La
inhabitación de Cristo en la Iglesia según su naturaleza humana
Según su sagrada naturaleza
humana, Nuestro Señor reside verdadera, aunque invisiblemente, en la Iglesia
Católica gobernando, instruyendo y santificando esta sociedad. Gobierna a los discípulos
dentro de la Iglesia Católica invisible y directamente. Al mismo tiempo su
enseñanza divina dentro de la Iglesia deja perfectamente en claro que los
juicios y mandatos de los que gobiernan la Iglesia, los que mantienen su
posición en razón del encargo que les dio, deben ser aceptados por los discípulos
como sus juicios y mandatos. Esta presencia de Cristo en la Iglesia como su
gobernante supremo, aunque invisible, es la garantía y la razón de la
indefectibilidad de la Iglesia. Es manifiestamente imposible que la sociedad
dentro de la cual Cristo gobierna hasta el fin del tiempo pueda jamás perder su
identidad o carácter substancial que le dio.
Ahora
bien, al igual que durante el período de su vida pública, la Iglesia habla
al mundo con la voz de Cristo. Es Él quien enseña dentro de la Iglesia y el
que, desde la Iglesia, enseña y llama a los hombres en el mundo. Además,
Cristo, verdaderamente presente en la Iglesia, perfecciona y autentifica el
mensaje divino que predica por medio de la Iglesia al sellar esa doctrina con
motivos de credibilidad. El evangelio de San Marcos dice de los Apóstoles
que:
“Fueron y predicaron por todas partes, asistiéndolos
el Señor y confirmando la palabra con los milagros que la acompañaban”[1].
La presencia de Cristo
enseñando en la Iglesia es la causa y la explicación de la infalibilidad de la
Iglesia. Es obviamente imposible que una institución dentro de la cual Cristo
ha de habitar hasta el fin del tiempo y desde la cual enseña, haga otra cosa
que exponer con exactitud su enseñanza.
San
Clemente de Roma en su epístola a los Corintios habla de Nuestro Señor viviendo
en la Iglesia como “el sumo sacerdote de nuestras ofrendas”[2]. Sigue santificando en su
naturaleza humana a la Iglesia al comunicarle la vida de la gracia por los
canales de aquellos sacramentos que instituyó y que, en su naturaleza humana,
sigue obrando como agente principal. Como Sumo Sacerdote para siempre,
que ofrece el sacrificio de la Nueva Ley, efectúa y expresa la unidad de la
sociedad que mantiene en existencia y sobre la cual preside.
Nuestro
doble lazo de unión con Cristo
Los
eclesiologistas católicos clásicos y más recientemente la encíclica Mystici
Corporis del Santo Padre hablan de
dos clases diversas de fuerzas que nos unen con Nuestro Señor dentro de la
Iglesia. El primero de estos, los llamados lazos externos o corporales de
unión, incluyen aquellos factores que constituyen al hombre como
verdadero miembro de la sociedad de los discípulos. Los segundos, los lazos
internos o espirituales, están compuestos por aquellos elementos que hacen
del hombre un miembro vivo de esta sociedad. Ambos lazos nos ponen en
contacto con Nuestro Señor que habita en la Iglesia Católica. La falta que
vició muchos escritos de la primera parte del siglo XX sobre el Cuerpo Místico
fue un olvido completo del lazo externo de unión con Cristo.
El
hombre se une a Nuestro Señor dentro de la Iglesia por medio del lazo de
unión externa cuando tiene la profesión de la verdadera fe divina, la
comunión de los sacramentos y la sumisión a sus superiores eclesiásticos
legítimos[3].
La profesión externa de la
verdadera fe implica un contacto con Cristo que habita en la Iglesia Católica
porque significa la aceptación visible del mensaje que Cristo enseña
infaliblemente aquí y ahora en la Iglesia Católica y que los hombres reciben
solamente de parte de la Iglesia.
La comunión de los
sacramentos divinos está disponible sólo para aquel que tiene el carácter
bautismal y que, consecuentemente, ha sido invitado o llamado personalmente por
Nuestro Señor a entrar en la compañía de sus discípulos. Además, esta comunión está abierta sólo a aquellos
bautizados que no han sido expulsados por la Iglesia, y que no han abandonado
la sociedad que es la comunidad de Cristo.
La sumisión a los superiores
eclesiásticos legítimos lleva consigo la aceptación de esa autoridad que habla
y ordena con la voz del Nuestro Señor.
Por
medio de los lazos internos de unión con Cristo dentro de la Iglesia
Católica entramos en contacto vital con Cristo que reside en la Iglesia en la
posesión de la fe, esperanza y caridad[4].
Por la fe, tenemos en
nuestras mentes esa verdad que Cristo comprehende como Dios en el conocimiento
divino, que, como hombre, contempla en la Visión Beatífica, y que predica en la
Iglesia.
Por medio de la esperanza cristiana, anhelamos la visión
intuitiva de la esencia divina y la presencia visible de Cristo que
pertenece y se le otorgará en el último día, a la Iglesia Católica en la cual
reside.
Por la caridad amamos a
Cristo que vive en nuestra alma, y que nos da nuestro amor a Dios y a nuestro
prójimo dentro de la sociedad de sus discípulos.
Es esta vida de Cristo
en la Iglesia Católica la que hace a esta sociedad visible un misterio de fe. El misterio de la Iglesia es, por así decir, el
centro de la divina economía con la humanidad. La Iglesia dentro de la cual
Nuestro Señor vive y obra es la organización visible dentro de la cual los
malos estarán mezclados con los buenos hasta el día del juicio. Sin embargo, es
la Iglesia fuera de la cual no vamos a encontrar a Cristo. La presencia de
Nuestro Señor dentro de esta sociedad visible no es imaginaria sino real y
activa.
“Donde
está Jesucristo”, dice S. Ignacio de Antioquía, “allí está la Iglesia Católica”[5].
The Catholic University of America, Washington, D. C.
JOSEPH CLIFFORD FENTON
[1] Mc. XVI, 20.
[2] Cap. 36, n. 1.
[3] Cf. San Roberto Belarmino, De
controversiis christianae fidei adversus huius temporis haereticos, Tom.
I, Quartae controversiae generalis, Lib. III, De
ecclesia militante, cap. 2 (Ingolstadt, 1586), col. 1264.
[4] Ibid.
[5] Ad Smyrnaeos, cap. 8, n. 2.