V
EL DON DE PROFECÍA EN LA IGLESIA
El
don de profecía — entendido en el amplio sentido que le dan San Pablo y Santo
Tomás— siempre ha existido en la Iglesia, porque siempre ha sido necesario en
ella un magisterio sobrenatural. El ministerio de los Profetas fué un oficio
doctrinal y el magisterio doctrinal de la Iglesia sigue siendo un oficio
profético. Qui
locutus est per Prophetas: eso también ahora es verdadero, pero de un modo
más perfecto aún[1].
§
Parece que el auxilio profético ha sido necesario a la Iglesia, aunque no sea
más que para mantener el aspecto humano y visible de la Encarnación. "La
Iglesia, hace notar Pascal, ha tenido tanta dificultad en mostrar que
Jesucristo era hombre, contra aquéllos que lo negaban, como en mostrar que era
Dios...". Pero la profecía en la Iglesia va mucho más lejos.
§ Lo
que los Profetas proclaman desde el Antiguo Testamento, no es sólo el anuncio
de la Redención y la predicción de otros acontecimientos futuros, sino además toda
una enseñanza verdaderamente sobrenatural, que se refiere a la Redención, y que
les viene de Dios en la doble forma en que se comunica la profecía: ya sea por
la infusión de nociones nuevas, es decir, por revelación —o bien por una simple
luz que les hace juzgar sobrenaturalmente de nociones ya reveladas o conocidas
por vía natural—[2], y ésta
es la inspiración.
§ Esos
tres elementos, predicción, revelación, inspiración, llenan los Libros santos
en una proporción muy desigual. Los dos primeros aparecen intermitentemente;
sólo la inspiración se mantiene desde la primera hasta la última palabra.
§ En
el Nuevo Testamento, Nuestro Señor centraliza en sí mismo, por así decirlo, el
don de Profecía: la visión beatífica y la ciencia infusa ponen en su alma todas
las luces del cielo y de la tierra. En cuanto a la Revelación, su oficio es
ejercido por Nuestro Señor de una manera exclusiva: "Omnia quoecumque audivi a
Patre meo, nota feci vobis"[3]. [Todas las cosas que he oído de
mi Padre os he hecho conocer.] Después de Él, ninguna verdad propiamente
nueva de orden sobrenatural será comunicada; nadie, después de Él, será
revelador. En cuanto a la Predicción, sin dejar de ser el mayor Vidente y el
primer profeta de los destinos de su Iglesia, Nuestro Señor comunica, sin
embargo, a sus apóstoles cierta previsión de esos destinos, como por ejemplo, a
San Juan en el Apocalipsis. Y aun es de notar que esas visiones del
porvenir han sido dadas con mucha medida, porque son menos necesarias a la
Iglesia, desde que ésta posee la realidad divina[4].
Pero
es por la Inspiración como el Señor Jesús comparte con la Iglesia su don soberano
de Profecía: por la inspiración, salvaguarda y perpetúa vivo en la Iglesia todo
lo que ha revelado.
§ Esa
inspiración se manifiesta, desde el comienzo de la era apostólica y después en
toda la vida de la Iglesia, por medio de dos grandes órganos: los
escritos de los Evangelistas y de los Apóstoles, testimonio de la
Revelación de Nuestro Señor, sellado por el Espíritu Santo mismo; y el Magisterio
oral y viviente de la Iglesia que, creando una tradición paralela a la
Escritura, no sólo juzga el sentido de la Escritura, sino que, con Divina
autoridad, determina además el contenido revelado de esa tradición.
§ De
modo que, así como la acción providencial que conserva los seres no es más que
el prolongamiento de la acción creadora que los produce, la inspiración no es,
en la Iglesia, sino el prolongamiento de la Revelación y de la luz que hay en
Cristo.
§ Esa
luz, que ilumina el magisterio de la Iglesia, es, pues, la gracia de "interpretatio sermonum" [interpretación de lenguas, don
de comprender y de exponer lo que ha sido dicho por palabra de Dios], pero
inmensamente amplificada. Esta gracia, forma cierta de profecía[5],
no solamente no data de las primeras asambleas cristianas, ni siquiera del día
en que, resucitado, el Señor da a los Apóstoles la inteligencia de las
Escrituras[6], sino
del momento en que Pedro recibe sus prerrogativas personales y supremas.
§ Esa
luz profética continúa en la iglesia el pensamiento divino de Jesucristo. Y es
sobre todo en tal sentido como la profecía del Nuevo Testamento aventaja en
excelencia a las profecías del Antiguo. Por ella, la Iglesia juzga clara y
firmemente acerca de las verdades más misteriosas, aquellas de las cuales sólo
Dios tiene la llave.
§ El
privilegio de inerrancia o infalibilidad asegurado al magisterio de la Iglesia,
no deberá, pues, ser entendido en un sentido puramente negativo y pasivo, como
si Dios no interviniera sino en el preciso momento, para impedir un error. El
magisterio de la Iglesia procede por juicios positivos, que implican una
inteligencia profunda, un discernimiento ilimitado. Las fórmulas en que la
Iglesia engarza el diamante del dogma, ya son de suyo obras maravillosas, pero
mucho más precioso es el juicio que contienen. Y es esa forma superior de
profecía, lo que hace de la Iglesia una prodigiosa contemplativa: "Manifestatio divinae
veritatis per nudam contemplationem"[7]. [La forma más elevada de la
Profecía, dice Santo Tomás, es la que manifiesta la verdad divina por la
desnuda contemplación de esa misma verdad].
§ Esta
excelencia del don de Profecía, propio de la Iglesia, se manifiesta con tal claridad
en ciertas definiciones, que casi estaríamos tentados de ver en ellas una revelación
nueva. Y es porque, al fundar las verdades definidas sobre la certeza de la fe
divina, estos juicios de la Iglesia dan a dichas verdades una precisión y una
fuerza que completan su noción y sobreelevan el conocimiento: "judicium est principalius
in prophetia, quia est completivum cognitionis". [En la, profecía, el
elemento principal es el juicio, porque es él, el que perfecciona el
conocimiento. Santo Tomás.] Revelación relativa si se quiere. El diamante es
siempre el mismo, pero una u otra de sus facetas dan luces de un fuego nuevo.
§ Los
juicios dogmáticos de la Iglesia no podrían aportar descubrimientos
propiamente dichos o revelación nueva, y menos todavía (después de la venida
del Salvador) podrían hacerlo los santos favorecidos con el don de profecía, a
lo largo de los siglos[8].
Nuestro Señor Jesucristo es el único Revelador. Todo lo que después de Él es
inspirado, definido o profetizado, corresponde a su Revelación, por lo menos
como la consecuencia corresponde al principio. La misma revelación que recibe
Pedro en el momento de confesar al Hijo de Dios en Cesarea de Filipo, no
es independiente del Señor. Le ha sido comunicada por el Padre, pero no sin
pasar por el Hijo; la pregunta de Jesús que provoca la confesión, da la
luz y la gracia de esa revelación; la carne y la sangre son extrañas a ella,
pero no la presencia ni la voz del Señor. También, en ese caso, ya es Jesús
el Revelador.
§ De
este modo, el magisterio de la Iglesia no desmerece porque se lo asimile al don
de Profecía: esa asimilación más bien señala su superioridad, aun sobre la
misma Escritura. Más que la Escritura, el magisterio recuerda y continúa la
enseñanza del Señor, que era oral y viviente. Por otra parte, el magisterio
es más necesario para la conservación y la inteligencia de la Escritura, que la
Escritura para el mismo magisterio. Y, finalmente, mientras los Libros
santos constituyen un cuerpo de doctrina, el magisterio de la iglesia es un
instrumento de desarrollo y de progreso doctrinal.
§ Precisamente,
por ser un don profético muy amplio, es por lo que el magisterio de la Iglesia
llega a poder penetrar ciertos misterios del orden natural en estrecha coordinación
con las Verdades reveladas: por ejemplo, decide en problemas filosóficos como el
de la sustancia y los accidentes, o el del alma forma sustancial del
cuerpo. De igual modo puede juzgar sobre la realidad de ciertos hechos
históricos que constituyen la ocasión o la base de sus definiciones.
Compréndese
cuán superior es el grado de luz profética que exige un juicio tal, aplicado a
manifestar la relación existente entre la verdad revelada y un objeto naturalmente
conocible —mientras que no había sino una forma inferior de profecía en la
ciencia natural dada a Salomón, por la luz divina, es cierto—, pero sin
relación con el orden revelado[9].
§ El
don de profecía, habitual y permanente en la Iglesia, en las almas, no es sino
un avizoramiento pasajero de la Verdad Divina que se manifiesta[10].
La profecía atestigua en la Iglesia, no la influencia lejana o la visita fugaz,
sino la presencia íntima, la acción tranquila y estable del Espíritu Santo, que
le confiere su personalidad sobrenatural. Nada tiene eso de común con un
transporte adivinatorio: es la función normal de un ser que tiene un pensamiento
sucesivo y que lo expresa. La Iglesia sabe en qué condiciones puede usar de ese
don, y está segura de poseerlo siempre.
§ Por
su carácter habitual y permanente en la Iglesia, el don gratuito o carisma de
profecía presenta una analogía con los dones del Espíritu Santo, habituales en
todo cristiano. Y esta analogía con los dones nos descubre inmediatamente otras
más profundas.
§ En
efecto,, por su naturaleza misma, los dones del Espíritu Santo ofrecen esta delicada
particularidad: que son de frecuente aplicación, no obstante disponernos a la
recepción de mociones divinas, más bien excepcionales, y a la ejecución de
actos que traspasan el término medio de los actos de virtud ordinarios. No sólo
con fervientes deseos se pueden multiplicar sus ocasiones; también pueden ser
determinadas por la necesidad, como en el caso de una tentación violenta; y es
difícil apreciar el grado de excepción de las disposiciones o de las
circunstancias que solicitan en el ímpetu del fervor o en la angustia de la
tentación, el ejercicio del don de fortaleza, por ejemplo. Más aún: el alma
cristiana, dócil a la acción divina por efecto de esos dones, y capaz de
reclamar esa acción cada vez que la necesita, es un instrumento que el Espíritu
Santo puede emplear de una manera continua. Ahora bien, de la Iglesia puede decirse
que aunque en los actos solemnes de su magisterio extraordinario es donde
ejerce claramente el don de profecía, ese ejercicio no se reduce a las solas
definiciones de las Verdades de fe divina, ni a los meros documentos infalibles
de su magisterio universal.
La
inspiración profética también circula, y de un modo más misterioso, en el magisterio
ordinario de la Iglesia: en él mantiene ese sentido penetrante y estable de la
Verdad sobrenatural, el sensus Ecclesiae, al que responde gozosamente el
instinto bautismal de los fieles; en él revela preferencias que constituyen una
valiosa dirección para las discusiones y debates; en él destaca puntos
luminosos, por donde se ilustran la disciplina canónica y la piedad.
§ De
ahí la extensión y diversidad en cierto modo infinita de objetos en el
ejercicio del don de profecía propio de la Iglesia.
También
es fácil reconocer una extensión del don de profecía en multitud de prerrogativas
secundarias que imprimen a la fisonomía de la Iglesia, o a su enseñanza ordinaria,
o a su acción pública y social un sello de excelencia que de otro modo sería inexplicable.
Así,
ciertos dones gratuitos (carismas), que en las almas individuales pueden estar
separados de la profecía, tratándose de la Iglesia se ordenan bajo la profecía
—y de ella fluyen—.
La
Iglesia posee un discernimiento seguro de espíritus: discretio spirituum[11], y no se cansa de perseguir,
desenmascarar y exorcizar la acción del espíritu maligno.
Con
la creación divina del apostolado, cuya fuente está en la Iglesia, la palabra
humana ha sido investida de una función y de un carácter nuevos que hacen de
ella una fuerza de salvación y de santidad: "sermo sapientiae"[12] [don de enseñar la sabiduría
ilustrando los espíritus y conmoviendo los corazones].
La
Iglesia alimenta las virtudes más solitarias y las más escondidas; descubre la
santidad en la oscuridad y el silencio de una tumba; obtiene de Dios la
certificación de esa santidad por medio del milagro y la canoniza: otras tantas
maneras que ella tiene de ejercer la "operatio virtutum" [don de operar efectos
sobrenaturales o milagros].
En la
Iglesia todos esos dones son como anexos de la inspiración profética.
§ Si
después de esto consideramos la ciencia moral, no en sus elementos revelados
y solemnemente definidos, sino en cuanto es objeto de enseñanza ordinaria en la
Iglesia, ¿no sería necesario reconocer la influencia de una luz divina y
profética en el perfeccionamiento que la Iglesia le ha dado? Porque no es bastante
decir que la Iglesia tiene el genio de la ciencia moral; esta ciencia la Iglesia
la ha constituido sobre el dogma y ha hecho de ella una ciencia sobrenatural,
teológica. Mientras que en las almas individuales los carismas y los dones del
Espíritu Santo pertenecen a dos órdenes muy distintos[13],
en la enseñanza moral de la Iglesia el don de consejo viene a ser, por decirlo
así, un florecimiento de la profecía.
Consideremos,
además, en la Iglesia la seguridad de su dirección en el ascetismo y la
espiritualidad, su competencia única en la comprensión y organización de la
vida de consejo, el secreto que ella posee para armonizar con el fin
sobrenatural los intereses de la vida presente, su maravillosa competencia en
materia de educación, competencia exigida a la vez por su maternidad universal
y su misión iluminadora —, aún, hasta la calidad de finura psicológica que,
agregándose a su experiencia secular, hace de ella, en ocasiones, la primera
potencia diplomática del mundo—. En todo esto actúa el don de ciencia, que, en
la Iglesia, se aduna con el don de consejo.
§ Pero
la Iglesia tiene, sobre todo, y aun en su misma enseñanza ordinaria, un sentido
de las Verdades reveladas que se podría llamar intuitivo, tan seguro y directo
es. De ahí su devoción primordial y fundamental a los grandes misterios, y
su insistencia en recordar e inculcar los términos esenciales que constituyen
la noción de ellos -y el arte y gusto con que los patentiza en todos los
instantes de su oración—. De ahí su familiaridad con las Personas divinas: su
celo por la ortodoxia, especialmente en lo que se refiere al misterio del Verbo
encarnado. De ahí la justificación dogmática de sus devociones y su cuidado en
honrar un reflejo de los misterios de Cristo en cada uno de los santos que ella
venera. Los grandes misterios son, para ella, no sólo las cumbres que cierran
su horizonte, y cuyos contornos, dorados por la luz eterna, mantiene siempre
delante de sus ojos; son los elementos y alimentos de su vida.
No
nos asombre, si la Iglesia es esencialmente contemplativa, si ha creado en su seno
un maravilloso organismo de oración, en el cual la alabanza desinteresada tiene
la mejor parte, si todo lo que participa de su vida lleva señales de una gracia
de unción, de ternura, de alegría y como un acento paradisíaco.
Esos son los efectos provenientes del don de profecía
en la Iglesia; por ahí se ve cuál es su analogía con los dones individuales de
entendimiento, de piedad, de sabiduría: analogía no solamente de equivalencia,
sino también de excelencia.
[1] Nota (¿del Traductor o de Guerra Campos?):
Me parece inútil insistir sobre la
verdadera naturaleza del don de profecía (el cual no consiste solamente en
previsión y predicción de un acontecimiento futuro) cuyo objeto puede ser
cualquier verdad que dependa del conocimiento que sólo Dios tiene de ella,
objeto que viene a ser, por ahí, sobrenatural y distante. Nótese que Santo
Tomás subraya con cuidado esta última palabra [ut procul existentis. IIa
IIae, q. CLXXIV, 5]. Eso le permite extender
la definición de la profecía, ya sea introduciendo en su dominio todos los
grados de visiones que presentan una mezcla de imágenes sensibles, empezando
por el sueño [q. CLXXIV, 3] — ya
sea, al contrario, refiriéndole a los más altos grados de visión intelectual
que siempre conservan su carácter de conocimiento distante q. CLXXIV, 2] — y hasta las iluminaciones excepcionales de
visión directa de Dios, como el arrebato de San Pablo, las cuales, al no
producirse per modum formae immanentis, no tienen la plenitud, ni la repercusión corporal de la gloria: Ideo talis raptus aliquo modo ad prophetiam
pertinet [CLXXV, 3].
[8] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?) De acuerdo con la
enseñanza de Santo Tomás, sábese que, bajo la nueva Ley, las profecías ya no
son dadas para hacer conocer mejor a Dios [pues Jesús ha consumado toda
revelación a ese respecto], sino con un fin práctico, para dirigir los actos
humanos, ad
directionem actuum humanarum
[Sum. theol., IIa, IIae, q. CLXXIV, a 6, ad. 3].
[13] Nota (¿del traductor o de Guerra Campos?): Los carismas son
dados, esencialmente, para utilidad del prójimo; los dones para las operaciones
inmanentes del sujeto. Pero, si consideramos la persona común de la Iglesia, lo
que tiende al bien de los miembros sigue siendo inmanente al cuerpo mismo. Los
dones, a diferencia de los carismas, son habitus. Pero el carisma de
profecía permanece en la Iglesia, como se ha visto anteriormente, en estado
habitual.