IX. - ADVERSARIOS Y DETRACTORES
Al ayudar a Pío X a conjurar
el peligro modernista, al luchar contra los errores del liberalismo y los
errores de Le Sillon, el P.
Billot prestó un servicio incomparable a la Iglesia.
Pero uno no se levanta contra los profetas de la mentira y los púlpitos de la
seducción, no se restablece la doctrina escolástica en su forma más pura sin
levantar un clamor impío o una crítica astuta.
Dos ilustres maestros
retomaron con mano vigorosa la vacilante antorcha del tomismo, uno en el campo
de la filosofía, en forma crítico-científica, el otro en el campo de la
teología, iluminado por la metafísica. El primero sería el Cardenal Mercier, el
otro el Cardenal Billot. En ninguno de los dos bandos, ni en Roma ni en
Lovaina, el regreso a Santo Tomás se produjo al principio en un ambiente de
simpatía. No es de extrañar que el propio Ángel de la escuela tuviera que
sufrir los golpes de los doctores retrógrados del agustinismo y platonismo para
establecer su doctrina. Contra él se alzaron no sólo los teólogos seculares,
sino toda la orden franciscana y, en su propia familia religiosa, muchos
partidarios de la vieja escuela, por no hablar de la censura del obispo de
París.
Los sistemas teológicos, en
especial el suarezianismo y el molinismo, y las escuelas de filosofía moderna
pronto se mostraron contrariados por la dirección que el nuevo profesor de la
Gregoriana pretendía dar a su enseñanza. Se encontró con las opiniones
heredadas y la actitud defensiva de otros teólogos. Les sorprendió que su voz
no coincidiera con la de los demás. El resultado fue que el P. Billot
renunció a su cátedra y regresó a Francia en silencio y sin quejarse. El
eclipse fue breve, la desgracia duró poco. Un gesto oficial de León XIII,
informado de su partida, hizo que volviera a su cátedra al año siguiente.
¡Singular similitud de destinos! En una época en la que los movimientos filosóficos y científicos tendían a realizarse fuera de la Iglesia, el ilustre profesor, que devolvía a la Universidad de Lovaina un tomismo rejuvenecido, en fidelidad al espíritu de Aristóteles, del Ángel de la Escuela y de los escolásticos de la gran época, ampliando el campo de conciliación entre la metafísica y la ciencia, pasaba por pruebas semejantes, más crueles aún, como atestiguan sus biógrafos.
"Su persona y su acción, escribe Mons. Laveille, se presentaron al Santo Padre León XIII tan desfiguradas y disfrazadas que éste dejó ver, por signos evidentes, que su confianza estaba sacudida. En nombre del Papa, el Cardenal Mazella, Prefecto de la Congregación de Estudios, escribió una carta extremadamente severa al Presidente del Instituto de Filosofía, con la orden de distribuirla a todos los profesores a la salida del aula. Repudiado, deshonrado y culpado, Mons. Mercier permaneció dos años en este calvario, en silencio y humillado, antes de que se diera la orden de revisar el lamentable expediente de la denuncia" (Mons. Laveille, El cardenal Mercier).
La conclusión de los
biógrafos es que los denunciantes en Roma terminaron de moldear en él, por
medio de la acción del sufrimiento inmerecido, al erudito y al santo.
Como todo hombre que domina en
la ciencia, el cardenal Billot ha tenido sus adversarios y detractores. Sin
embargo, se le debería haber perdonado su mérito y su talento gracias a su
humildad. Pero, a pesar de todos los pacifistas, no estamos en esos días de los
que habla la Escritura, "cuando ningún mal llegue al monte santo, cuando
el lobo habite con el cordero y el leopardo se acueste con el cabrito" (Is. XI, 9).
Las tribulaciones sufridas
por el P. Billot y el Obispo Mercier en su labor de restauración de la doctrina
de Santo Tomás en la teología y en la filosofía les hicieron andar por el
camino originalmente trazado por Aquel que, como holocausto de la verdad, ofreció
su sangre por ella. "El siervo no debe ser tratado mejor que su amo", leemos en San Juan. Tomaron piedras
para arrojarlas sobre Él (Jn. VIII, 59).
Un visitante, que un día expresó al cardenal Billot toda su indignación contra los censores de su orientación teológica y contra los atropellos de los que le veía objeto por parte de los partidarios del modernismo y del liberalismo, recibió de él esta respuesta, pronunciada con mucha filosofía sonriente y un poco de ironía maliciosa:
"No decir nada, no hacer nada, se puede escapar a la crítica. Este no es mi caso. Pero no quiero ver esta violencia como un drama. ¿Soy digno de la recompensa de los santos? Todavía no he sido acusado de herejía, como San Basilio ante el Papa San Dámaso; ni condenado como hereje y luego depuesto, como San Cirilo, por un concilio de cuarenta obispos; ni perseguido por cargos de brujería, como San Atanasio; ni por malas costumbres, como San Juan Crisóstomo; ni condenado y depuesto solemnemente por el tribunal del Santo Oficio, como San José de Calasanz, que murió deshonrado en Roma a la edad de 92 años".
Entre los adversarios del
cardenal Billot, hay algunos que han sabido discutir con sinceridad y
competencia, manteniendo el respeto debido al ilustre Maestro, algunas de sus
afirmaciones e hipótesis más atrevidas. Es un derecho que nadie puede negarles.
Hicieron justicia a su ciencia, a la lealtad de su actitud, a la rectitud de su
carácter y a la pureza de sus intenciones.
Otros, cuyo orgullo, guiado por el interés propio, se deleita en menospreciar las superioridades y magnificar las mediocridades, inflando éstas para depreciar aquéllas, no le ahorraron, en una especie de coalición de celos, tortuosos ataques de diverso grado de secreto, buscando, en vano, además, conducirle a insidiosas polémicas, atacando opiniones por él expresadas y llegando a acusar su "tomismo" de no ser auténtico. A estos ya les dijo un gran orador desde el púlpito: "No voy a daros la misma respuesta que di a los demás", dijo. A estos ya les dijo un gran orador desde el púlpito:
"Disputamos en voz alta con aquellos cuya elevación miramos con ojos de envidia, talentos y cualidades loables, que nos vemos obligados a concederles en secreto. Los mismos celos arrojan luz sobre lo que tienen de estimable y nos hacen despreciarlo: nos deleitamos en poner al público en contra de ellos, mientras que nuestra conciencia, mejor instruida, los justifica; así, el placer que tenemos en engañar a los demás con respecto a ellos nunca es perfecto, porque no logramos engañarnos a nosotros mismos" (Massillon, Sermón sobre la Pasión del Salvador).
Los detractores laicos, que
no tienen de las ciencias eclesiásticas más que una soberbia ignorancia y, por
consiguiente, carecen de todo título para juzgarlo, lo hicieron con el
sentimiento altivo de su personalidad, que ni siquiera supo retener las
palabras insultantes ante la majestuosidad de la muerte: "Curiosa figura
de monje intransigente y fanático que uno se sorprendería menos de encontrar en
el siglo XIII que en el XX", se leía al día siguiente de su último
suspiro, en un importante órgano de prensa. Estos apóstrofes no quitan nada a
la fuerza y a la obra de los pensadores medievales, ni al acento moderno de la
ciencia del cardenal Billot.
En un libro, cúmulo de historias fantasiosas y relatos difamatorios, extendido con un aparato de referencias pseudocientíficas para impresionar al vulgo, un panfleto que detesta la historia, cuyo autor quiere asumir el papel de acusador público contra el pontificado de Pío X y los servidores de su reinado, el cardenal Billot no podía dejar de recibir ultrajes. Uno no responde a tales insultos, a tales calumnias. Sólo hay que despreciarlos y abandonarlos a su vergüenza. Pero, para que sepamos hasta dónde pueden llegar los que se burlan de las exigencias de la verdad y la justicia, transcribimos la siguiente frase, pidiendo perdón al lector:
"… Escolástico obstinado y lógico intrépido, el P. Billot no pensaba (si es que eso es pensar) más que en silogismos, y no volvía a las cosas de este mundo sino para anatematizar la Revolución Francesa y proclamar que mientras quedara algo de esa obra satánica, no había nada que esperar en Francia para la restauración de la verdadera religión. El cardenal Billot siguió predicando el integrismo".
Tales ataques magnifican a
los que intentan herir, y, de hecho, el jansenista Nicolas Fontaine, fugitivo
de Port-Royal y de la Bastilla, al convertirse en modernista, no aprendió a
calumniar con arte[1].
Los calumniadores se cansan y
la admiración permanece: "El Eminentísimo Cardenal Billot, honor de la
Iglesia y de Francia" (Carta dirigida a Mons. Sevin, Arzobispo de
Lyon, con motivo del Congreso de Jurisconsultos Católicos de 1913).
Además, si hubiera sentido
la necesidad de un consuelo humano ante la hostilidad y mala fe de sus
adversarios, el cardenal Billot lo habría encontrado en la amistad del Papa Pío
X y del cardenal Merry del Val, su secretario de Estado, en la estima y
admiración de los más altos dignatarios de la Curia Romana, de las mentes más
distinguidas del episcopado francés y del clero que había sido influenciado por
su doctrina, entre ellos el cardenal Sevin, el cardenal Charost y tantos otros.
Católicos, escritores y
pensadores, como René Bazin, fueron sus amigos. Paul Bourget, al relatar
magistralmente el movimiento modernista en una de sus obras, se reunió con el
cardenal Billot.
[1] Un escritor de
talento había preparado una respuesta mordaz a este triste libelo; pero se
consideró que no merecía una respuesta, ya que la tesis era autodestructiva por
lo escandaloso y cínico de sus acusaciones.
Nicolas Fontaine nació en París en 1625. Profesor en las escuelas de
Port-Royal, dedicó parte de su tiempo a transcribir escritos jansenistas. Fue
encarcelado en la Bastilla.