domingo, 27 de junio de 2021

La designación Neotestamentaria de la verdadera Iglesia como Templo de Dios, por Mons. Fenton (IV de V)

 La Iglesia y el mundo: la luz y las tinieblas 

Al insistir sobre el punto de que los miembros de la Iglesia no se deberían casar con los que están fuera de esta sociedad, San Pablo resaltó con claridad sinigual la enseñanza que, como parte de la doctrina Católica, fue puesta por escrito enfática y efectivamente por el Papa León XIII en su encíclica Humanum genus. 

El humano linaje, después que, por envidia del demonio, se hubo, para su mayor desgracia, separado de Dios, creador y dador de los bienes celestiales, quedó dividido en dos bandos diversos y adversos: uno de ellos combate asiduamente por la verdad y la virtud, y el otro por todo cuanto es contrario a la virtud y a la verdad. El uno es el reino de Dios en la tierra, es decir, la verdadera Iglesia de Jesucristo, a la cual quien quisiere estar adherido de corazón y según conviene para la salvación, necesita servir a Dios y a su unigénito Hijo con todo su entendimiento y toda su voluntad; el otro es el reino de Satanás, bajo cuyo imperio y potestad se encuentran todos los que, siguiendo los funestos ejemplos de su caudillo y de nuestros primeros padres, rehúsan obedecer a la ley divina y eterna, y obran sin cesar o como si Dios no existiera o positivamente contra Dios. 

Agudamente conoció y describió Agustín estos dos reinos a modo de dos ciudades contrarias en sus leyes y deseos, compendiando con sutil brevedad la causa eficiente de una y otra en estas palabras: Dos amores edificaron dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios edificó la ciudad terrena; el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo, la celestial. En el decurso de los siglos, las dos ciudades han luchado, la una contra la otra, con armas tan distintas como los métodos, aunque no siempre con igual ímpetu y ardor”. 

San Pablo nos da una lección tremendamente importante cuando nos muestra que la Iglesia, considerada como constituyendo el único reino sobrenatural de Dios en este mundo e inalterablemente opuesto al reino de Satanás, es justamente designada bajo la metáfora del templo de Dios. El templo era dedicado solamente al servicio y culto del Dios vivo. Cualquier profanación del templo era un sacrilegio muy serio. Y, de la misma manera, la Iglesia Católica es la única unidad social que, como reino sobrenatural de Dios según la dispensación del Nuevo Testamento, está completa y únicamente consagrada al culto de Dios. Es un error asociar con la Iglesia o con alguna de sus partes cualquier factor extraño u hostil al servicio de Dios. 

 

El Templo y la Alianza 

En esencia, la alianza divina es un acuerdo en el que Dios entra con el pueblo que, en su misericordia, escoge, de una manera especial, como suyo. Según los términos del pacto, Dios acepta libremente este pueblo como perteneciéndole a Él de una manera especial y sobrenatural. Promete protegerlo y lo consagra a su servicio. 

Por otra parte, el pueblo de la alianza concuerda dedicarse de una manera especial al servicio y reconocimiento de Dios según los ritos que Él mismo ha escogido. Promete adorar a Dios y no hacer nada que vaya en contra de la aceptación y alabanza como el único Creador del mundo. No va a tomar dioses falsos consigo. 

En la economía de la nueva alianza, el templo de Jerusalén era de manera especial el centro y morada de esa alianza. Los sacrificios autorizados y ordenados por Dios se debían ofrecer solamente en el templo. Además, el arca de la alianza mosaica original estaba colocada dentro de este edificio y el templo mismo era el recipiente de las promesas, protección y bendiciones especiales de Dios. El templo era el lugar donde el verdadero Dios estaba presente de una manera única e intrínsecamente sobrenatural, de una manera relacionada con la divina inhabitación según la vida de la gracia santificante. 

La Iglesia Católica, al ser el verdadero Israel del Nuevo Testamento, se caracteriza por el auténtico sacerdocio que está inseparablemente unido a toda alianza entre Dios y su pueblo elegido. En última instancia y fundamentalmente, el sacerdocio es inherente en Nuestro Señor. El pueblo de la Iglesia, tomado como un todo, constituye lo que San Pedro llamó un “sacerdocio santo” y un “sacerdocio real” (I Ped. II, 5.9), por y en el cual se continúa el sacrificio eterno del Redentor. De manera más especial, los sacerdotes ordenados en la Iglesia Católica ofrecen el Sacrificio Eucarístico como instrumentos del mismo Cristo. 

 

Filiación divina adoptiva dentro de la Iglesia 

Era característico de la dispensación mosaica que los miembros del pueblo escogido de Dios fueran designados en las Escrituras como sus hijos. El Deuteronomio exhorta al pueblo de la antigua alianza a ser y obrar como “hijos del Señor tu Dios” (Deut. XIV, 1). La profecía de Malaquías reprocha al pueblo de Israel por haber rechazado honrar a Dios como a su Padre: “Ahora bien, si Yo soy Padre, ¿dónde queda mi honra?” (Mal. I, 6). 

Lo que se describió en el Antiguo Testamento de una manera más bien imprecisa, se expresó con magnífica claridad en el Nuevo. Nuestro Señor enseñó y exhortó a los primeros miembros de la sociedad de sus discípulos que rezaran a Dios dirigiéndose a Él como a nuestro Padre. La epístola a los Romanos nos dice que: 

“El mismo Espíritu da testimonio al espíritu nuestro de que somos hijos de Dios” (VIII, 16). 

Y la I Epístola de San Juan enfatiza también esta misma verdad tan primordial. 

“Mirad qué amor nos ha mostrado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios. Y lo somos; por eso el mundo no nos conoce a nosotros, porque a Él no lo conoció. 

Carísimos, ya somos hijos de Dios, aunque todavía no se ha manifestado lo que seremos. Más sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es” (III, 1 sig.). 

La Iglesia Católica puede ser designada con razón con el nombre metafórico de templo de Dios sobre todo y en primer lugar, en razón de la inhabitación divina dentro de la Iglesia. En el pasaje de la II a los Corintios, San Pablo enfatiza el hecho de que lo mismo que hace a la Iglesia conocida como templo de Dios, hace que los leales y fieles miembros de la Iglesia sean verdaderamente hijos adoptivos de Dios.