señor es mi parte de la herencia y mi cáliz. Tú eres,
Señor, quien me restituirá la herencia."» San Jerónimo, Carta 52, al
sacerdote Nepociano 5; PL 22, 531: «El clérigo ligado al servicio de la
Iglesia de Cristo traduzca primeramente su nombre, defina en
primer lugar la palabra y se esfuerce luego por ser tal como se le llama. Kleros en
griego se dice en latín sors. Se llama así a los clérigos, ya porque
pertenecen a la "suerte" del Señor, ya porque el Señor mismo es la
suerte, es decir la parte de herencia de los clérigos. Ahora bien, el que es la
parte del Señor o tiene como parte al Señor, debe mostrarse tal que posea al
Señor y sea él mismo poseído por el Señor. Quien posee al Señor y dice con el Profeta:
"El Señor es mi parte", no debe tener nada fuera del Señor, porque si
tiene cualquier cosa fuera del Señor, el Señor no será su parte»; cf. Labourt, l. 2, p. 177.178. Concilio
de Nimes (1096), can. 3, Labbe 10, 607; Mansi 20, 934-935: «Es preciso
que los que han dejado el mundo tengan más celo para orar por los pecados de
los hombres y sean más capaces de absolver los pecados que los sacerdotes
seculares. Porque aquéllos viven según la regla de los apóstoles y llevan vida
común siguiendo sus ejemplos...; por esto nos parece que los que han dejado sus
bienes por Dios pueden más dignamente bautizar, dar la comunión, imponer la penitencia
y perdonar los pecados.»
[5] San Pío V (1566-1572), bula Cum ex Ordine, (19 de
diciembre de 1570), en Cherubini, Bullarium Romanum (continuatio),
Luxemburgo, t. 2, p. 345-346: «Por esto, como creemos, hijos carísimos,
vosotros todos, canónigos regulares de la orden de san Agustín de Letrán, orden
que tiene sus orígenes en los Apóstoles y que fue reformada por el mismo san
Agustín...».