Nota del Blog: presentamos a continuación un corto ensayo del docto Obispo Alemán sobre los Fariseos. Fue publicado en el primer número de su Revista Bíblica (1939), pag- 15 y ss.
El Fariseo y el Publicano. G. Doré |
Para
entender perfectamente el Evangelio, es preciso que en primer término conozcamos
el ambiente histórico que rodea a la persona del Salvador, ante todo las tendencias
religiosas y políticas que agitaban aquella época. Había entonces entre los
judíos, además de algunas sectas de menor importancia, dos partidos, en los que
se concretaban, como en dos polos, tanto las energías nacionales del pueblo
judío como su mentalidad religiosa: los fariseos y los saduceos.
Prescindamos
de los saduceos que más tarde nos han de ocupar, así como vamos a pasar en
silencio la clase de los escribas, mencionados a menudo juntamente con
los fariseos, no constituyendo un partido político, sino un grupo profesional,
los escribas eran los que sabían escribir y leer y explicaban la Ley de Moisés,
como lo expresa su nombre y más aún su título de “rabí”. Lo que no excluye que
la mayoría de ellos políticamente se declaraban a favor de los fariseos.
Ya
el nombre de “fariseos” que significa los segregados, marca el rumbo del
partido. Segregándose de la masa que vivía en ignorancia religiosa y política,
los fariseos aspiraban a la realización de la Ley de Moisés y de las “tradiciones
de los mayores”, las cuales desgraciadamente a veces no eran más que una
deformación de la Ley.
Por
primera vez ocurre el nombre de los fariseos a mediados del segundo siglo en la
época del Macabeo Jonatán (160-143). Es el famoso historiador judío Flavius
Josefus el que los reduce a ese tiempo (Ant. XIII 5, 9), siendo
probablemente los predecesores de ellos los llamados “asideos” (piadosos), que
eran hombres de los más valientes de Israel y celosos todos de la Ley (I Mac. II,
42), pero que fueron perseguidos por Alcimo (I Mac. VII, 16).
Ya
bajo el gobierno de Juan Hircano (135-104) los fariseos lograron subir
al poder, pero sin alcanzar a mantenerse; al contrario, el tirano Hircano,
después de someter a los idumeos y derrocar el templo de los samaritanos en el
monte Garicim, renegó enteramente de las costumbres de sus padres, adoptando
una conducta contraria a la Ley; lo que provocó la resistencia encarnizada de
los mismos fariseos que antes fueron sus más valientes compañeros de armas.
El
segundo sucesor de Juan Hircano, Alejandro Janeo intentó
vencer definitivamente la resistencia de los rebeldes, desencadenando una
persecución terrible contra los fariseos, los cuales no sólo sucumbieron sino
acabaron por ser objeto de las torturas más exquisitas ya que ochocientos de
ellos fueron crucificados en el momento en que el rey celebraba la fiesta
triunfal. Pero las víctimas se vengaron, no dando tregua al triunfador, ni de
día ni de noche, de modo que el rey atormentado de remordimientos antes de su
muerte aconsejó a su mujer Alejandra reconciliarse con sus adversarios para no
perder el trono. La viuda Alejandra (76-67) accediendo al deseo del moribundo,
llamó a los fariseos al gobierno, entregando a la vez, la dignidad de sumo sacerdote
a su propio hijo Hircano II. Este Hircano es el primer sumo sacerdote que
dependía del partido de los fariseos.
Deben,
pues, los fariseos la subida al poder a su incontestable heroísmo; a su
valentía en las batallas; a su tenacidad y fanatismo. No es menester acentuar
que la aureola de héroes les valió un prestigio extraordinario a los ojos del
pueblo judío. Por tanto no es extraño si algunos a los fariseos les llaman los nacionalistas,
tradicionalistas[1], conservadores, patrióticos,
celosos,
mientras que los saduceos más o menos corresponden a los liberales y masones de
nuestra época. El
ideal de los fariseos era reconstruir y conservar la nación sobre el fundamento
de las tradiciones y costumbres de los padres. De aquí su lucha contra los
extranjeros, los Romanos, que desde el año 63 dominaban en Palestina. De aquí
también su trágica enemistad a Jesús, el verdadero Salvador de su gente. No
cabe duda que Jesús habría podido ganar a los fariseos, si se hubiese adherido
a las aspiraciones nacionales de ellos. Pero ¿cómo entonces se habría realizado
el reino de Jesucristo? En lugar del Mesías del género humano, habría resultado
sólo un Mesías político de la nación judía. Precisamente por sus falsas ideas
políticas, nacionalistas y racistas chocaron los fariseos con el Mesías, pues
esperaban con todas las fibras del corazón, y aún siguen esperando hoy día la
reunión de los dispersos restos del pueblo judío[2].
Además
de cultivar un extremo nacionalismo, los fariseos se enredaban en un tradicionalismo
religioso no menos extremo, que tarde o temprano tenía que provocar un
conflicto con el Señor. Las tradiciones fomentadas por los fariseos, por varios
conceptos no estaban de acuerdo con la Ley de Moisés ni con los demás profetas;
al contrario, muchas de ellas pugnaban con la religión legítima de Israel.
¡Cuántas veces Jesucristo intentaba persuadir a sus enemigos cegados de que las
tradiciones a las cuales se aferraban, estaban en pugna con la religión que no
consiste en mil preceptos sutiles sino en “espíritu y vida” (Juan VI, 63). Aquí
se manifiesta la vinculación funesta con los escribas que no se cansaban de
inventar nuevos preceptos, nuevas fórmulas, nuevas cargas para los hombros de
la pobre gente, sin que ellos mismos las tocasen con la punta del dedo (Luc. XI,
46).
Nótese
bien: No era la escasez o falta de fe en lo que consistía el pecado de
los fariseos, sino antes la ampliación y exageración de la fe mediante las
tradiciones. Contrariamente a los saduceos creían en la inmortalidad
del alma, en la vida eterna, en la existencia de los ángeles, en la libertad de
la voluntad humana; lo que los caracteriza como la crema del pueblo judío.
¡Qué tragedia de la suerte! ¡Considerándose a sí mismos como los hijos
legítimos de la fe de Abrahán, desfiguraban la fe a expensas del espíritu hasta
tal punto que no comprendieron más la doctrina de la vida interior que Jesús
predicaba.
Es el
Evangelista Marcos el que en el séptimo capítulo de su Evangelio destaca
de manera clarísima el uso supersticioso que hacen las fariseos de las
tradiciones, y al revés el descuido de la observancia de los mandamientos de
Dios que cometían sin pestañar: “Porque los fariseos, como todos los judíos,
nunca comerán sin lavarse a menudo las manos, siguiendo la tradición de los mayores.
Y si habían estado en la plaza, no se ponían a comer sin lavarse primero; y
observan otras muchas ceremonias que habían recibido por tradición, como las
purificaciones de los vasos, de las jarras, de los utensilios de metal y de los
lechos” (Marc. VII, 3-4).
¡Cómo,
por ejemplo, los fariseos degeneraban el sábado! Cuando, un día sábado, los
discípulos, teniendo hambre, empezaron a coger espigas y comer los granos; o
cuando el Señor curó en el día de sábado a un hombre que tenía seca la mano,
consideraban tal hecho como obra servil y pecado mortal. En verdad, quien
cree que el hombre se hizo para el sábado, y no el sábado para el hombre; quien
en día de sábado, saca fuera una oveja de la fosa, y no un hombre, ignorando
que un hombre vale más que una oveja; quien no se deja enseñar ni siquiera por “argumenta
ad hominem”, tal hombre no se puede convertir.
¿Es de
extrañar, pues, que los fariseos pagasen diezmos hasta de la hierbabuena, y del
eneldo, y del comino (Mat. XXIII, 23), y que llevasen las Palabras de la
Ley de Moisés en filacterias o trocitos de pergamino, en las cuales estaban
escritas sentencias de la Ley mosaica (Mat. XXIII, 5)?
Los
pergaminos cuidadosamente plegados y colocados en cajitas de cuero se ataban a
la frente y al brazo izquierdo, en cumplimiento de las malinterpretadas palabras:
“Y será como una señal de tu mano, y como un recuerdo ante tus ojos, a fin de
que la Ley del Señor esté siempre en tu boca” (Éx. XIII, 9), así como las franjas que llevaban
los fariseos en las cuatro extremidades del manto, traen su origen de Num. XV,
38-39: “Habla con los hijos de Israel, y les dirás que se hagan unas franjas en
los remates de sus mantos, poniendo en ellos listones de jacinto, para que
viéndolas se acuerden de todos los mandamientos del Señor, y no vayan en pos de
sus pensamientos, ni pongan sus ojos en objetos que corrompan su corazón”.
De tal
formalismo no tendríamos que hablar, si no hubiese sido acompañado de una vanidad
más que arrogante. Los fariseos son los “ciertos hombres que presumían
de justos y despreciaban a los demás” (Luc. XVIII, 9); son “los hipócritas, que
de propósito se ponen a orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las
calles, para ser vistos de los hombres” (Mat. VI, 5), y “que desfiguran sus
rostros, para mostrar a los hombres que ayunan” (Mat. VI, 16) y “todas sus
obras las hacen con el fin de ser vistos de los hombres” (Mat. XXIII, 5).
Todavía
hoy vibra en nuestros oídos el ay lastimero con que Jesús anatematizó al
farisaísmo: “¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! que devoráis
las casas de las viudas con el pretexto de hacer largas oraciones: por eso recibiréis
sentencia más rigurosa. ¡Ay de vosotros escribas y fariseos hipócritas! porque
andáis girando por mar y tierra, a trueque de convertir un gentil, y después de
convertido, le hacéis digno del infierno dos veces más que vosotros. ¡Ay de vosotros
guías ciegos! que decís: El jurar uno por el templo no es nada, más quien jura
por el oro del templo, está obligado” (Mat. XXIII, 14-16).
¡Basta
con esto! De veras; nunca había entre hombres más antagonismo que el que
separaba a Jesús de los fariseos; jamás las divergencias de opiniones eran tan
inconciliables como entonces en Palestina. El choque fué inevitable; pero la
Divina Pro-videncia dejó el primer triunfo a los fariseos, para reservar el
triunfo final a la causa de Jesucristo. Y no se olvide jamás: el que abrió
camino mas ancho a la verdad cristiana, fué fariseo: San Pablo.
Los
fariseos han muerto. Con la caída de Jerusalén, en el año 70, decayó por siempre
el sueño dorado de los fariseos de Palestina. Miles y miles de los que
asesinaron a Jesucristo, murieron clavados en las cruces, con que el vencedor
romano había rodeado la ciudad santa; el resto se vendió en el mercado de
esclavos en Hebrón. Pero no murió el fariseísmo. Vive todavía
el formalismo de los fariseos en el Talmud y otros libros judíos; vive su materialismo
religioso, su odio a Jesucristo y su fanatismo. El “Sionismo” que está llevando
a los judíos a Palestina, no es más que el último resabio del farisaísmo.
¿Y el fariseísmo entre los cristianos? No hablemos de este triste capítulo.
Sin duda: donde domina un formalismo o materialismo religioso, allá florece el
farisaísmo. Y así como los fariseos se consideraban como la flor del judaísmo,
los fariseos de hoy se tienen por buenos cristianos.
J. Straubinger