Dependencia esencial de los presbíteros.
En
primer lugar, importa en gran manera entender bien que la autoridad de los sacerdotes en estas
Iglesias sin obispos no los constituye en modo alguno en obispos secundarios o
en príncipes del pueblo cristiano.
Se
ha dicho que en los primeros tiempos el obispo era el párroco de la ciudad episcopal,
y que los sacerdotes eran los párrocos de las ciudades menores.
Si
con esta manera de hablar se pretende asimilar la posición de los sacerdotes en
las Iglesias menores a la del obispo en la Iglesia principal, la proposición es
inadmisible.
Cuando
mucho puede enunciar el simple hecho del gobierno y de la dirección espiritual
ejercidos por el obispo en persona más habitual e inmediatamente en la ciudad
episcopal, y más raramente en las localidades menores.
En
efecto, es evidente que los sacerdotes de las Iglesias de la diócesis suplían
más ordinariamente al obispo en la predicación y en la celebración de los
misterios de lo que lo hacían los sacerdotes de la ciudad. Pero, en el fondo y
en sustancia, los unos y los otros poseían el mismo rango en sus Iglesias
respectivas.
La presencia del obispo no rebajaba en modo alguno al presbiterio de la
ciudad, y su ausencia no hacía que los sacerdotes rurales se elevaran hasta
asumir su autoridad principal. Pero siempre y en todas partes el orden de los
presbíteros debió seguir siendo lo que es por esencia, es decir, el auxiliar y
cooperador del obispo, la ayuda dada a la cabeza y al esposo de la Iglesia,
«una ayuda que le sea semejante» (Gén. II, 18); nunca y por ningún título serán
los presbíteros cabezas y esposos de las Iglesias.
E importa muy poco el que, de hecho, un sacerdote único esté puesto a la
cabeza de alguna de las greyes menos considerables.
El obispo es uno en su Iglesia por las necesidades de la jerarquía y a
causa del misterio de la unidad, como cabeza y principio de unidad; el
presbítero, si está solo lo está únicamente por razones de conveniencia y
accidentalmente.
Por el hecho de estar solo no cesa de ser la segunda persona en la
Iglesia; y como esta segunda persona es el colegio del presbiterio que rodea y
asiste al obispo, él sigue representando a este colegio como reducido en su
persona a un solo miembro.
Así
la constitución divina de la jerarquía, que se opone absolutamente a que haya varios
obispos en una Iglesia episcopal[1],
no se opone en modo alguno a que haya varios sacerdotes en una parroquia. Las
diócesis pueden incluir indiferentemente, según las necesidades de los pueblos,
Iglesias gobernadas por un solo sacerdote, y otras gobernadas por un colegio
sacerdotal y dotadas de un clero numeroso[2].
Todo
es aquí pura economía; y si en las Iglesias llamadas colegiales, es decir, provistas
de un colegio de sacerdotes, la disciplina canónica en los tiempos modernos ha
reservado generalmente a uno solo el ejercicio de la jurisdicción pastoral, si
por lo menos la dirección principal del ministerio eclesiástico debe en ellas
estar prudentemente confiada a uno solo, estas disposiciones han obedecido a
simple transmisión o a la útil repartición del ejercicio de la jurisdicción
entre los miembros del colegio y no han afectado a las de la jerarquía. Así no
son universales ni uniformes y han variado según los tiempos y los lugares[3].
A
nuestro parecer, importa mantener a propósito de los presbíteros de las
Iglesias diocesanas esta noción esencial y reducirlos absolutamente al segundo rango.
Es preciso que se sepa
bien que el obispo es, en verdad y en toda la fuerza de la expresión, la única
cabeza de cada una de las Iglesias de su diócesis, y que los presbíteros en
estas Iglesias han sido siempre y siempre serán, por su necesaria dependencia,
lo que eran desde los orígenes en la ciudad episcopal.
La
antigüedad no distinguió nunca dos clases de presbiterado y dos clases de presbíteros,
los unos simples ministros y asistentes de los obispos en las Iglesias episcopales,
y los otros cabezas de Iglesias a la manera de los obispos mismos; y los que
han querido dar a los párrocos, entre los sacerdotes, una existencia jerárquica
distinta y una institución divina particular ven sus pretensiones confundidas
por todo el silencio de la tradición.
[1] San Cornelio (251-252), Carta a Fabián, obispo de
Antioquía, en Eusebio, Historia eclesiástica, l. 6, c. 43,
n. 11; PG 20, 622; Dz 109; t 45.