¿El Salmo CIX, clave del Apocalipsis?
El Salmo CIX |
Cuando
tuvimos en nuestras manos por primera vez el volumen III de la revista Estudios Bíblicos hicimos lo mismo de
siempre: mirar el índice, y nos topamos con un trabajo titulado “¿Bernabé, clave de la solución del problema
sinóptico?”[1] y
lo primero que pensamos fue (traducido)
“¿qué tiene que ver Bernabé con el problema sinóptico?”.
Las semanas pasaron y ojeando de nuevo el mismo tomo
comenzamos a leer, con mucha desconfianza, el artículo: pasó el primer párrafo y
la cosa no estaba tan mal, luego vino el segundo, el tercero… y no pudimos
dejar de leer el trabajo de un solo tirón.
El estudio del P. Bover terminó siendo una verdadera
obra maestra y desde entonces nuestra admiración por uno de los exégetas más
grandes del siglo XX no hizo sino crecer.
Había abierto un nuevo camino por el cual se podía
buscar la solución a uno de los problemas más difíciles a los que se
enfrentaban los exégetas y la verdad es que estuvo a la altura de las
circunstancias[2].
Esta anécdota la traemos a colación no porque esperamos
del lector el mismo convencimiento cuando termine de leer este trabajo, sino
para que al menos le dé una oportunidad, pues parecería natural plantearse la
misma pregunta que nos hicimos en su momento.
***
Sabido es que la interpretación del Apocalipsis se
puede reducir a tres grandes grupos, aunque no siempre homogéneos.
El gran Cornely resume la cuestión con estas
palabras[3]:
“La primera de las tres interpretaciones
enseña que el argumento principal del libro son los acontecimientos últimos de la Iglesia en tiempos del Anticristo,
sin embargo, los primeros sucesos de la Iglesia están más bien apenas
alumbrados más que descriptos. A la cual se opone la segunda, que afirma
que el argumento del Apocalipsis son los
primeros tiempos de la Iglesia y principalmente su victoria sobre el
judaísmo y el politeísmo y que no son sino los dos últimos capítulos los
que brevemente alcanzan los últimos tiempos de la Iglesia. Finalmente,
la tercera cree que en el Apocalipsis está predicha toda la historia de la Iglesia, de forma de estar indicados los
sucesos más importantes de cada edad”.
No vamos a discutir in extenso las tres posiciones, sino que pretendemos más bien dar
un nuevo argumento a favor de la primera, que es la de muchos Padres, como así
también, entre otros, la de Alcuino, Ribera, Viegas, Pereira, Alápide, Bisping,
y por supuesto, la de nuestro Lacunza.
***
Para probar la primera de las tres posturas, Lacunza
había escrito admirables páginas (ver ACA)
en las que analizaba tanto el contenido del libro como los sucesos
extraordinarios que se llevarán a cabo tras su entrega por parte del Padre
al Hijo. Creemos que, en sustancia, el argumento es contundente, pero queremos,
por nuestra parte, llamar la atención sobre otro elemento que, hasta donde
sabemos, no ha sido notado por los exégetas.
Acaso
podrá parecer extraño al lector la relación entre el comienzo de uno de los Salmos
más conocidos y la estructura, y por lo tanto interpretación, del último de los
libros canónicos, pero parece haber un detalle de gran importancia que suele
ser pasado por alto.
El
Salmo CIX comienza con estas conocidas palabras:
1. Oráculo de Yahvé a mi Señor: “Siéntate a mi
diestra hasta que Yo haga tus enemigos escabel de tus pies”.
Ahora
bien, sabemos, porque la fe así nos lo enseña, que Jesús subió a los cielos y
está sentado a la diestra de Dios.
Vale
la pena repasar los textos bíblicos:
Mc.
XVI, 19: “Y el Señor Jesús, después de
hablarles, fue arrebatado al cielo, y se sentó a la diestra de Dios”.
Hech.
II, 32-35: “A este Jesús Dios le ha
resucitado, de lo cual todos nosotros somos testigos. Elevado, pues, a la
diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo,
Él ha derramado a Éste a quien vosotros estáis viendo y oyendo. Porque David
no subió a los cielos; antes él mismo dice: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate
a mi diestra, hasta que ponga Yo a tus enemigos por tarima de tus pies”.
Hech.
V, 30-31: “El Dios de nuestros padres
ha resucitado a Jesús, a quien vosotros hicisteis morir colgándole en un
madero. A Éste ensalzó Dios con su diestra a ser Príncipe y Salvador,
para dar a Israel arrepentimiento y remisión de los pecados”.
Rom.
VIII, 34: “Pues Cristo Jesús, el mismo
que murió, más aún, el que fue resucitado, está a la diestra de Dios.
Ése es el que intercede por nosotros”.
Ef.
I, 18-21: “A fin de que, iluminados los
ojos de vuestro corazón, conozcáis cuál es la esperanza a que Él os ha llamado,
cuál la riqueza de la gloria de su herencia en los santos, y cuál la soberana
grandeza de su poder para con nosotros los que creemos; conforme a la eficacia
de su poderosa virtud, que obró en Cristo resucitándolo de entre los muertos, y
sentándolo a su diestra en los cielos por encima de todo principado y
potestad y poder y dominación, y sobre todo nombre que se nombre, no sólo en
este siglo, sino también en el venidero”.
Col.
III, 1: “Si, por lo tanto, fuisteis
resucitados con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo
está sentado a la diestra de Dios”.
Heb.
I, 3: “El cual es el resplandor de
su gloria y la impronta de su substancia, y sustentando todas las cosas con la
palabra de su poder, después de hacer la purificación de los pecados se ha
sentado a la diestra de la Majestad en las alturas…”.
Heb.
VIII, 1: “Lo capital de lo dicho es
que tenemos un Pontífice tal que está sentado a la diestra del trono de la
Majestad en los cielos”.
Heb.
XII, 2: “Poniendo los ojos en Jesús,
el autor y consumador de la fe, el cual, en vez del gozo puesto delante de Él,
soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y se sentó a la diestra de
Dios”.
I
Ped. III, 21-22: “El bautismo… os salva
ahora también a vosotros por la resurrección de Jesucristo, el cual subió al
cielo y está a la diestra de Dios, hallándose sujetos a Él ángeles,
autoridades y poderes”.
Estas
palabras del Salmo son citadas, además, en diversos pasajes: Mt. XXII, 44;
Mc. XII, 36; Lc. XX, 42; Heb. I, 13.
Por
otra parte, es sabido que Jesús se sentó en el trono de gracia, como lo dice explícitamente San Pablo:
Heb.
IV, 14-16: “Teniendo, pues, un Sumo
Sacerdote grande que penetró los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos
fuertemente la confesión (de la fe). Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que
sea incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, sino uno que, a semejanza
nuestra, ha sido tentado en todo, aunque sin pecado. Lleguémonos, por tanto,
confiadamente al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar
gracia para ser socorridos en el tiempo oportuno”.
[2] No ignoramos los estudios del P. Jousse, al menos
en cuanto a la explicación que dan algunos exégetas como los PP. Castellani,
Puzo, Grandmaison y en general las observaciones de los manuales de Sagrada
Escritura de la época, pero claro está que no es la idea de este ensayo
analizar la famosa cuestión sinóptica, sobre la cual tal vez algún día le
podremos dedicar algunas páginas.
[3] Introductio specialis in N.T., París, 1925, n. 244 ss.