Nota del
Blog: El presente trabajo
fue publicado en The American
Ecclesiastical Review, 125 (1951) pag. 208-219.
El texto original puede verse AQUI
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Existe
actualmente un considerable interés en promover la causa de una fiesta
litúrgica especial de Cristo Maestro. Por lo tanto, será muy ventajoso estudiar
la misión doctrinal de Nuestro Señor, especialmente como es ejercida en Su
Iglesia del Nuevo Testamento. Es obvio, por supuesto, que, durante el
transcurso de Su vida pública aquí en la tierra, las actividades de Nuestro
Señor dentro de la comunidad de Sus discípulos incluían la obra de enseñanza, y
que su enseñanza entonces lo era en el sentido más estricto del término. No
es menos obvio que, desde el tiempo de Su gloriosa Ascensión a los cielos,
Nuestro Señor, como Cabeza del Cuerpo Místico que es Su Iglesia, ha iluminado esta sociedad. Iluminó la
Iglesia como parte del oficio por el cual el Espíritu Santo, que habita en la
Iglesia como la Fuente de su unidad y vida, realizó una función que ha hecho
que el magisterium católico hable de
Él como el Alma de la Iglesia Católica.
Dos
cuestiones sobre la actividad doctrinal de Nuestro Señor en Su Iglesia son de
especial interés e importancia hoy en día. Primero ¿esa actividad doctrinal en
la Iglesia debe ser clasificada como enseñanza en sentido estricto de forma que
Nuestro Señor es propiamente el Maestro o Magister
de los fieles que viven aquí y ahora en Su Reino sobre la tierra? Segundo, ¿de
qué forma esta actividad doctrinal de Nuestro Señor en Su Iglesia sirve para
explicar la inherente estabilidad del dogma católico?
La
encíclica Mystici Corporis del Santo Padre contiene un
excelente resumen sobre la doctrina Católica de la función de Nuestro Señor
como Iluminador de Su Iglesia. Esta enseñanza se encuentra en la parte de la
encíclica que trata sobre la obra de Nuestro Señor como Cabeza de su Cuerpo Místico. El documento explica que, como Cabeza
del Cuerpo Místico, Nuestro Señor posee una superioridad en cuanto a la
excelencia sobre todos los miembros, y que ejerce su jefatura por medio de su
gobierno sobre la Iglesia a través de Su conformidad con Sus miembros, en razón
de la plenitud de vida sobrenatural que existe dentro de Él, y finalmente en
razón del influjo de vida que comunica al Cuerpo y a sus miembros. Por medio de
este influjo, Nuestro Señor ilumina y santifica a la Iglesia y a sus miembros.
Este es el texto pertinente de la encíclica:
“Porque así como los nervios se difunden desde la
cabeza a todos nuestros miembros, dándoles la facultad de sentir y de moverse,
así nuestro Salvador derrama en su Iglesia su poder y eficacia, para que con
ella los fieles conozcan más claramente y más ávidamente deseen las cosas
divinas. De Él se deriva al Cuerpo de la Iglesia toda la luz con que los
creyentes son iluminados por Dios, y toda la gracia con que se hacen santos,
como Él es santo”.
Cristo
ilumina a toda Su Iglesia, como resulta evidente de casi innumerables pasajes
de la Sagrada Escritura y de los Santos Padres.
“Nadie ha visto jamás a Dios; el Dios, Hijo único,
que es en el seno del Padre, Ése le ha dado a conocer”[1].
Viniendo
como Maestro de parte de Dios[2]
para dar testimonio de la verdad[3],
arrojó tal luz sobre la Iglesia primitiva apostólica que el príncipe de los
Apóstoles exclamó:
“Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
eterna”[4].
Desde
el cielo asistió a los evangelistas de tal forma que como miembros de Cristo
escribieron lo que habían aprendido, como si fuera dictado por la Cabeza[5]. Y
para nosotros, que todavía permanecemos en este exilio terrenal, es hoy en día
el Autor de la fe, así como en el cielo será el que lleve esta fe a su perfección
final. Es Él quien otorga la luz de la fe a los creyentes. Es Él quien
divinamente otorga los dones sobrenaturales de ciencia, entendimiento y
sabiduría a los pastores y maestros y sobre todo a Su Vicario en la tierra, de
forma que puedan preservar fielmente el tesoro de la fe, defenderlo
enérgicamente y explicarlo y defenderlo de forma devota y diligente. Finalmente,
es Él quien, aunque invisible, preside y guía los Concilios de la Iglesia[6].
En
primer lugar, la Mystici Corporis insiste en que toda la luz por
la cual los fieles son iluminados por Dios dentro de la Iglesia llega a ellos a
través de Nuestro Señor, la Cabeza del Cuerpo Místico. Como sigue explicando el
mismo documento, esta “luz” incluye no sólo las gracias interiores requeridas
para la producción de un acto de fe, sino también las declaraciones de hecho de
las verdades de fe. Nuestro Señor es descripto como “iluminando” la Iglesia en
cuanto “declaró (enarravit)” los
misterios de la divinidad. Al venir como maestro (magister), iluminó la Iglesia primitiva de tal forma que el primer
Vicario de Cristo dijo a su Maestro que ni él ni sus compañeros lo iban a
abandonar porque tiene palabras de vida eterna. Otro aspecto de la iluminación
de la Iglesia por parte de Nuestro Señor se encuentra en la actividad de
Nuestro Señor en la obra de la inspiración escriturística. Así, la naturaleza
humana de Cristo es representada como obrando como instrumento en el proceso de
la inspiración.
La Mystici Corporis continúa describiendo la actividad doctrinal de Nuestro
Señor en Su Iglesia hoy en día. Obra como el Auctor de la fe de los fieles en este mundo, así como obra como el Consummator de la fe para las almas en
el cielo. La última parte de la cita es una explicación de la obra doctrinal
actual de Nuestro Señor en la Iglesia desde la Ascensión a los cielos, un
resumen de la manera según la cual obra como el Auctor fidei en la Iglesia de los fieles.
Aquí
debemos notar una distinción entre la manera en que Nuestro Señor realiza la actividad
en la primitiva Iglesia (dentro de la sociedad de Sus discípulos durante el
curso de Su vida pública aquí en la tierra) y la manera en que obra con
referencia a Su Iglesia desde entonces. Tanto entonces como ahora, el lumen fidei, el poder intelectual
interno sobrenatural por el cual la creatura se hace capaz de aceptar las
verdades sobrenaturales reveladas de la revelación pública divina, debe ser
considerado como un don de Dios a través de la sagrada humanidad de Jesucristo
Nuestro Señor. Cristo, como hombre, como Cabeza de la Iglesia ha sido
siempre la causa del poder interno o entendimiento de la fe en este sentido.
Con respecto a la Iglesia primitiva y a la Iglesia desde el tiempo de la
Ascensión, sin embargo, existe otra diferencia en otro aspecto. La enseñanza de
Nuestro Señor en la primitiva Iglesia era la de un Instructor directo. Les
enseñó a Sus discípulos y a los Apóstoles expresando las verdades divinas reveladas
a ellos directamente con Sus propias palabras y con Su propia voz. Desde entonces
le habló a la Iglesia a través de la voz de Sus embajadores, hombres a los que
les encargó enseñar con Su autoridad y en Su nombre. Ahora podemos considerar
brevemente la función de Cristo como Maestro dentro de la Iglesia con
referencia al lumen fidei a través de
la historia de la Iglesia.
Es
claro que el habitus de fe divina y
las variadas gracias actuales por las que el hombre es movido y se hace capaz
de realizar actos de fe en Dios, llegan al creyente no sólo de parte de Dios
sino de parte de la sagrada humidad de Jesucristo que obra como instrumento
unido a la divinidad por la gratia
unionis. Nuestro Señor como hombre es pues la Causa, tanto por medio de la
causalidad eficiente como por Su mérito soberano, del poder o capacidad
intelectual por el cual cada uno de los fieles es capaz de realizar el acto
sobrenatural de conocimiento de fe teologal en Dios. En cuanto el poder es
producido por la habitación de la Santísima Trinidad, se le atribuye o apropia
al Espíritu Santo. La sagrada humanidad de Jesucristo Nuestro Señor coopera
en la producción de este efecto, de forma tal que ningún acto de fe es
realizado jamás por ningún ser humano independientemente de la humanidad de
Nuestro Señor, que obra realmente para producir este lumen fidei dentro del intelecto de la persona que redimió.
Este
es, por supuesto, un efecto que va más allá del poder de un maestro meramente
humano. Lo único que un maestro puramente humano puede hacer en cualquier
orden, teológico o no, es expresar la verdad que ha captado y que desea que su
discípulo conozca, y adaptar esa expresión que sea al mismo tiempo
efectivamente inteligible para el estudiante y un pronunciamiento preciso de la
verdad que debe ser expresada. La capacidad mental del estudiante es algo que
nunca puede esperar aumentar. Sin embargo, es precisamente en la línea de
ese incremento de la capacidad intelectual del discípulo como se ejerce la
función primaria de Nuestro Señor con el Iluminador o Maestro dentro del Cuerpo
Místico.
[1] Cf.
Jn. I, 18.
[2] Cf.
Jn. III, 2.
[3] Cf. Jn.
XVIII, 37.
[4] Cf.
Jn. VI,
68.
[5] Cf. San Agustín, De Consensu evang. I, 35, 54. MPL, XXXIV, 1070.
[6] El texto original se encuentra en AAS, XXXV, 215 sig.