12. S. Juan.
En
perfecta armonía con las cartas apostólicas y con los evangelios sinópticos que
nos hablan de las humillaciones de Cristo, y nos dicen no haber venido a
reinar, ni a traer por consiguiente la suspirada paz social que anunciaron los
profetas (Mt. X, 34, y par.), S. Juan, el postrero de los apóstoles y profetas,
confirma lo mismo con dichos y hechos del Señor y la revelación apocalíptica,
clave segura para la interpretación de todas las profecías, a condición de
renunciar al alegorismo alejandrino.
No envió Dios a su Hijo al
mundo para juzgar — porque no envió Dios su Hijo al mundo para juzgar al mundo (Jn.
III, 17)—, que es decir para: reinar; y cuando las turbas quieren alzarle por
rey se les escabulle (Jn. VI, 15); y si delante de Pilatos afirma que es rey,
tiene buen cuidado de anticiparle que no pretende por de pronto hacer valer sus
derechos reales (XVIII, 36 s.). Por los sinópticos sabemos que se había inhibido
de reinar —temporalmente por supuesto— en favor del derecho natural del César
(Mt. XXII, 21, y par.), a quien los judíos escogen aquí por rey (Jn. XIX, 15).
Pues bien, los
espiritualistas a ultranza, alegorizando sobre el sacerdocio cristiano, cuyo
objeto es muy distinto del de la realeza (cf. Heb. V, 1), se empeñan, como las
turbas, en hacer reinar desde luego al Señor en su Iglesia Santa, y a cambio de
ese reinado actual, de tipo metafórico casi siempre, superado ya por la
definición Piana (Lect. IV del Of. de Cristo Rey), le niegan el efectivo
reinado escatológico, que le asignan todas las profecías sobre el reino, y con
ellas y como interpretación de ellas, el Apocalipsis de S. Juan, no en el primer
estadio del cristianismo militante, sino en el desenlace triunfal del drama de
la Historia y de la Iglesia; que por eso se pone su
actuación, no al sonar de la primera, sino de la séptima y última trompeta (Ap.
XI, 15 ss.; cf. I Cor. XV, 52 etc.), con referencia a la cual se dijo aquello
de como evangelizó a sus siervos los
profetas (Ap. X, 7). La séptima y última trompeta apocalíptica es el hito
al que coliman los antiguos vaticinios messianos, y con ella se anuncia el
acontecimiento cumbre del porvenir, que es la transferencia del reinado de este
mundo a manos del Señor y de su Ungido: Se
hizo el reino del mundo de nuestro Señor y de su Cristo (Ap. XI, 15), como evangelizó a sus siervos los profetas
(Ap. X, 7).
Y explicando luego más su
pensamiento en los capítulos siguientes nos dice el modo cómo se llegará a esa
meta, que es la restitución de la realeza a Israel (Ap. XII = Dn. XII) la
reacción del último anticristo (cf. I Jn. II, 18) contra esa institución (Ap. XIII
= Dn. VII, 8 ss.), su aniquilamiento que irá precedido del auto inquisitorial
en que será quemada la gran ramera (Ap. XVII-XIX = Prof. pass.), capital del
mundo apóstata (cf. I Tes. II, 2), no del pagano, y seguido del encadenamiento
del dragón (Ap. XX, 1-3) en infame contubernio con el mundo, según aquello del
propio San Juan: el mundo entero está bajo el Maligno (I
Jn. V, 19). Y sólo al quedar fuera de combate estos dos enemigos externos del hombre, el mundo y el
demonio, sigue la paz social, externa,
más cumplida, en el refino messiano, como evangelizó a sus siervos los profetas
(Ap. X, 7), paz que sólo será ya interrumpida por la universal rebelión de
las naciones (Gog y Magog) contra Israel y sus adherentes (cf. Is. LVI, 1-8;
Miq. V, 3); pero esta postrer rebelión es sofocada en el diluvio de fuego
(Ap. XX, 9 = Ez. XXXIX, 22), de que nos habla S. Pedro (II Ped. III, 10-12) con
alusión a muchas otras profecías; y con eso aparece de lleno el tercer mundo.
Este
tercer mundo, en que habita la justicia (II Ped. III, 13) y por consiguiente la
paz y el bienestar social (Is. XXXII, 17), será tan del agrado divino, que el
Señor trasladará acá su corte celestial y se establecerá una comunión misteriosa
entre la Iglesia del cielo y la Iglesia de la tierra. Véase cómo la describe S.
Juan en su Apocalipsis: “Y
vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera
tierra se fueron y el mar no existe más (cf.
Apoc. XX, 11). Y la ciudad, la
santa Jerusalén nueva, ví descendiendo del cielo desde de Dios, preparada como
una esposa adornada para su esposo. Y oí una voz grande desde el trono que
decía: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres y Él fijará su
tabernáculo con ellos y ellos sus pueblos serán y Él mismo “El Dios con ellos” será, etc. (Apoc. XXI, 1-3). Estas últimas palabras son el “ritornello” de
los profetas, particularmente de Ezequiel.
Más
abajo dice de esta luminosa ciudad: “Y caminarán las naciones a su luz y los reyes de la tierra traen su
gloria a ella… Y traerán la gloria y el honor de las naciones a ella” (Apoc. XXI, 24.26; cf. Is. LX etc.). Y del árbol de
la vida, que en su plaza crece, dice entre otras cosas: y
las hojas del leño (son) para curación de las naciones (Apoc. XXII, 2; cf. Ez. XLII, 12). Estamos, pues,
no sólo en este suelo, sino además entre mortales. Es la gloria del cielo que
se instala en nuestra tierra - y la Gloria fijará su morada en nuestro país (Sal. LXXXIV, 10)—, tierra que los justos han de
poseer en herencia exclusiva para siempre (Sal. XXXVI, 3.9.11.18.27.29.34).
No
creo que el descenso de la Jerusalén celeste coincida con el milenio apocalíptico,
como he escrito alguna vez, sino que es posterior a todo ese período de preparación,
lo mismo que el tercer mundo de S. Pedro[1].
[1] Nota
del Blog: Tema complejo y muy debatido. En lo personal seguimos a
Lacunza quien identifica todos estos sucesos con el Milenio. El problema que
vemos con la interpretación de Ramos García es que debería colocar estos
acontecimientos después del juicio universal de XX, 11-15 (pues antes está el Milenio),
lo cual parece muy extraño, considerando que él reconoce que hay viadores
todavía.