c) El endurecimiento de los corazones
El pueblo de “dura cerviz”, con corazón de piedra, había hecho fracasar muchas veces el plan de Dios en los siglos anteriores; la misma actitud de incredulidad, los mismos sentimientos de revuelta, van a ser también un obstáculo al cumplimiento del plan redentor en su plenitud. Ciertamente, ese plan será admirablemente restablecido por la revelación del “misterio escondido desde los siglos en Dios”, el de la Iglesia de Cristo, “que es su cuerpo” (Ef. I, 23; III, 9), pero, sin embargo, habrá sufrido un fracaso por la voluntad del hombre, levantada autoritariamente contra la de Dios.
El evangelio de Mateo, destinado principalmente a ser propagado entre los judíos de Palestina y del Mediterráneo oriental, estigmatizó la hipocresía, la incredulidad, el endurecimiento de los corazones.
Jesús, que no vino a abolir la ley sino a perfeccionarla, ataca cada vez que puede a los fariseos hipócritas, y la vehemencia de sus palabras se unen a las de Juan el Bautista.
Un día surge una discusión sobre la costumbre, considerada como una tradición de los antepasados, de lavarse las manos antes de comer. Entonces Jesús declaró:
“Y
vosotros habéis anulado la palabra de Dios por vuestra tradición. Hipócritas,
con razón Isaías profetizó de vosotros diciendo:
“Este pueblo con los labios me honra, pero su corazón está lejos de Mí. En vano me rinden culto, pues que enseñan doctrinas que son mandamientos de hombres” (Is. XXIX, 13; Mt. XV, 7-9).
Jesús teme que la palabra de la verdad sea anulada, que se honre a Dios con los labios, y que el corazón esté frío. Se levanta contra “una generación mala y adúltera”, la que duda, discute, critica, minimiza todo.
Un día le dijeron los fariseos: “queremos ver de Ti una señal”. Piden un milagro extraordinario como signo de su misión, pero Jesús les responde: no les será dada otra señal que la del profeta Jonás, otro ejemplo de arrepentimiento que el de los ninivitas, otra figura que la de la reina del sur (la reina de Saba), que reconoció la sabiduría de Salomón. Ahora bien, hay aquí más que Salomón.
Sea el recuerdo de los profetas, el de los patriarcas o el de los reyes, Jesús invoca siempre el testimonio de la Escritura para señalar su cumplimiento y, dado el caso, recuerda con palabras veladas su carácter de rey: “Hay aquí más que Salomón” (Mt. XII, 18-42).
El endurecimiento de los corazones en Israel ha sido proclamado, como leitmotiv, por los profetas. Pero conviene sobre todo fijar nuestra atención sobre la terrible sentencia del juicio que Dios confía a Isaías, después de la sublime visión de su gloria. Ese juicio es un centro de gravedad alrededor del cual se desarrolla la historia de Israel, pueblo sordo, pueblo ciego, pueblo de corazón de piedra durante el tiempo de su dispersión.
Esta profecía, de una importancia capital, es citada en el Evangelio cuando el Reino es rechazado (Mt. XIII, 14-16), y poco antes de la Pasión (Jn. XII, 40); luego, por el mismo Pablo y, al fin, por los Hechos.
El Apóstol había anunciado a los judíos la Buena Nueva e hizo una última tentativa en la misma capital del Imperio romano. Nuevo fracaso. Entonces les declaró:
“Bien habló el Espíritu Santo por el profeta Isaías a vuestros padres, diciendo: «Ve a este pueblo», pronuncia las mismas palabras y agrega solamente: «Os sea notorio que esta salud de Dios ha sido transmitida a los gentiles, los cuales prestarán oídos»” (Hech. XXVIII, 23-29)[1].
Isaías había contemplado, pues, la gran visión del trono de Dios, rodeado de Serafines, y había aceptado el cargo de enviado ante el pueblo. Oyó entonces palabras extraordinarias, selladas con el sello de la justicia divina. Evidentemente, no se lo esperaba.
Palabras extremadamente graves, anunciadoras del endurecimiento de Israel, del fin de la era presente, pero también de la salvación reservada al pequeño “resto” fiel y convertido:
“Ve y
di a este pueblo [Dios no dice: “mi pueblo”]:
Oíd,
y no entendáis;
ved,
y no conozcáis.
Embota
(vuelve insensible) el corazón de
este pueblo,
y haz
que sean sordos sus oídos
y
ciegos sus ojos;
no
sea que vea con sus ojos,
y
oiga con sus oídos,
y con
su corazón entienda,
y se convierta y encuentre salud”.
Isaías, dolorosamente
impresionado por el mensaje, pregunta:
“¿Hasta
cuándo, Señor?”
Y ésta es la respuesta que
recibe:
“Hasta
que las ciudades queden devastadas
y sin
moradores,
y las
casas sin habitantes,
y la
tierra convertida en ruina completa;
hasta
que Jehová arroje lejos a los hombres,
y la
desolación abunde en medio de la tierra”.
Esta descripción trágica, de una realidad inconcebible, surge ante nuestros ojos como la representación exacta de los efectos de la bomba atómica. Hasta ahora no teníamos ninguna posibilidad de representarnos semejante devastación. ¡Semejante destrucción no puede sino relacionarse con los últimos tiempos, cuando los hombres, por medio de objetos cada vez más perfectos, puedan “convertir en ruina completa” el suelo de un país, y apartar a los hombres!
Pero el estrago de Israel debe ir todavía más lejos:
“Y si
quedare de ellos sólo la décima parte (de
habitantes),
volverán
a ser destruidos.
Mas
[hay un “pero” lleno de esperanza cierta] como del terebinto y de la encina,
aun
talados, queda el tronco,
así el tronco será semilla santa (Israel)” (Is. VI, 9-13).
El pueblo renacerá[2].
Nuestro Señor no usó más que la primera parte de la profecía, ya cargada de consecuencias, y en el momento declara que, en adelante, va a hablar en parábolas, en lenguaje velado. El Reino se ha alejado; el Señor formará una elite, a la que iniciará en las parábolas, en “los misterios del Reino de los cielos”.
Si, pues, la descendencia de la Serpiente tiene ciegos los ojos, sordos los oídos, el corazón embotado, los que reconocieron a Jesús, la descendencia bendita de la mujer, reciben este testimonio:
“Pero vosotros, ¡felices de vuestros ojos porque ven, vuestros oídos porque oyen! En verdad, os digo, muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; oír lo que vosotros oís y no lo oyeron” (Mt. XIII, 12-18).
La “semilla santa” de Israel dormita; está enterrada como el “tesoro escondido”. Pero, por más que esté escondido, el tesoro existe. Si los corazones son todavía de piedra, un día serán de carne (Ez. XXXVI, 26). La curación, el cambio, serán maravillosos, la verdad los restablecerá, el amor los animará, “el sol de justicia” los hará arder y “la curación estará en sus rayos” (Mal. IV, 2).