viernes, 20 de mayo de 2022

He aquí que vengo, por Magdalena Chasles, Primera Parte, Hasta que Él venga (II de II)

 Si “la magnificencia de los reinos” está destinada “al pueblo de los santos del Altísimo” (Dan. VII, 27), debemos anunciar ahora la Pasión de Cristo para nuestra vida “hasta que Él venga”, y desarrollarnos, pues, espiritualmente en conformidad con su vida terrestre; sobrellevar el peso, las pruebas, a veces las alegrías y a menudo los sufrimientos, pero también crecer en conformidad con su vida celestial y tomar parte, por la fe y el amor –por la Iglesia, que es su Cuerpo– en su gloria actual: 

“Dios nos ha dado vida eterna, y esa vida está en su Hijo” (I Jn. V, 11). 

¡Qué esplendor! El verdadero cristiano, por su bautismo, debe “revestirse de Jesucristo” (Rom. XIII, 14), seguir sus pasos apostólicos y sangrantes, “portar, pues, su semejanza” (I Cor. XV, 49), a fin de alcanzar “la estatura de la plenitud de Cristo” (Ef. IV, 13). Así participará, poco a poco, en su nacimiento, en su vida apostólica, en sus sufrimientos, en su muerte, como ya lo hace en su resurrección, en su ascensión, e incluso en la posesión de su herencia: el trono y el Reino de los cielos.

Los misterios vividos por Cristo en el pasado son, pues, actualmente nuestros “hasta que Él venga”. Se debe establecer una unidad admirable, nos debe fundir una fusión indisoluble en y con Cristo, a fin de desenrollar, al igual que Él lo hizo, la primera parte del rollo del Libro.

Los patriarcas, los reyes, los profetas, fueron figuras, signos, testigos del Mesías que debía venir. ¿Acaso no eran, como hemos visto, “un rollo vivo” lleno de esperanza? Fueron como un puente construido entre Adán pecador y el segundo Adán en su Primera Venida. ¿No tendremos que ser, pues, los testigos de su Segunda Venida, “hasta que Él venga”, puentes construidos entre su primer “he aquí que vengo” y el segundo, por medio de nuestra vigilancia? ¡Velad! 

¿Pero cómo cumplir tan noble misión? Entre la primera parte del rollo, ya cumplida, y la segunda, que todavía no ha comenzado, se coloca la Iglesia, cuyos miembros somos, unidos estrechamente por el poder del Espíritu a la Cabeza del cuerpo, Cristo. Llevados así por esas fuerzas, la gracia de Dios nos permitirá reproducir la vida de Jesús, prestarle nuestros miembros para que se prolongue sobre la tierra “hasta que Él venga”[1], formando así la soldadura entre la primera y Segunda Venida. 

Así como Él vivió, viviremos nosotros, llevando sobre nosotros su vida (Jn. I, 4), su luz (Jn. I, 4), el poder de su palabra, tal vez incluso el de sus milagros (Jn. XIV, 12-13). 

Pero, así como Él murió, nosotros moriremos; como Él resucitó, nosotros resucitaremos 

“Pues si hemos sido injertados (en Él) en la semejanza de su muerte, lo seremos también en la de su resurrección” (Rom. VI, 5); 

Por último, así como Él subió a los cielos, nosotros subiremos. 

“Pero Dios, que es rico en misericordia, a causa del grande amor con que nos amó... juntamente con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús, para que en las edades venideras se manifieste la sobreabundante riqueza de su gracia mediante la bondad que tuvo para nosotros en Cristo Jesús” (Ef. II, 4-7). 

Todo nos ha sido dado por Dios, nuestro Padre, por medio de Cristo y como a Cristo. Sí, todo nos ha sido dado “junto” con Él; desde ahora estamos incorporados a Él: “concorporatos”, decía san León Magno[2], “hasta que Él venga”. 

¡Qué admirable síntesis se presenta a nuestras miradas deslumbradas, a nuestros corazones amantes y cálidos! 

Sufrimientos y glorias de Cristo, Hijo de Dios, Profeta, Sacerdote y Rey. 

Sufrimientos y glorias del Cristiano, hermano de Cristo y, por Él, hijo de Dios, ya en posesión de la herencia celestial por la fe. 

La vida cristiana es este maravilloso drama del que somos tanto los espectadores como los actores. 

Vemos vivir a Cristo y luego... vivimos a Cristo. 

Contemplamos el perfecto ejemplar y luego... tendemos –por medio del Espíritu Santo y la Palabra de Dios, que obra poderosamente en nosotros– a reproducir esta sublime imagen por medio de una vida transformada, “hasta que Él venga”. 

He aquí cómo debe ser escrita en la Iglesia esta página de espera, entre las dos partes del rollo del Libro, por sus miembros, por medio de la manducación del Cuerpo de Cristo y de la Palabra de Dios. La Palabra de Dios y la Eucaristía son el mismo alimento del alma, “hasta que Él venga”. 

Recordemos que Ezequiel y San Juan en el Apocalipsis deben comer el rollo del Libro en momentos solemnes. 

Las horas que vivimos son también graves y solemnes; todo parece advertirnos que es preciso velar, pues nos acercamos al fin de la era presente. 

Ahora bien, ¿no deben estar caracterizados estos tiempos por un doble retorno a la antigua tradición, a la doble manducación del Cuerpo y de la Palabra de Cristo, tal como lo proclama el autor de la Imitación? 

Viviendo la vida del Cristo total, nosotros, cristianos, anunciaremos la muerte del Señor hasta su regreso. Seremos testigos, centinelas, que claman: ¡Velad! ¡Velad! ¡Él viene! 

Seremos un “puente” para nuestros hermanos, a fin de ayudarlos a cruzar de un río a otro, de los sufrimientos a las glorias, de la meditación de los dolores de la cruz a la contemplación de las maravillas del mundo futuro, de la compasión de la corona de espinas al esplendor de alegría del coronado de gloria y honor.


 [1] Ver la Encíclica de S. S. Pío XII sobre el Cuerpo místico de Cristo, 29 de junio de 1943. 

[2] San León Magno, Sermón I sobre la Ascensión del Señor.