viernes, 11 de octubre de 2019

Proemio del Cardenal Billot al Tratado De Ecclesia Christi (IV de IV)


§ 2

Esta es, pues, la gloriosa Iglesia de Dios, sobre la cual hablaremos ahora y que a menudo se propone también en las Escrituras bajo otras similitudes de figuras. En efecto, es celebrada como una casa que se edificó la Sabiduría, arquitecta incomparable[1], como una defensa sobre la cual no vencerán las soberbias puertas del infierno[2], como una ciudad cuyo nombre es el Señor está allí[3], como un monte preparado en la cumbre de los montes[4], como un rebaño presidido por un único pastor[5], como columna y firmamento de la verdad[6]. Además, es llamada esposa de Cristo, cuerpo de Cristo y plenitud de Cristo[7]. Pero de cualquier modo que se llame, inmediatamente se verá que este tratado está relacionado con el de Verbo Incarnato, que no hay que decir se trata de un nuevo debate, sino de la continuación y del necesario complemento del primero. ¿Qué otra cosa nos insinúa bajo diversos aspectos la nave mística, o la ciudad, o la casa, o la defensa, sino la economía misma por medio de la cual dimanan hasta nosotros los universales beneficios de la Encarnación y de la Redención? En la cual se da tanto la facultad de llevar a tierra sólida lo sacado del abismo, como así también se reservan los alimentos y remedios para los débiles y enfermos y a aquellos que estaban dispersos se les ofrece la comunión de los santos que nació en la sangre de la cruz y se les da seguridad a los que temen ante la faz del infierno contra el esfuerzo del enemigo. Fuera de la cual (hablo de nuevo de aquellos que no tienen la excusa de la buena fe) de ninguna manera les aprovechan los sacramentos, el Bautismo no les abre la puerta del cielo, la Penitencia no los limpia, la Eucaristía no los incorpora a Cristo. Si, pues, como síntesis de toda la teología, se pone con razón la doctrina de los sacramentos como consecuencia lógica de la verdad de la Encarnación (dado que, como se dice en el proemio de la Tercera Parte, los sacramentos son remedios que tienen su eficacia del mismo Verbo Encarnado), cuánto más y, sobre todo, a causa de la razón que pronto declararemos, se aplica esta consideración a la Iglesia.

Además, aún crece el argumento si consideras a la Iglesia como la esposa del Verbo Encarnado, según la muy célebre similitud tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Y en efecto, en el tomo arriba citado, Cristo se mostraba a los ojos de nuestra fe tal como se percibe claramente en su propia persona; cándido a causa de la divinidad en la que está el candor de la luz eterna, y rubicundo a causa de la pasión que padeció en la carne asumida; cuya cabeza dorada óptima, a causa de todos los tesoros escondidos de la sabiduría y de la ciencia, y las manos bien redondas, a causa de todas las obras hechas apta y elegantemente; al cual, por último, le compete una inefable hermosura por sobre los hijos de los hombres, en la cual camina, avanza prósperamente y reina. Pero no es lícito separar la esposa del esposo, como que todas las cosas son comunes entre ellos y no poseen nada propio y en particular; tienen una misma herencia, una misma casa, una misma mesa, un mismo lecho, una misma carne. En fin, a causa de ella, dejará al padre y a la madre y se juntará a su mujer y a ella a su vez se le ordena olvidar a su pueblo y a la casa de su padre, a fin de que su esposo desee su belleza[8].

Y si ahora alguien pregunta por qué razón no se dio esta disputa entre los antiguos escolásticos, incluso que no existe un tratado especial sobre la Iglesia de Cristo, respondo que la causa es en parte por su propia naturaleza y en parte por las peculiares circunstancias de los tiempos. Sobre la Iglesia se pueden hacer sobre todo dos preguntas: primero, dónde está la verdadera y legítima Iglesia de Cristo; segundo, cuál es su constitución, jerarquía, potestad, oficio, etc. Además, los antiguos reducían esta última a otras partes de la teología, como a la virtud de la fe[9], al poder de las llaves[10], al sacramento del Orden[11]. En cambio, a la primera, en cuanto que más que incluir la teología la presupone (pues el magisterio de la verdadera Iglesia es una de las reglas que dirigen la disciplina teológica) no la construían sobre los misterios mismos de la sagrada doctrina, por el contrario, apenas los trataban como preámbulo de paso y con pocas palabras. En efecto, creían que la credibilidad de la Iglesia Católica constaba claramente en sí misma y que no en vano dijo Nuestro Señor: “Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad situada sobre una montaña. Y no se enciende una candela para ponerla debajo del celemín, sino sobre el candelero, y (así) alumbra a todos los que están en la casa”[12]. Qué necesidad, en efecto, de demostrar la montaña radicada en la cima de los montes y por encima de todas las colinas la ciudad no sólo puesta en lo alto, sino también construida de piedras preciosas, como está escrito: “Te edificaré sobre zafiros, y haré de jaspe tus baluartes”[13]. Dado que la institución divina de la cátedra eclesiástica aparecía con gran facilidad; dado, además, que todo lo que hay que creer sobre el origen y las fuentes de la revelación cristiana están certificadas por la misma Iglesia, no sorprende que los antiguos se abstenían de demostrar ex professo los preámbulos de la fe, sobre todo cuando en aquellos tiempos estaban todos de acuerdo con respecto a los principios y plenísimamente se verificaba aquella profecía: “Levántate oh Jerusalén, recibe la luz, porque ha venido tu lumbrera… a tu luz caminarán las gentes, y los reyes al resplandor de tu aurora”[14].


En realidad, para traer una comparación conocida, el agricultor que posee pacíficamente una heredad, no se preocupa en mostrar o probar el título de su legítima posesión; sino que más bien, haciendo cosas más útiles, cultiva diligentemente el campo a fin de sacar de él los frutos más abundantes que puede. Así, pues, los príncipes de la Escuela, poseyendo pacíficamente la heredad de la revelación, se dedicaban a cultivarla y fertilizarla con todas sus fuerzas y cuando en sus tesoros encontraban las gemas recónditas del dogma divino que nadie contradecía, como un verdadero Beseleel del tabernáculo espiritual, las esculpían diligentemente, las adaptaban fielmente, las adornaban sabiamente, les agregaban esplendor, gracia, belleza, pero no se fatigaban inútilmente en el cansador trabajo de confirmar su título de posesión según las circunstancias de su época.

Pero en verdad, ¡cuánto han cambiado los tiempos con respecto a aquellos! He aquí el protestantismo desde hace tres siglos, el cual atacó de raíz la norma de la doctrina Cristiana, hizo necesaria la muy precisa exposición sobre la verdadera Iglesia y las notas por las que se distingue de las sectas. Como cualquiera puede fácilmente ver, no ha cambiado en las presentes circunstancias de las cosas esta necesidad, sino que ha aumentado aún más. Pues, además del protestantismo que aún perdura, aunque dividido en innumerables sectas, el Cisma Oriental, de nuevo se une en la batalla sobre todo por medio de las facciones de Moscú y aunque se diferencia en muchas cosas de los reformadores del siglo XVI al menos con respecto a las profesiones de fe escritas, sin embargo, toma de él nuevas razones con las cuales fortalecerse, impugnando la Católica.

Además, del protestantismo nació y se difundió mucho por todo el mundo la errante doctrina del racionalismo o naturalismo que con gran voluntad trabaja para que Cristo, que es el único Señor y Salvador nuestro, excluido de las mentes humanas, de la vida y de las costumbres de los pueblos, se establezca simplemente lo que llaman el reino de la razón o de la naturaleza. A este error, o más bien la suma de todos los errores, nada mejor se le puede oponer que la síntesis sobre la economía de la Iglesia. En ella, en efecto, se manifiesta la altísima simplicidad del consejo y la providencia celestial; a ella se dirigen todas aquellas cosas, tantas y tan maravillosas divinamente dispuestas en favor de la evidente credibilidad de la fe cristiana; por lo cual, la Iglesia misma es un prodigio divino y un hecho sobrenatural expuesto a la vista de todos, de forma tal que con justa razón es llamada por el Concilio Vaticano como una bandera levantada para las naciones, invitando a sí a los que todavía no han creído y dando a sus hijos la certeza de que la fe que profesan se apoya en fundamento firmísimo. Finalmente, se suma el hecho de que, desde la época de los antiguos escolásticos surgieron muchas cuestiones relativas a la potestad, o derechos o primado de la Iglesia, que el estudio de las partes adversas vuelve arduas y difíciles. Ha evolucionado también, excepto la inmovilidad de aquellas cosas que son esenciales, el organismo del régimen eclesiástico, según la ley que domina a todos los seres vivos. Finalmente, estas causas particulares y otras similares que no son necesarias conmemorar en detalle, tuvieron como consecuencia que haya debido unirse en un cuerpo de doctrina separado aquello que lo antiguos presuponían por completo o que a menudo referían a otras partes de la teología.

Además, nuestro fin es resumir allí la cuestión que dejamos en la última parte del tratado sobre el Verbo Encarnado (sobre la evidente credibilidad de la misión y divinidad de Jesucristo); de forma de no inquirir sobre la persona misma de Jesucristo sino sobre la obra que ejecutó en el mundo, sobre la sociedad a la que otorgó las riquezas de su redención, sobre la maestra que instituyó para la eterna salvación y último fin de la bienaventuranza, finalmente, sobre la esposa que amó, por la cual se entregó, a la cual unió a Sí con amor eterno.

La disputa completa se divide en tres partes: Primero, sobre la verdad de la Iglesia Católica, sobre la cual preside el Obispo de Roma, tanto en forma absoluta como comparada con las sectas que se glorían de cualquier manera del nombre cristiano; segundo, sobre su íntima constitución con respecto a los miembros, a la potestad, a la jerarquía; tercero, de su relación con la sociedad civil y el poder secular.



[1] Sab. IX, 1.

[2] Mt. XVI, 18.

[3] Ez. XLVIII, 35.

[4] Is. II, 2.

[5] Jn. X, 16.

[6] I Tim. III, 15.

[7] Ef. I, 23.

[8] Bernar. Serm. 7, in Cantic. n. 2.

[9] S. Tomás, 2-2, Q. 1, a. 10.

[10] Id., Suppl. Quaest. 16 y ss.

[11] Id., Suppl. Quaest. 34 y ss.

[12] Mt. V, 14-16.

[13] Is. LIV, 11-12.

[14] Is. LX, 1.3.