Nota del Blog: nos pareció una buena idea agregar, como una especia de apéndice, el hermoso prólogo de Maritain a este bellísimo libro, prólogo citado por Guerra Campos en un par de oportunidades.
Maritain, que conoció personalmente al P. Clérissac, nos da aquí varias noticias muy interesantes del autor.
PREFACIO
El Padre
Humberto Clérissac nació en Roquemaure, el 15 de octubre de 1864. Hizo sus
estudios en el colegio de los Jesuitas de Aviñón. A la edad de dieciséis años
resolvió entrar en la Orden de Santo Domingo. La lectura del libro Vida de
Santo Domingo, de Lacordaire, le había revelado cuál habría de ser
su familia sobrenatural. Con gran resolución, ejecutó en seguida su propósito;
abandonó la casa paterna, con el beneplácito de su madre, y se dirigió a
Sierre, en Suiza, donde empezó su noviciado. Terminó sus estudios en Rijckholt,
Holanda; profesó el 30 de agosto de 1882.
Predicó
mucho en Francia, más todavía en Italia (en Roma, en Florencia, donde a menudo
predicó la Cuaresma en francés), y en Inglaterra, sobre todo en Londres; y Dios
le concedió en todas partes traer almas a la Iglesia. Cuando la dispersión
de 1903, se fué a Londres, donde esperaba hacer una fundación dominica
francesa. Ese proyecto fracasó a último momento, después de haber trabajado
larga y ardientemente por su realización; y el Padre Clérissac debió
volver a Francia. Sin abandonar su labor apostólica, especialmente la
predicación de Cuaresma en Italia, prefería predicar retiros a las comunidades
religiosas, en las cuales hallaba espíritus más aptos para entenderle y un
medio favorable a la expansión de su alma. De ese modo, fué muchas veces
huésped de Solesmes, abadía por la cual sintió siempre un gran cariño y que,
por cierto, sabía retribuírselo. También era un gusto para él hospedarse en
Rijckholt. Una de las últimas veces que estuvo allí, le tocó presidir la
entrada en la Tercera Orden dominica de Ernesto Psichari, a quien él
mismo había recibido en la Iglesia, en febrero de 1913.
La
dispersión de su orden había abierto en él una herida incurable; necesitaba de
la vida del coro y de esa común habitación fraterna tan buena y tan gozosa, en
el decir de David, y que es como una imagen abreviada de la Iglesia. Pero si el
contacto del mundo le hacía sufrir cruelmente, manteniéndose más que nunca
extraño al mundo, más que nunca ocupado en solo Dios, elevaba su alma en
regiones de paz y, según la palabra de Dante, se ocultaba en la luz.
Cuando llegado a la plenitud de su madurez, podía creerse que iba a dar de sí,
ante los hombres, todo aquello de que era capaz, fué retirado repentinamente de
este valle. Después de una breve enfermedad que todavía le dio tiempo para celebrar
la misa el día de Todos los Santos, murió la noche del 15 al 16 de noviembre de
1914, con una de esas muertes muy humildes, que Dios parece reservar a sus más
próximos amigos.
En conformidad con esa vocación religiosa, a la que permaneció fiel de una
manera tan perfecta, siempre fué reservado para Dios. Dios era toda su
heredad, y él era, enteramente, de Dios. Por eso su vida exterior y sus
trabajos apostólicos, de cuyos detalles se tiene noticia muy incompleta, pues
nunca hablaba de ellos, sólo contribuyen de un modo secundario al conocimiento
de su persona. Se diría que Dios, ayudado por la humildad del P. Clérissac,
quería mantener esa vida y esos trabajos en la sombra, y aún conducirlos a lo
que podríamos llamar un relativo fracaso, si se tiene en cuenta la influencia
que un alma tan grande hubiera debido, quizá, ejercer. Pero esa alma obraba de
una manera más profunda y misteriosa: por la invisible irradiación de su ser
mismo, de la luz sobrenatural de que estaba penetrada.
Lo
primero que impresionaba al abordar al P. Clérissac, era la nobleza
de su fisonomía y la inteligencia, casi temible a fuerza de penetración,
que brillaba en sus ojos. De ahí que en las primeras entrevistas se sintiera
ante él una especie de temor, y el sentimiento de que él también sabía
demasiado quid esset in homine. Ese sentimiento desaparecía después,
cuando conociéndole mejor, ya había podido apreciarse su amor hacia las almas y
la gran dulzura de su bondad.
Pero
lo que más le caracterizaba era esa maravillosa pureza de espíritu y de corazón
que tanto amaba en Santo Domingo, y que Dios le había comunicado a él tan
generosamente. Pureza, integridad, virginal vigor del alma, tales eran, creemos,
los caracteres más profundos de su vida interior y exterior.
De
la pureza y de la santidad divinas tenía una idea tan patente y verdadera, que
había noches, según nos contaba, en que le sacaba del sueño, tembloroso, el
pensamiento de comparecer ante esa luz sin sombra alguna. Confige timore tuo carnes
meas.
Sabía bien, lo sabía seria y prácticamente, que el temor de Dios es el
principio de la sabiduría. No podía sufrir el desenfado con que algunos se
mueven en las cosas de Dios. La divina trascendencia de Aquel que sólo
conocemos por analogía, era materia preferida de sus meditaciones.
Siempre
que pensaba en los santos, su alma era llevada a considerar las grandes
purificaciones padecidas bajo las últimas pruebas interiores, en ese punto en
que Dios, retirando todo sentimiento y toda luz, quiere la pura adhesión de la
voluntad desnuda. Veía en esas grandes pruebas uno de los signos distintivos de
la mística divina[1]. Noli me tangere: iba a Jesús
con un impulso enteramente inmaterial, no deseando nada que no fuera el mismo Jesús.
Su
profunda humildad provenía de esa exquisita pureza de corazón. Solía decir, con
enérgico acento: "La sed de honores y dignidades, es un indicio de
reprobación". En su trato con los hombres, ponía la más alerta y
delicada reserva, manteniéndose oculto a todo lo que no fuera Dios.
Amaba
la verdad con toda su alma. Atendía principalmente a que su visión se conservase
pura de toda mancha de error. Tenía amor a la verdad y a la inteligencia, porque
de ellas vivía.
"La vida cristiana, solía decir, se funda en la inteligencia." Tenía
un gran cariño a Santo Tomás, en quien hallaba, sin cesar, nuevos goces y
nuevas maravillas. El vivir la verdad, el practicarla en la doctrina y en la teología,
es lo que más admiraba en algunos de sus maestros, y lo que en él también se
vio realizado. El centro de su actividad estaba en la contemplación de la
verdad. Comentando la frase de San Agustín, gaudium de veritate, decía
con frecuencia: "Ante todo, Dios es la Verdad; id hacia Él y amadle bajo
ese aspecto".
Amaba
a la Iglesia con toda su alma. Lo que él pedía a quienes se le acercaban era
una plena adhesión al misterio de la Iglesia. Entendía que, para eso, la
razón y la fe necesitan ser auxiliadas por un vivo afecto de caridad, lo único
capaz de enseñar al alma lo que es, en toda verdad, la Esposa de Jesucristo.
Según el P. Clérissac la perdición de algunos en el error del modernismo provenía,
principalmente, de cierta sequedad de corazón, y cierto frío amor propio, que
oscurecían el espíritu ante el misterio de la Iglesia.
Estaba
orgulloso de la Iglesia. Amaba su grandeza. No podía sufrir que se atacase a
San Gregorio VII o a Bonifacio VIII. Cualquier disminución de los derechos de
Dios y de los derechos de la Iglesia, y cualquier cobardía en la reivindicación
de esos derechos, le agraviaba profundamente. Siempre he creído que Benson,
que le conocía mucho, había trazado el personaje del Papa, en El Señor del
mundo, pensando en él.
Por
lo mismo que amaba a la Iglesia, amaba el estado religioso, y nada había que
tomase tan a pecho como la dignidad de ese estado. Rectificando ciertos errores
muy difundidos, se complacía en explicar que lo que da a los votos de religión
su valor propio, es la intervención de la Iglesia; la cual, al aceptarlos
públicamente y consagrar la persona humana a Dios, oficialmente, como un cáliz
o un altar, constituye a esa persona en un estado (status perfectionis
acquirendae) indispensable a la plenitud de vida del Cuerpo místico de
Cristo.
Desarrollaba
una magnífica doctrina sobre el papel providencial, el carácter esencial y
la misión de cada una de las grandes familias religiosas: presentaba a la Orden monástica como archivo y testigo
viviente de la antigüedad eclesiástica, dedicada a perpetuar el tipo de la
primitiva y perfecta comunidad cristiana, enteramente ordenada a la alabanza de
Dios; la Orden de Predicadores con la misión de mantener la Inteligencia
cristiana en la luz de la Contemplación y de la Teología; los hijos de San
Francisco, encargados de hacer irradiar en la vida cristiana la Pobreza, la
Simplicidad, el espíritu y las Virtudes del Evangelio; los Padres de la
Compañía de Jesús, enviados para asegurar, adaptándola a las condiciones de
vida de los tiempos modernos, la disciplina ascética de la Voluntad cristiana[2].
Y no dejaba nunca de dar gracias a Dios por haberle puesto en la familia de
Santo Domingo, a causa del amor que esa Orden tiene a la doctrina, y de su
fidelidad a la pura Verdad. ¡Y qué celo tenía porque sus hermanos conservasen
íntegra su casta intelectual, como él decía!
No
es difícil imaginar lo que debió sufrir en la época que vivimos, un alma como
la suya. Sufría en silencio, pero con profundidad e intensidad singulares: sólo
en algunos retratos del gran Pío X, me ha parecido encontrar una semejanza de esas
tristezas.
Las
costumbres de nuestro régimen laico y democrático, no era lo único que le afligía;
de las exigencias de la vida sacerdotal se hacía una idea tremenda, a la que no
siempre respondía la realidad que en sus andanzas había encontrado por ahí; y
el sentimiento de la responsabilidad que incumbe a la sal de la tierra,
en la historia del mundo, pesaba sobre él de una manera dolorosa. Creía que la
disminución de la fe, la desaparición de todo reconocimiento público de los
derechos de Dios, y el debilitamiento de la razón en los tiempos modernos
señalaban uno de los más bajos niveles a que el mundo haya podido descender.
La
Misa, decía San Vicente Ferrer, es la más alta obra de contemplación[3]. No he asistido nunca, y
quizás no asistiré más a misas celebradas con tanta perfección, exactitud, amor
puramente recogido, soberana y casi terrible majestad, como aquellas del P.
Clérissac, que tuve la dicha de ayudar durante un año. Pronunciaba las palabras
de la Consagración de una manera inolvidable, en voz baja, lenta, pero
distinta, y con tanta energía en su acento, que parecía traspasar el corazón de
Dios. El sacrificio de la misa, para él, era en verdad la consumación de todas
las cosas, la Acción por excelencia. Aconsejaba unirse a ella de tal modo, que
uno pusiera, por así decirlo, toda su vida en el cáliz del Sacerdote,
ofreciéndola con él por los cuatro fines principales de esa oblación de
Jesucristo, que cada vez que se renueva cumple la obra de nuestra redención[4].
Solía decir que la comunión es, ante todo, la consecuencia del sacrificio y la
unión al sacrificio. Y consideraba un rebajamiento de la verdad, la tendencia
de algunos a poner la comunión por encima de la Misa, si puede hablarse de este
modo, o a decir que la Misa está solamente para la comunión.
Recitaba
el oficio con mucha sencillez, sin ninguna tensión, pero detenidamente,
alimentándose con cada una de las palabras. "O Altitudo! O Bonitas! La Iglesia, dice[5],
nunca termina de pasar de la una a la otra", y él hacía como la Iglesia. No
trabajaba sin interrumpirse a cada momento para rezar; y cuando se alojaba por
algún tiempo en mi casa, desde la habitación contigua le oía recomenzar constantemente
el bendito murmullo de sus rezos. Los cantos de la Iglesia le eran caros, como
cánticos de la patria en el destierro; y gustaba cantarlos, especialmente el
tracto de la Misa de Doctores Quasi stella matutina, o el responso In
pace in idipsum, que, según se cuenta, hacía llorar a Santo Tomás.
Tenía
horror por la ostentación de pobreza, pero tenía el espíritu de pobreza en alto
grado, y la austeridad de su vida era extrema. Aunque se complacía en contar la anécdota de Santo
Tomás enfermo, (según la cual, como alguien le preguntase qué plato comería
con apetito, el santo pidió uno de esos arenques frescos, que había
comido en Francia; y he aquí que por milagro, pues no era posible encontrar en
Italia ese producto del norte, abriendo una de las cestas de un vendedor que
acertaba a pasar provisto de sardinas, se la encontró llena de arenques frescos)
en su terruño se privaba casi siempre de esas hermosas frutas del Mediodía,
cuya descripción solía hacer con tan juvenil entusiasmo.
Su
conversación era cautivante y llena de vida; se expresaba con gran elocuencia
natural y en un lenguaje de clásica pureza. Tenía amor a todo lo hermoso, lo
viviente, lo ingenuo. Releía constantemente a Dante, gustaba rodearse de las
más bellas reproducciones del Angélico. Pero el Diálogo y las Cartas
de Santa Catalina de Sena, constituían su lectura predilecta. Tenía profunda devoción a esta
gran contemplativa que la Iglesia elogia por haber servido al Señor como una abeja
diligente, sicut apis argumentosa. También era devoto a su
Provenza, y sobre todo a la Sainte - Baume, y a los santuarios de Laus y la
Salette. Un día en Laus en el momento de dar la comunión, la santa pastora
Benoite le había hecho sentir los perfumes de su tumba. A la Salette
volvió por última vez en 1912. Siempre hablaba con profunda emoción de las
lágrimas que la Santísima Virgen había derramado en aquella montaña, para
recordarnos, decía, todas las exigencias de la vida sobrenatural,
y movernos a la compunción.
Honraba
con alegría a la Santísima Virgen, como Reina de los Espíritus angélicos y
Trono de la Sabiduría. Y le alegraba ver que el esplendor de su inteligencia
fuera objeto de veneración, según ocurría en la edad media, cuando se la
representaba en un pórtico de Chartres, por ejemplo, rodeada de las siete artes
liberales que adornaban su espíritu. Creía, según me dijo una vez, que la
Virgen debió meditar habitualmente — ¡pero con qué profundidad divina! — en las
más simples verdades de la fe, en la gran ley de la Cruz, especialmente.
[1] "Las pruebas que con más dificultad
comprendemos son aquellas que purifican la fe. Eso viene de que, siéndonos
desconocido el precio de la Verdad sobrenatural creemos que lo estimamos lo
bastante porque adherimos a ella a través de sombras. Olvidamos que en razón de
su carácter sobrenatural y la infinita dignidad de su objeto, nuestra fe puede
siempre crecer en desinterés, en firmeza, en independencia con relación a las
cosas humanas. En nuestros días, hay quienes no colocan el motivo formal de la
fe donde debieran, es decir, en la autoridad de la Palabra divina, sino en
cosas tales como, por ejemplo, las tendencias y las necesidades del corazón. De
ese modo, y por mucho que pretendan hacer lugar a la gracia, multiplican los
peligros de una aleación de lo sensible en la fe. Por desgracia es probable que
los que así rehúyen en sus consideraciones el verdadero motivo formal de la fe,
lo hagan precisamente para impedir la mezcla de elementos sensibles. Muy al
contrario de lo que ellos suponen, lo que Dios tiene en cuenta es la calidad de
nuestra adhesión a la autoridad de su Palabra. Dios mismo viene un día a mortificar
con rigor en sus grandes elegidos, todo lo que podría ser molesto a la absoluta
pureza de la fe: muchas veces eso ocurre en un instante cuando la muerte se
aproxima; en otras ocasiones, ese
momento se multiplica en años; y siempre es a trueque de una noche en el alma,
y de la ruina de todo humano sostén." (Fragmento del Triduum monastique sur la Bienheureuse
Jeanne d'Arc, 1910).
[2] De los Carmelitas, cuyo restablecimiento en
Francia había sido comprometido por la aventura del P. Loyson, y entre
los cuales aún no se advertían las promesas de reflorecimiento que hoy comprobamos,
el P. Clérissac hubiera podido decir que tienen la misión de transmitir
a los hombres, las influencias santificantes de la vida eremítica, — speciosa
deserti— y de enseñar al alma cristiana las vías de la unión mística y de
la contemplación. (Cf. Le Carmel, par un Carme déchaussé, Lib, de l'Art Catholique, 1922; La tradition mystique du Carmel, por el P. Jéróme de la Mére de Dieu,
Saint Maximin, 1929). — En cuanto
a los Cartujos, que interceden por toda la Iglesia, retirados en lo más alto de
la soledad, su misión de puros contemplativos es suficientemente manifiesta.
(Cf. la Constitución Apostólica de S. S. Pío XI, 8 de julio de 1924,
publicada en Acta del 15 de octubre de
1924).