Los
Lazos Externos de Unidad
Los
lazos externos de unidad dentro de la Iglesia de Dios son la profesión de la
misma fe Cristiana, la comunión de los mismos sacramentos y la sujeción a la
legítima autoridad eclesiástica. Teológicamente, estos lazos externos de
hermandad dentro de la Iglesia difieren mucho en su función de los lazos
internos o espirituales. Una persona se vuelve y permanece miembro de la
Iglesia de Jesucristo en este mundo, esencial y únicamente por medio de la
posesión de estos lazos externos de unidad. La Iglesia Católica en este
mundo es en realidad la congregación de hombres y mujeres que poseen estos
lazos visibles de unión con nuestro Dios y entre ellos. Los lazos internos,
fe, esperanza y caridad existen y actúan en la Iglesia. Son la fuente de esa
vida que encuentra su expresión corporativa en este mundo solamente en la
Iglesia Católica. Sin embargo, la posesión de estas cualidades no es el factor
que hace al hombre miembro de la sociedad de Cristo. Es cierto que nadie en
este mundo puede poseer la caridad sin ser miembro de la Iglesia Católica o
querer sinceramente entrar en esta sociedad. Sin embargo, la persona se
convierte en y permanece miembro de la Iglesia Católica solamente por la
profesión bautismal de la fe divina cristiana que no ha sido nunca públicamente
retirada, por el hecho de su admisión a los sacramentos, y por su deseo de
someterse a la legítima autoridad eclesiástica. Cada uno de estos lazos
constituye una fuerza que une a los miembros de la Iglesia Católica con Nuestro
Señor y entre sí. El espíritu del anticlericalismo es, en última instancia,
un intento de ir en contra de estas fuerzas.
Los
Católicos están formados en un cuerpo y unidos entre sí por razón de la
profesión de la misma fe Cristiana. Son, en este mundo, el grupo o unidad que
aceptan explícitamente como verdadera y como una real y sobrenatural
comunicación de Dios las verdades que Nuestro Señor enseña en el mundo como
divinamente revelado. Por supuesto que puede haber, y de hecho hay, no-miembros
de la Iglesia que aun así poseen la verdadera fe divina. Esta clase de personas
incluiría a catecúmenos o individuos que desean entrar a la Iglesia,
excomulgados y cismáticos que no han pecado contra la fe. Aun así, la única
sociedad que auténtica y correctamente profesa esta fe es la Iglesia Católica,
la compañía de los discípulos de Nuestro Señor dentro de la cual vive y enseña.
La enseñanza de Cristo, el mensaje del Dios vivo, llega a los miembros de la
Iglesia a través de la voz de la jerarquía de la Iglesia Católica, la ecclesia docens. Aquel que adopta o
incentiva una actitud de oposición o desconfianza a la jerarquía, trabaja, en
efecto, para separar los discípulos de Nuestro Señor de Su doctrina. Además,
puesto que la profesión de la verdadera fe Cristiana es algo que se lleva a
cabo en este mundo siempre y necesariamente solamente ante una muy formidable
oposición, el Católico que se opone a sus propios líderes espirituales o que
incentiva a otros, está ayudando, sin dudas, al enemigo espiritual de Cristo.
La verdadera y bautismal profesión de la fe Cristiana es, por su propia
naturaleza, una fuerza que debería agrupar a los Católicos ante un mundo que se
opone a la doctrina de Nuestro Señor. Tiende esencial y necesariamente a unir a
los Católicos con su clero y jerarquía por medio de lazos de leal reverencia y
afecto.
La comunicación de los
divinos sacramentos, la segunda de las
fuerzas enumeradas como lazos externos de unidad dentro de la Iglesia Católica,
tiene precisamente el mismo efecto. El sistema sacramental está centrado en
la Santísima Eucaristía. Los miembros de la Iglesia Católica que gozan la
comunicación de los sacramentos, forman una asamblea santa, un sacerdocio real,
unida a Cristo y que ofrece con Él a Dios el eterno sacrificio del Nuevo Testamento.
El sacrificio es el signo de la oración y devoción Cristiana, el sacrificio
interno a Dios. La oración es la expresión de la fe y esperanza Cristianas.
Debe significar y ser la manifestación de la verdadera caridad Cristiana.
En el acto del Sacrificio
Eucarístico, los miembros de la Iglesia están unidos entre ellos y con Nuestro
Señor con los lazos más fuerte que existen. Es el mayor acto social de culto,
el acto en el que manifestamos y aumentamos nuestro amor por Dios y entre
nosotros. Cualquier tendencia para separar a los miembros de la Iglesia
Católica en divisiones hostiles, y en particular cualquier intento de generar
antagonismo en la Iglesia hacia el grupo a quien Nuestro Señor constituyó
ministros activos del gran sacrificio implica oponerse manifiestamente al deseo
del Dios Todopoderoso. Ya es bastante malo intentar oponer a los Católicos
entre sí por otras razones, como por ejemplo raciales o por el lugar de
residencia; pero usar la distinción de laicos y jerarquía, distinción inherente
a la Iglesia por la misma voluntad de Cristo, como instrumento de antagonismo
en la sociedad de los discípulos constituye una perversión de lo que es en sí
mismo un medio de unidad y santificación.
Considerando
a la Eucaristía como sacramento, la comunión que es esencial para la membrecía
en la Iglesia de Cristo significa la admisión a la mesa del banquete del Señor
en la casa de Dios. Los que realmente son miembros de la Iglesia y discípulos
de Cristo son los hombres y mujeres que describió como sus hermanos y hermanas.
Es un explícito mandato de Cristo que, dentro de la casa de Dios, sus
miembros se amen entre sí. Violar el amor de caridad Cristiana con respecto
a los hombres por los cuales la membrecía de la Iglesia debe recibir el
banquete Eucarístico es, de una manera especial, oponerse a la voluntad de
Cristo.
Por el hecho de que alguien
es Católico profesa, y está obligado a prestar, una sujeción real y sincera a
los pastores eclesiásticos legítimos.
El anticlericalismo, tal como existe en realidad, está basado en un
malentendido o distorsión de este elemento esencial de vida en el Cuerpo
Místico de Cristo. La jerarquía Católica, el Papa y los obispos
residenciales, y todos los superiores eclesiásticos que gobiernan sus rebaños
por medio de una legítima delegación eclesiástica, pueden emitir órdenes que
sus súbditos están obligados a obedecer bajo pena de pecado mortal. El Santo
Padre y los obispos residenciales pueden hacer y hacen verdaderas leyes. Estas
leyes y los preceptos y mandatos que emiten los superiores legítimos
eclesiásticos en virtud de su oficio llegan a los Católicos como órdenes de
Nuestro Señor mismo. Son los mandatos por los cuales la Iglesia de
Jesucristo vive y obra en este mundo como sociedad visible, proclamando la fe
de Cristo y haciendo Su trabajo ante toda la oposición que puede presentar
contra Nuestro Señor el príncipe de este mundo. Los que profesan la fe
divina y tienen el privilegio de habitar en la casa de Dios como hermanos y
hermanas de Jesucristo están obligados a dar a las órdenes de los superiores
eclesiásticos una obediencia leal y entusiasta, que es la respuesta debida a
las órdenes de Nuestro Señor mismo. Aquel que adopta una actitud
anticlerical y que ofrece, por lo tanto, solamente una sujeción reticente y
desconfiada a la autoridad eclesiástica competente, se separa a sí mismo, por
ese mismo hecho, de la plenitud de su vínculo con Jesucristo.
La actitud
anticlerical está basada, en gran medida, en un malentendido de la naturaleza
de la autoridad eclesiástica. Aquel que es engañado al aceptar esa actitud está
pronto a admitir la actividad del clero y de la jerarquía con respecto a la
dispensación de los medios sacramentales de la gracia. También está preparado
para admitir el poder de magisterio de la Jerarquía. Lo que no aprecia, sin
embargo, es el hecho fundamental y esencial que la jerarquía de jurisdicción ha
recibido de Nuestro Señor un poder real para regir, de forma que pueda dar
órdenes a los fieles con el poder y la autoridad de Nuestro Señor mismo. Cuando,
por ejemplo, un obispo residencial prohíbe a sus súbditos leer determinado
periódico, la eficacia de esa orden no depende en manera alguna que haya
herejías en ese periódico. Al igual que cualquier otro verdadero superior, la
autoridad eclesiástica no está obligada a dar las razones de su mandato en la
orden. El poder de promulgar un mandato determinado es algo completamente
diferente de la mera competencia para persuadir. En muchos casos, el anticlerical parece imaginar
que la posición del superior eclesiástico es meramente el de un hermano mayor
que tiene autoridad para razonar con uno más joven a fin de que adopte otra
decisión, pero carece el poder de emitir un determinado mandato. Sin dudas,
existe una tendencia de parte de los Católicos mal instruidos en ver a la
Iglesia como a las muchas organizaciones sociales de nuestro tiempo que no
tienen poder de obligar a sus miembros en consciencia. Cometer semejante error
sobre la Iglesia es no entender la naturaleza del Cuerpo Místico de Cristo en
este mundo. Obrar basado en ese mal entendimiento es frustrar la vida de Cristo
en sus discípulos.