Asistencia del presbiterio.
Sin
embargo, ¿conviene que el obispo parezca obrar siempre por sí solo? ¿Y qué será
de la dignidad de las comunicaciones sacerdotales si el orden de los
presbíteros no se muestra nunca en torno a la cátedra episcopal? El honor mismo
del episcopado está implicado en ello; en efecto, su mayor gloria es esa fecundidad por la que irradia y resplandece en el
segundo orden, como los astros principales
del firmamento se ven ilustrados por la
corona de satélites que hicieron salir de su centro y que iluminan con
sus propios destellos.
Así
pues, aunque el obispo
puede obrar solo, sin embargo, no lo hace siempre; conviene que se muestre
también rodeado de su presbiterio, y ésta es la segunda manera de la actividad
jerárquica aplicada a la Iglesia particular.
Así asiste el presbiterio al obispo: es su consejo, y cada vez que el
obispo lo llama en su ayuda forma con él un solo tribunal[1].
Este concurso solemne del presbiterio tiene lugar en las circunstancias
más importantes y se ha empleado más o menos frecuentemente según la diversidad
de los tiempos y de las regiones. Se ve al presbiterio de las Iglesias asistir
al obispo unas veces en los juicios[2], otras en la elección de las personas llamadas
a las sagradas órdenes y a los ministerios eclesiásticos[3], otras, en fin, en los actos más importantes
de la administración temporal[4]. Los obispos, a su arbitrio, usaron más o
menos de esta fiel y santa asistencia[5] y en la antigüedad los hubo que no hacían nada
sin el consejo de su clero[6]. En los tiempos modernos, el derecho canónico,
precisando las direcciones que el Espíritu Santo no cesa de imprimir en la
Iglesia al episcopado, ha determinado casos en los que habrá que escuchar
necesariamente este consejo, como cuando
se trata de la promoción a los títulos de oficios eclesiásticos, e incluso
casos en los que, como cuando se trata de la enajenación de los bienes de la
Iglesia, el obispo no podrá obrar sin el parecer conforme de este senado[7].
Pero siempre, por obligatorias que sean estas leyes, la autoridad de las
decisiones viene del obispo, y las medidas que se toman le pertenecen y reciben
de él su fuerza y su valor radical[8].
Los Sumos Pontífices y los concilios, al establecer estas sabias reglamentaciones,
no han invertido el orden de la jerarquía ni disminuido la autoridad sagrada
del obispo en su Iglesia; pero usando del derecho superior que les corresponde,
de moderar su ejercicio, le han trazado reglas apropiadas para protegerle
contra los excesos y contra los abusos.
Tal es el sentido de estas leyes; así, aun en los casos mismos en que el obispo
debe conformarse al parecer de su presbiterio, éste, a decir verdad, no por
ello participa de su soberanía, sino que entonces el obispo recibe de la
autoridad superior de la Iglesia universal reglas que se le imponen, y si así
parece limitado el ejercicio de su función, en sustancia no es limitado por la
prerrogativa del presbiterio, sino ciertamente por la de quien es cabeza de los
obispos y por los cánones de la Iglesia universal, que de él reciben su valor.
[1] Ibid., L. 2, c. 28; PG 1, 674: "Los
sacerdotes ocupan su puesto (de los apóstoles) como consejeros del obispo y
corona de la Iglesia; son, en efecto, el consistorio (synedrion) y el senado
de la Iglesia."
[3] San
Cipriano, Carta 33 al clero y al pueblo, 1. PL
4. 317-318: "En cuanto a las
ordenaciones de clérigos, hermanos carísimos, tenemos la costumbre de
consultaros de antemano y de pesar con vosotros la conducta y los méritos de
cada uno". Id., Carta 24,
al clero; PL 4, 287: "Sabed que he ordenado lector a Saturo, y subdiácono a Optato, el confesor. Los habíamos ya, de común acuerdo, acercado a la clericatura, cuando encargamos
dos veces a Saturo hacer la lectura el día de pascua y últimamente cuando,
examinando cuidadosamente a los lectores con los presbíteros catequistas,
pusimos a Optato en el rango de los lectores, de los que instruyen a los catecúmenos... No he hecho, pues, nada
nuevo en ausencia vuestra, sino únicamente he puesto en práctica lo que
habíamos decidido de común acuerdo".
[4] Estatutos antiguos de la Iglesia (compilación
canónica, probablemente de Genadio de Marsella), Pseudo-concilio
(IV) de Cartago (398), can. 32; Labbe 2, 1202-1203; Mansi 3, 954; cf. Hefele 2, 115: "Cuando
un obispo da, vende o cambia parte de la fortuna de la Iglesia sin el
asentimiento y la firma de su clero, tal acto es inválido". San
León I (440-461), Carta 17, a los obispos de Sicilia; PL 54, 705: "Esto
es lo que decidimos: que ningún obispo tenga la osadía de dar,
cambiar o vender cosa alguna de los bienes de la Iglesia, a no ser que por
casualidad espere lucro de tal negocio; entonces, después de discutir la
opinión con todo su clero, y con su consentimiento, escoja lo que sin género de
duda haya de ser ventajoso para la Iglesia."
[5] Más de una vez condenaron los Papas mismos herejías,
asistidos por la asamblea de su clero: San Siricio (384-389), Carta 2 a la Iglesia de Milán,
6; PL 16, 1171; Mansi 3, 663: "El presbyterium se reunió
y declaró su doctrina (de Joviniano y de sus adeptos) contraria a nuestra
doctrina, es decir, a la ley cristiana. Por esto, siguiendo el consejo del Apóstol,
los hemos excomulgado, porque anunciaban "un evangelio diferente del que
hemos recibido" (Gál. I, 9). Una sola sentencia fue pronunciada, tanto por
los presbíteros y los diáconos como por todo el clero, a saber, que Joviniano,
Auxencio..., reconocidos autores de la nueva herejía de la nueva blasfemia,
serán condenados y expulsados de la Iglesia a perpetuidad, por sentencia divina
y por nuestro juicio»; cf. Hefele 2, 79-80.
[6] Tal era la práctica de san Cipriano; cf. Carta 5 a
los presbíteros y a los diáconos, 4; PL 4, 234: «En
cuanto a lo que han escrito nuestros hermanos en el sacerdocio, Donato, Fortunato,
Novato y Gordiano, no he podido responder yo solo, habiéndome fijado como regla
desde el comienzo de mi episcopado no decidir nada según mi opinión personal
sin vuestro consejo y sin el sufragio del pueblo. Cuando por la
gracia de Dios vuelva cerca de vosotros, entonces en común, como lo pide la
consideración que nos tenemos mutuamente, trataremos de lo que se ha
establecido o de lo que se haya de hacer»; Id. Carta 13 al clero, PL 4,
260: «Cuando la divina misericordia permita que nos reunamos y que podemos
deliberar sobre todas las especies, según la disciplina de la Iglesia". Id.,
Carta 40, al pueblo, 3; PL 4, 335: «Se ha decidido... que no se
reglamente nada de nuevo en el asunto de los lapsi antes de que podamos
reunirnos, poner en común nuestras luces y dictar una sentencia que concilie la
disciplina y la misericordia».
[7] Gregorio
IX
(1227-1241), Decretales, L. 3, tít. 10, c. 4 y 5, Venecia 1584, col.
1039-1094. El Código de derecho canónico, can. 1520, § 3, hace estas
puntualizaciones: «En los actos administrativos de mayor importancia, el
ordinario local cuidará de oír al consejo de administración; pero los vocales
de éste sólo tienen voto consultivo, a no ser que se requiera su consentimiento
por derecho común en casos especialmente expresados, o por ley fundacional se
exija el consentimiento de los mismos.»
[8] San Ignacio, Carta a los Efesios, 6; PG 5 649: "Luego,
cosa evidente es que hemos de mirar al obispo como al Señor mismo»; cf. Camelot, p. 75. Cánones
apostólicos, can. 40, ed. Pitra, luris ecclesiastici
graecorum historia et monumenta, Roma 1864, t. 1, p. 21: «Porque le ha sido
confiado el pueblo del Señor y él deberá dar cuenta de sus almas.» Constituciones
apostólicas, L. 2, c. 26; PG 1, 667: «Así pues, presida el obispo entre
vosotros como un hombre adornado con la dignidad de Dios, por razón de la cual
preside al clero, y dé órdenes al pueblo entero.» San Cipriano, Carta 27, a los lapsi,
1; PL 4, 298; Concilio de Trento, sesión 21 (1562), Decreto
de reforma, can. 8, Ehses 8, 703; Hefele 10, 423: «Es
equitativo que en una diócesis tenga el ordinario un cuidado particular de
todas las cosas que conciernen al servicio divino y que ponga orden en ellas
cuando sea necesario.»