domingo, 1 de junio de 2014

Dom A. Gréa. La Iglesia, su Divina Constitución, Cuarta Parte. La Iglesia Particular. Cap. V (III de IV)

Doble distribución.

Lo que acabamos de exponer a propósito de la igualdad radical de los miembros del presbiterio y de la unidad de su colegio en la diversidad de los empleos, se aplica igualmente a los diáconos y a todos los órdenes de los ministros.
En fecha temprana y según las necesidades, se hizo entre los ministros del mismo grado una repartición de ejercicio que en nada alteró esta igualdad y esta unidad esenciales.
El primer diácono, cuya importancia no cesó de crecer por la confianza del episcopado, no tardó en verse puesto a la cabeza de todas las funciones de administración y vigilancia en la Iglesia local, con el nombre de archidiácono o arcediano.
Las funciones más importantes de su orden le quedaron casi exclusivamente reservadas: él solo, o por lo menos baja su alta dirección, tuvo la guía de los clérigos inferiores, la vigilancia del pueblo fiel, el examen de los penitentes y de los catecúmenos; él presentaba a los unos para el bautismo y a los otros para la reconciliación; incluso presentaba a los clérigos para la ordenación: «Por testimonio del diácono es ordenado el presbítero», dice san Jerónimo[1]. A él se le encargó también la administración de lo temporal de la Iglesia.
Las delegaciones del poder episcopal que se vincularon a la función del archidiácono lo realzaron todavía más: vino a ser el vicario del obispo; en calidad de tal tuvo autoridad sobre los sacerdotes mismos en nombre del obispo, único superior del orden sacerdotal.
Estas delegaciones le hicieron salir del orden del diaconado.
No le seguiremos aquí más allá de estos límites que franqueó, como tampoco en sus nuevos ascensos[2].
Limitémonos a considerar en él como cabeza del orden de los diáconos, que ejerce solo, por el derecho ordinario de transmisión, las funciones más importantes de este orden.

Los ministros inferiores tuvieron también, a imitación del diaconado sus cabezas de orden o primicerios: primicerios de los lectores, primicerios de los notarios..., según las diversas Iglesias.
Como vemos, las mismas leyes se imponen en todos los grados: la transmisión fue la forma natural que reglamentó el ejercicio de los mismos poderes entre las personas; los archidiáconos y los primicerios fueron con respecto a los ministros lo que fueron los arciprestes en el orden de los presbíteros.
Pero la analogía no termina aquí. Como los presbíteros fueron repartidos en las Iglesias por la institución de los títulos, así también hubo en el seno de éstas una repartición de los diáconos y de los ministros.
En la Iglesia romana, en la que todas las demás tienen su modelo y hacia la que hay que elevar constantemente los ojos, esta distribución de los ministros se hizo primeramente por regiones[3] y fue sin duda seguida en otras Iglesias importantes[4].
Los siete diáconos de la Iglesia romana fueron puestos a la cabeza de las siete regiones o divisiones urbanas de esta Iglesia, y bajo ellos los subdiáconos, los acólitos y los notarios, todos ellos del clero inferior, fueron distribuidos entre estas mismas regiones y siguieron el mismo orden.
Creemos de gran importancia hacer notar al lector la diversidad de esta doble distribución de la Iglesia en títulos en el caso de los presbíteros y en regiones en el caso de los diáconos y de los ministros.
En efecto, en la diversidad misma de esta doble distribución hallamos una prueba espléndida del mantenimiento de la unidad del presbiterio y de la unidad de la Iglesia.
Efectivamente, ni los títulos ni las regiones poseen los elementos completos del ministerio eclesiástico: los títulos tienen sólo el sacerdocio, y las regiones sólo tienen el ministerio de los diáconos y de los clérigos inferiores. De resultas de esta disposición, el sacerdocio y el ministerio de los levitas no se pertenecen mutuamente, no forman un todo completo, sino en la unidad misma de la Iglesia y en la unidad de sus colegios en torno a la cátedra episcopal.
El obispo, centro de esta unidad, dirigía igualmente a los diáconos de las regiones y a los sacerdotes de los títulos, y como la región contenía varios títulos, los diáconos y los ministros de las regiones prestaban sin duda indiferentemente su concurso al ministerio sacerdotal de todos los presbíteros cardenales de su circunscripción.
Con el tiempo dieron las nuevas necesidades mayor desarrollo a estas instituciones; sobre todo los títulos, como hemos dicho, adquirieron mayor importancia, y una parte de los ministros inferiores, vinculados hasta entonces a las solas regiones bajo la dirección de los siete diáconos, fueron distribuidos en los títulos mismos y puestos inmediatamente bajo la dirección de los presbíteros de tales títulos. Hubo así diáconos y subdiáconos de los títulos, distintos de los diáconos y subdiáconos de las regiones, perteneciendo éstos simplemente a los colegios de sus órdenes en la Iglesia romana, y aquéllos a estos mismos colegios a través de los colegios de los títulos, colegios parciales a los que estaban vinculados.
En los títulos hubo igualmente acólitos y lectores; y así ciertos títulos más importantes vinieron a ser cuerpos eclesiásticos completos en apariencia, y formados por sacerdotes y numerosos ministros. Hasta se dio alguna vez el caso de que el primer sacerdote del título tomara el nombre de arcipreste, sin que este arciprestazgo del título, dignidad secundaria y relativa al colegio parcial, perjudicara al arcipreste de la Iglesia romana, único verdadero cabeza de orden del presbiterio entero[5].
Por lo demás, al lado de los títulos, también la institución de las regiones recibió con el tiempo modificaciones y ampliaciones.
En la Iglesia romana aumentaron las regiones en número y tomaron poco a poco, como centro, hospicios y oratorios llamados diaconías. Estos oratorios recibían, a su vez, sacerdotes y un clero particular, con lo cual acabaron por hacerse bastante semejantes a los títulos mismos.
Pero no nos cansaremos de repetir que todos estos cambios accidentales no afectan en modo alguno al fondo de las cosas. La Iglesia romana, en la que todas las otras tienen su tipo esencial y su modelo, no cesa de formar un solo todo con un solo colegio de sacerdotes y de diáconos a su cabeza. Este colegio único la representa toda entera en su unidad y agrupa en esta unidad todos los títulos y todas las partes que la componen[6].
Las otras Iglesias siguen las mismas leyes esenciales, y lo que decimos de la Iglesia romana, en cuanto es una Iglesia particular, les conviene igualmente a todas. La unidad esencial que les pertenece por su naturaleza y por la noción que hay que formarse de ésta, se conserva inviolable en ellas, aunque con menos esplendor, a través de todas las vicisitudes a que están sujetas las cosas humanas, y a las que hasta las instituciones divinas, siempre inmutables en su sustancia, se prestan en las formas accidentales, con una especie de saludable condescendencia, según las variables disposiciones de los tiempos y las necesidades de los pueblos.



[1] San Jerónimo, Carta 146 a Evángelo, 2; PL 22, 1194. Según el Pontifical romano, el archidiácono presenta todavía al obispo los candidatos al sacerdocio.

[2] Adrien Gréa, Essai sur les archidiacres.

[3] Liber Pontificalis, ed. Duchesne, t. 1, p. 123: "(El papa san Clemente I, 90-100) estableció siete regiones, las asignó a fieles notarios de la Iglesia, que con cuidado y atención buscaban en cada región las actas de los mártires." Ibid p. 148: "El Papa san Fabián, (236-250) confió las regiones a los diáconos, ordenó a siete diáconos que se habían de ocupar en hacer redactar por entero fielmente por los notarios las actas de los mártires."

[4] En un concilio de África se menciona a un diácono adscrito a una región de la Iglesia de Cartago.

[5] Cf. C. Wolf, loc. cit., un acta del título de San Nicolás in Carcere.

[6] Cf. Mabillon, Introducción a los «Ordines Romani», 3; PL 78, 858 ss.