Acción del laicado.
El
colegio sacerdotal de la Iglesia tiene, por tanto, tres funciones principales: asistir
al obispo, suplirlo durante la sede vacante, elegir
por derecho ordinario y presentar al superior el sucesor en la sede vacante. En estas tres funciones conserva su prerrogativa
el orden de los presbíteros. Sólo los presbíteros son los que, por naturaleza
de su sacerdocio, forman esencialmente el senado de la Iglesia.
Sin
embargo, desde los primeros tiempos eran invitados los diáconos a formar con
ellos este venerable tribunal. En efecto, este tribunal llamaba en su ayuda a
sus oficiales, como en nuestra magistratura moderna vemos, además de los jueces
que dictan las sentencias, un orden de magistrados destinados a asesorarlos y a
prestarles asistencia.
Luego,
como en aquellos juicios sagrados se efectuaba todo con religiosa condescendencia
y con una especie de facilidad confiada, se dejaba fácilmente a los diáconos
levantar la voz y dar su parecer, y sin discutir en el fondo sobre el carácter
consultivo o deliberativo de los sufragios, la asamblea entera tomaba delante
de Dios sus decisiones conformándose con el parecer de los más prudentes. Así,
en la práctica, sin engolfarse en distingos, bastaba que el consentimiento de
los sacerdotes diera su valor a las resoluciones.
De
resultas de estas mismas facilidades no fueron los diáconos los únicos
admitidos en el consejo de las Iglesias. Los clérigos de los órdenes inferiores
entraron también en ellos y hasta entrada la edad media se ven las
deliberaciones capitulares de la Iglesia de París suscritas en nombre de todos
por tres diputados de cada uno de los órdenes de los presbíteros, de los
diáconos y de los subdiáconos, y por tres jóvenes de la escuela de los clérigos,
que representaban el colegio de los lectores[1].
Pero
esto no es todo, y las santas condescendencias de la Iglesia fueron todavía más
lejos.
Las Iglesias son como familias instituidas divinamente. En ellas hay una
paternidad venerable en el sacerdocio, y por parte de los fieles, hijos unidos
con su clero y unidos entre sí por un vínculo sagrado. Según los tiempos, el
fervor de los pueblos les hace saborear y sentir más o menos vivamente este
misterio de unidad.
Se ha visto a los cristianos arrebatados, por decirlo así, de ardiente
amor a sus Iglesias, concentrar en ellas sus más vehementes afectos, vivir de
su vida y apasionarse por ellas.
Así, desde los tiempos apostólicos y dondequiera que los cristianos manifestaron
estos bellos sentimientos, los obispos no vacilaron en llamar al entero pueblo
fiel a conocer en los principales hechos de la administración apostólica.
Gustaban de hablarles de los actos más importantes de su gobierno paternal[2]; les proponían los nombres de los que
destinaban a formar el clero y les pedían su sufragio[3].
Por su parte el pueblo, estimulado por tales muestras de confianza de
sus pastores, tomaba a veces la iniciativa y presentaba por sí mismo la expresión
de sus deseos.
Con ello no perdía nada la autoridad episcopal ni la podían turbar
aquellas manifestaciones populares. Esta autoridad les dejaba tanto mayor
libertad cuanto más segura estaba del respeto filial de sus decisiones.
Los obispos obraban de la misma forma en la
administración de lo temporal y de las limosnas que se les confiaban.
Finalmente, en las elecciones episcopales, el pueblo cristiano, con frecuencia
consultado a propósito de la promoción de los clérigos inferiores, era admitido
equitativamente a formular sus votos[4]. Se le consultaba o él mismo se pronunciaba. Todo
debía efectuarse con orden y buen acuerdo, y si alguna vez el carácter popular
de tales manifestaciones las hacía degenerar y ocasionaba tumultos, la
autoridad de los metropolitanos o de los obispos co-provinciales era poderosa
para ponerles remedio.
Se
ha querido abusar contra la constitución de la Iglesia de aquellas admirables y
maternales condescendencias de la misma para con sus hijos, los laicos, y de
aquella participación ardiente que tomaba el pueblo fiel en la vida de las
Iglesias particulares. Se ha querido hallar en ellas un argumento en favor de
una presunta democracia cristiana en la que toda la autoridad viniera de abajo,
contrariamente al orden de la misión divina.
Pero
en estas palabras: «Como a Mí me envió el Padre, Yo os envío a vosotros» (Jn XX, 21), estableció Jesucristo toda la forma de la Iglesia universal y de las
Iglesias particulares.
Estas
palabras conservan su vigor; y después de esto ¿qué tiene de extraño que, por una equitativa y santa economía, los
cristianos apasionados por el bien y el orden de su Iglesia, ligados con ella y
hechos sus miembros por el bautismo, por los sacramentos, por todas las
comunicaciones de la vida espiritual, estando en comunión con la Iglesia
universal y con Jesucristo en la comunión de su Iglesia, viviendo en ella y recibiendo
por ella el alimento de sus almas, fueran admitidos a conocer de los principales
acontecimientos de su vida, a afligirse por sus dolores, a regocijarse de sus
progresos?
Tal era el sentido de la cuaresma y de las grandes observancias
públicas. Todos juntos hacían penitencia por los escándalos que la afligían;
todos juntos trabajaban por la curación de los miembros enfermos y por el
alumbramiento de los hijos de Dios, y si el gozo de las fiestas pascuales era
tan grande para todos era porque celebraban en ellas, con el misterio del bautismo,
el acrecentamiento de su sociedad y la santa fecundidad de su madre muy amada.
Después de esto era natural que tomaran como propios sus intereses, que
eran realmente sus intereses más sagrados; en ello ponían todo su ardor, y precisamente
en este espíritu eran llamados a elevar sus aclamaciones y a proponer la
elevación de quienes creían más dignos de ser los guardianes y depositarios de
estos intereses.
Por lo demás, todavía en nuestros días se ve algo parecido en el seno de
los monasterios y de las comunidades cuyos vínculos se han mantenido más
estrechamente; en ellas se practica la elección popular, mas no por ello se
piensa en erigirlas en repúblicas democráticas.
Pero, desgraciadamente, el pueblo fiel se ha desinteresado demasiado de
la vida de la iglesia particular, poco a poco se ha retirado de ella; sin embargo,
no cesa de pertenecerle por un lazo sagrado, aunque conoce poco su misterio.
Así, no interviene ya de forma tan destacada en los acontecimientos de la vida
eclesiástica, como tampoco pone ya en ellos el mismo entusiasmo.
Sin
embargo, la jerarquía no ha cambiado de carácter con las disposiciones variables
de los hombres; era antiguamente lo que es ahora, es decir, una sucesión de poderes
que descienden del trono divino por grados ininterrumpidos; en ella todo viene
de lo alto, y la autoridad no tiene nunca su origen en los súbditos sobre los
que se ejerce.
Era
necesario dar rápidamente estas explicaciones sobre la constitución esencial de
la Iglesia particular y sobre los movimientos de su actividad vital.
Tendremos
ocasión de volver sobre estas materias y sobre los cambios accidentales que se
han producido con el tiempo cuando nos ocupemos expresamente de su historia.
Sin
embargo, desde ahora podemos decir que por el movimiento de las cosas humanas se ha ido concentrando poco a poco la acción
del presbiterio en cierto número de sus miembros principales, por lo menos por
lo que atañe al arreglo de los asuntos eclesiásticos ordinarios.
Ya
hemos mencionado la práctica de la Iglesia romana en el siglo VII, de dar a
tres cabezas de orden toda la autoridad del presbiterio cuando se hallaba
vacante la santa sede.
Esta
disciplina no era seguramente tan exclusiva del sufragio de los principales sacerdotes
y diáconos, que no se llamara también a éstos a deliberar en común bajo su
presidencia.
Sobre
todo en las elecciones episcopales, debido a su importancia capital, los cuerpos
eclesiásticos que no podían desinteresarse de ellos conservaron largo tiempo el
uso de asambleas más completas.
Pero
aun en estas ocasiones los principales entre el clero tomaban, en diversas formas,
la parte más considerable en la acción: unas veces algunos dignatarios o algunos
miembros escogidos proponían con un primer sufragio su elegido a los sufragios
sucesivos de los diferentes órdenes del clero[5], otras veces los principales
clérigos se reservaban en común la elección que el resto del clero se contentaba
con aprobar o aclamar.
Esta
parte principal asignada a los principales entre el clero acabó por convertirse
para ellos en un derecho exclusivo, derecho secundario y basado en el derecho
radical y primitivo del conjunto del antiguo presbiterio.
Así
con el tiempo los cardenales o primeros titulares de la Iglesia romana, y los
que en las otras Iglesias fueron llamados canónigos de las catedrales, ellos
también titulares principales de tales Iglesias, heredaron el ejercicio de
todas las funciones comunes al cuerpo del presbiterio y hoy día le representan
en toda la venerable autoridad que le corresponde por su origen y por su puesto
en el misterio de la jerarquía de la Iglesia particular.
Lo
que decimos aquí del clero se aplica también al pueblo fiel por lo que hace a
la parte que antiguamente tomaba en los asuntos de las Iglesias y en las
elecciones episcopales.
Cuando
se hizo cristiana la entera sociedad civil, ella misma, guardando su jerarquía
particular, fue el pueblo cristiano de las Iglesias. Los magistrados y los principales de la ciudad
u hononati, hechos cristianos con todo el cuerpo social, representaron
natural-mente al elemento laico de la Iglesia, y se les vio ocupar poco a poco
el puesto del pueblo fiel en los asuntos en que hasta entonces había dejado
éste oír su voz.
En su calidad de representantes del pueblo fiel de representantes de la
sociedad civil, confundida ya con el orden laico de la Iglesia, suscribían los
decretos de elección[6].
Posteriormente, aquella participación otorgada al elemento laico por la
condescendencia de la autoridad jerárquica remontándose cada vez más hacia los
jefes del pueblo, acabó por concentrarse en la persona de los soberanos y de
los señores territoriales; así tomó las diferentes formas de patronato
eclesiástico, y esta disciplina subsiste hasta cierto punto, por lo menos en su
espíritu, hasta en los concordatos de los tiempos modernos.
Es
importante hacer resaltar este carácter de la intervención laica debida a la condescendencia
maternal de la Iglesia, a fin de no ver en ella un principio de gobierno
democrático en los tiempos primitivos y un derecho de la autoridad temporal
sobre las cosas de la religión en los tiempos modernos.
[1] Pastoral de la Iglesia de París (1201), l. 2, c. 7,
p. 58 (manuscrito de les Archives nationales). Carta de Gilberto, obispo de
París (1122), en Lobineau, t. 3, p. 59.
[2] San Cipriano, Carta 11, al pueblo, 1; PL 4, 257:
«Los bienaventurados mártires nos han escrito a propósito de ciertos lapsi
solicitando el examen de sus peticiones. Cuando, una vez que nos haya dado el
Señor la paz a todos y hayamos retornado a la Iglesia, las examinaremos una por
una con vuestro concurso y sufragio».
[4] San Gregorio (590-604), libro 6, Carta 21, a Pedro,
obispo de Otranto; PL 77, 812: «Tu fraternidad estará a punto de dirigirse
a esas sobredichas Iglesias y advertirá sin demora con asiduas exhortaciones al
clero y al pueblo de esas mismas Iglesias para que, lejos de toda pasión,
reclamen a los que de un solo y mismo acuerdo han elegido anticipadamente
sacerdotes que merezcan ser juzgados dignos de tan gran ministerio y que no
desprecien, en modo alguno, los venerables cánones.»
[5] Concilio de Roma (1059), decreto sobre la elección del Romano
Pontífice; Labbe 9, 1103; Mansi 19, 903: «Decidimos y ordenamos que después
de la muerte del Pontífice de esta Iglesia romana, ante todo los cardenales
obispos deliberen en común y con el mayor cuidado sobre la elección; que hagan
venir en seguida a los cardenales clérigos, luego al resto del clero y del
pueblo para prestar adhesión a la nueva elección... Y que así esos hombres
religiosísimos (es decir, los cardenales obispos) sean guías en el buen
resultado de la elección del Pontífice, y que los otros los sigan dócilmente...» Acerca
de los problemas de autenticidad y de interpretación de este texto, una de
cuyas versiones fue falsificada por dos partidarios del antipapa Guiberto antes
de 1097, véase Hefele 4, 1139-1165. Concilio de Letrán (769), ac. 3, Labbe 6, 1722-1723; Mansi 12, 719: «So pena de
excomunión vedamos que cualquier laico ose jamás tomar parte, ya de mano
armada, ya de otra manera, en la elección del Pontífice, sino que esta elección
pontificia sea hecha por ciertos sacerdotes y dignatarios de la Iglesia y por
todo el clero. Y antes de que el Pontífice elegido sea conducido al palacio pontificio
(patriarchium), todos los oficiales, todo el ejército, los burgueses de
distinción y la totalidad del pueblo de esta ciudad de Roma deben apresurarse a
saludarlo como señor de todos. Y así, según la costumbre, deben firmar todos
los que hayan hecho la elección y todos los que la acepten. Ordenamos en nombre
del juicio de Dios y so pena de excomunión que se proceda de la misma manera
(en las elecciones episcopales) en las otras Iglesias»; cf. Hefele 3, 734-735. Ibid.,
ac. 4; Labbe 6, 1724, Mansi 12, 721: «Si alguien osa oponerse a los
sacerdotes, a los dignatarios de la Iglesia o a todo el clero en la elección de
su pontífice según esta tradición canónica, sea anatema.»
[6] Diurnal, c. 2, tít. 2; PL 105, 29: «Reunidos con
nosotros, según el uso, todos los sacerdotes dignatarios de la Iglesia, todo el
clero, los oficiales y todo el ejército, los burgueses de distinción y la
totalidad de este pueblo de Dios establecido en Roma...» Ibid., PL 105, 31: «Todo
el clero, los oficiales, los soldados y los burgueses firman igualmente.»
Ibid.; PL 105, 33: «Firma de los laicos: Yo, N...., servidor de Vuestra Piedad,
por esta elección que hemos hecho de Vos, N.... venerable archidiácono de la
santa sede apostólica, y reconociéndoos como nuestro elegido, firmo» Ibid., c.
2, tit. 4; PL 105 34: «Reunidos con nosotros, según el uso, los familiares del
clero y del pueblo, los dignatarios y todo el ejército... Hacemos esta elección
solemne, con-firmamos con las manos levantadas los deseos de los corazones
sobre su elección, y por nuestros votos hemos enviado, N..., venerable
sacerdote, N..., notario de la región...».