¿EN
QUE CONSISTE LA ESPIRITUALIDAD BIBLICA?
I
El corazón del hombre -el mío también- es una
tecla desafinada. ¡Ay del que está confiado creyendo que a su tiempo sonará la
nota justa, verdadera, necesaria! Le esperan las caídas más terribles, tanto
más dolorosas cuanto más sorpresivas.
Sólo en estado de contrición permanente puede vivir el
hombre que heredó la condición de Adán. "Si no os arrepentís pereceréis
todos", dijo Jesús (Luc. XIII, 3). La vida espiritual es
siempre, necesariamente, un renacer en que el hombre viejo muere para
revestirse del otro, del creado según Dios en Cristo, en la justicia y santidad
de la verdad (Ef. IV, 24), es decir, para adquirir conciencia de la
Redención, o sea para aplicarse, mediante la gracia, esa justicia y esa
santidad que procede solamente de Cristo, de su verdad y de sus méritos,
sin los cuales nada nuestro puede existir (Juan I, 16), y que no se nos
aplican de un modo automático, maquinal, como a una cosa muerta, sino cuando
adquirimos conciencia de ello, renovándonos en el espíritu de nuestra mente
(Ef. IV, 23). Este es el verdadero sentido de la observación de S. Agustín:
"Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti".
El salvarse es, pues, siempre vida nueva, "novedad
de vida" (Rom. VI, 4) que se produce sobre la muerte del yo
anterior. El que no nace de lo alto no puede ver el Reino de Dios" (Juan
III, 3). Sólo puede salvarse el mortal después de despojarse del hombre
viejo y convertirse a nueva vida. ¿No es esto lo que dice Jesús cuando
enseña a renunciarse a sí mismo para poder ser discípulo de El?
Ahora bien, todo el problema teórico y práctico
está en esto: nadie renuncia a una cosa mientras cree que ella vale algo; y en
cambio está muy contento de librarse de ella en cuanto se convence de que no
vale la pena. Todo es, pues, cuestión de convicción. Nadie quiere convertirse
si se cree santo.
II
Con frecuencia se oye repetir que el hombre está
creado a la imagen y semejanza de Dos… Pero, ¿acaso nuestra madre Eva y nuestro
padre Adán fueron fieles y nos transmitieron aquella noble herencia y no fuimos
al contrario propiedad del príncipe de las tinieblas (Col. I,13) como botín de
la batalla que él ganó en el paraíso? Se dirá, con toda razón, que Cristo lo
venció en la Cruz (Col. II, 15; I Juan III, 8) y nos compró por un precio (I
Cor. VI, 20) y que hemos sido bautizados en su sangre.
Ojalá lo creyéramos de veras. ¡Ahí está el punto!
También dice S. Pablo que los bautizados en Cristo lo hemos sido en su muerte y
en El hemos muerto al pecado (Rom. VI, 2 ss.) y San Juan dice que el que
permanece en Dios no peca (I Juan III, 6). Inmensas, estupendas verdades para
el que vive esa Redención de Cristo, es decir, para el que no busca su propia
justicia sino la que nos viene de El (Rom. III, 26-27; IX, 30; X, 3-4; Filip. III,
9).
Pero ¿acaso el bautismo es un mecanismo que
transforma nuestra carne? ¿Acaso no seguirá flaca y débil hasta la muerte? El
hombre nuevo la vence maravillosamente, como enseña San Pablo en los dos
últimos capítulos de la Epístola a los Gálatas: la vence por el espíritu, es
decir, viviendo estas verdades sobrenaturales de la fe. Pero esta fe no
se nos incrusta de un modo material y pasivo. El que creyere y fuere bautizado
se salvará, dice Jesús, y el que no creyere se condenará (Marc. XVI, 16), esto
es, se condenará aunque hubiese sido bautizado.
Con esto volvemos al pensamiento inicial: esta
vida de fe sólo la vive el hombre nuevo. Y el hombre nuevo no
existe mientras no muere el viejo. Y el hombre viejo no quiere morir y no muere
mientras no le deseamos la muerte, convencidos de que es nuestro peor enemigo.
Por ello y para gozar de inmediato la gratuita
Redención de Cristo, viviendo la vida nueva del espíritu según la “ley del
espíritu de vida" (Rom. VIII, 2), no[1]
basta -pero es indispensable-, admitir la caída del hombre, el cual, lejos de
conservar esa imagen y semejanza de Dios con que fué creado Adán, tiene que
reconquistarla en estado de contrición, aplicándose permanentemente los méritos
de Cristo y "salvándose" de un mundo en que Satanás reina, como lo
dice no solamente San Pablo en II Cor. IV, 4, sino el mismo Cristo, en Juan XIV,
30.
El día en que nos persuadimos de esta verdad, tan trágica
como elemental, adquirimos el verdadero concepto de nosotros mismos, y del
mundo, y de todo lo humano, y entonces sí proclamamos con inmenso gozo esas
verdades espirituales infinitamente dichosas, que antes nos parecían raras o
duras, como éstas: “Muertos estáis y vuestra vida está escondida con Cristo
en Dios. Cuando Cristo, que es nuestra vida, aparezca, entonces vosotros
también apareceréis con El en la gloria" (Col. III, 3-4).
[1] Nota del Blog: El “no”, falta en el original pero parece que debe incluirse en el
texto.