3. Isaías.
No
menos expresivamente habla Isaías de los repatriados de Efraím y de Judá para
formar un solo reino:
“En
aquel día el Señor extenderá nuevamente su mano, para rescatar los restos de su
pueblo que aún quedaren, de Asiria, de Egipto, de Patros, de Etiopia, de Elam,
de Sinear, de Hamat y de las islas del mar (las regiones de Occidente). Alzará una
bandera entre los gentiles, y reunirá los desterrados de Israel; y congregará a
los dispersos de Judá, de los cuatro puntos de la tierra. Cesará la envidia de
Efraím, y serán exterminados los enemigos de Judá. Efraím no envidiará más a
Judá, y Judá no hará más guerra a Efraím. Se lanzarán, al occidente, sobre los
flancos de los filisteos (a
las costas) y juntos saquearán a los hijos del Oriente; sobre
Edom y Moab extenderán la mano, y los hijos de Ammón les prestarán obediencia (los
que habitaren en esas regiones). Yahvé herirá con el anatema la lengua del
mar de Egipto (?), y levantará con
impetuoso furor su mano sobre el río, lo partirá en siete arroyos, de modo que
se pueda pasar en sandalias. Así habrá un camino para los restos de su pueblo, para
los que quedaren de Asiria, como lo hubo para Israel el día de su salida del
país de Egipto”. (Is. XI, 11-16; cf. Os. XI, 11 ss.; Is. XXVII, 17 s.).
Debemos, pues, sostener que
algún día volverán también los dispersos de Asiria (Samaria) y se sumarán a los
de Babilonia (Jerusalén), aunque esto contradiga la buena intención de nuestro
autor, que escribe lo contrario,
comentado Ez. XXXVII, 21 (ver arriba).
Sería
fácil aducir otros lugares paralelos.
Entre
éstos están todos aquellos, en que, con esa distinción o sin ella, nos habla
Isaías de la venturosa restauración futura de todo Israel, como aquel tan
emotivo que a nosotros se dirige:
En
los días venideros
(haba'im)
se arraigará Jacob,
Israel echará vástagos y flores y llenará con sus frutos a faz de la tierra (Is. XXVII, 26, 6 hebr.;
cf. Os. XIV, 6 s.);
Y
aquel otro, del que no es más que un comentario gran parte del libro de
Ezequiel:
Espinas y abrojos cubren
la tierra de mi pueblo y todas las casas de placer de la ciudad alegre. Pues el
palacio está abandonado, la ciudad populosa es un desierto, el Ofel y la
fortaleza son madrigueras para siempre (=
desolación secular), delicias para asnos
monteses, pastos para rebaños, hasta que sea derramado sobre nosotros el
Espíritu de lo alto (cf. Lc. XXIV, 49), el
desierto (= Os. II, 14; Ez. XX, 35; Ap. XII, 6) se convierta en campo fértil, y el campo fértil sea reputado como selva
(Is. XXXII, 13-15 ss.).
Es
el tema que desarrolla luego más despacio en casi toda la segunda parte, que
comienza anunciando la final consolación tras los azares del destierro secular:
Consolad,
consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén (= Os. II, 14) y gritadle que se ha acabado
su malicia (en lugar de “militia”
con el hebreo), que ha sido expiada su culpa, etc. (Is.
XL, 1 s.).
Por
otros anuncios sabemos que el futuro gran consolador de Israel, que luego se
introduce en este cuadro es Elías redivivo, del cual fue solo una figura el
gran Bautista (Lc. I, 11). Como Juan el Bautista, y más todavía que Juan, así
también Elías, nuevo Bautista de las doce tribus (Apoc. VII), clamará en el
desierto, al que será trasladada la esposa, y que ya conocemos por Os., Is., Ez.
y Ap.
Tras
una serie de proezas nunca vistas (Is. XLI; cf. Mich. IV, 6-8.12 s.; V, 7-9), a
las órdenes de su gran caudillo (el mismo caudillo de Os. I, 11), Jerusalén cesará, pues, de ser militante, para comenzar a ser triunfante en este suelo (Is. cc. LII,
LX-LXII; al. pass.). ¡Cuánto le falta todavía para llegar a esa gloriosa meta!
Pero entre tanto tiene el derecho de esperar en esa gloriosa perspectiva con
todos los profetas de Israel, cuyos anhelos recoge el autor del Eclesiástico en
el c. XXXVI y celebrando luego a los padres en el himno de su nombre, dice del
gran profeta Isaías que
“Vio con su
grande espíritu los últimos tiempos, y consoló a los que lloraban en Sión.
Anunció las cosas que han de suceder hasta el fin de los tiempos, y las
ocultas, antes que aconteciesen” (Ecco. XLVIII, 27 s.).
¡Cuán
lejos está el pensamiento del hijo de Sirac del de tantos exégetas que con la
varita mágica del alegorismo alejandrino todo lo dan ya por cumplido en la
historia de Israel o de la Iglesia!
Exégetas
hay que apenas conceden a Isaías, aún después de mudarle en Deutero-Isaías, una
perspectiva ulterior a la del Ciro histórico (Is. XLV), sin advertir que, como
tantos otros personajes del ciclo babilónico, también al Ciro de Isaías debe
considerársele como un varón de Presagio, según la observación de Zac. III, 8.
Nueva y flamante aplicación de la teoría antioquena.
4. Jeremías.
Hable
en cuarto lugar Jeremías y primero en el capítulo 3. En un ambiente enteramente
escatológico, que rebasa, desde luego, los lindes mezquinos de la restauración
histórica, cuando el Señor dará a los repatriados, pastores según su corazón (=
Ez. XXXIV), y ellos no se acodarán más del arca de la alianza — altro che la rinascita del mosaismo—, y
Jerusalén será el centro de atracción e irradiación universales (= Is. II, 2;
al., etc., etc.),
“En
aquellos días se juntará la casa de Judá con la casa de Israel, y juntas
vendrán de la tierra del Norte a la tierra que di en herencia a vuestros padres”.
(Jer.
III, 18 = Os. I, 11).
¿No
nos decía el autor que el núcleo principal lo constituían los exilados del 597
(tribu de Judá)? Pues aquí parece más bien lo contrario, que es Judá el que se
unirá a Israel (Efraím), como la parte menor a la mayor y habremos de convenir en
que el profeta sabe bien lo que se dice. En buena Hermenéutica son de preferir
los lugares paralelos a tantas citas de comentadores, por buenos que parezcan.
Más
adelante el mismo Jeremías, cap. XXIII, con referencia al mismo clima
escatológico, que es el de los falsos pastores, sustituídos aquí como en
Ezequiel por el retoño (tsémah) de la
dinastía davídica, le hace decir al Señor que en sus días Judá será salvo, e Israel habitará en paz (Jer.
XXIII, 6), siempre con la misma distinción, que tan poca gracia le hace a
nuestro autor.
El
mismo clima y la misma distinción en el cap. XXX, para concluir, como hará
Ezequiel, que en adelante servirá a Yahvé su Dios, y a David su rey, que
Yo les suscitaré (Jer. XXX, 9 = Os. III,
5).
Pero,
¿a qué cansarnos en recoger estos relieves del libro de Jeremías, si en el cap.
XXXI directamente, y en el XXXII y XXXIII simbólicamente, además, nos colma el
profeta todas las medidas?
Habla
en el XXXI por separado de la vuelta de Israel y de la de Judá, y luego emboca
ambos anuncios en un cauce común, donde dice entra otras cosas:
He
aquí que vienen días, dice Yahvé, en que haré una nueva alianza con la casa de
Israel, y con la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres
cuando los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto. Ellos
quebrantaron esa alianza, y Yo les hice sentir mi mano, dice Yahvé. Ésta será
la alianza que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Yahvé:
Pondré mi ley en sus entrañas, y la escribiré en sus corazones; y Yo seré su
Dios, y ellos serán mi pueblo,
etc., etc. (Jer. XXXI, 31 ss.).
Contra lo que se nos ha dicho
varias veces en el comentario de Ezequiel, el pacto nuevo, según la interpretación
de S. Pablo (Hebr. VIII, 8 ss.), no es el antiguo pacto del Sinaí en cuanto
grabado ahora, no en tablas de piedra, sino en el corazón del hombre—esa es una
diferencia accidental—, sino un pacto nuevo en su misma sustancia, es decir, la
nueva economía cristiana, a la que son llamados todos, israelitas y gentiles,
pero que haciéndose primeros los últimos y últimos los primeros (Mt. XIX, 16 y
par.), los israelitas como pueblo (todo
Israel) no la recibirán hasta que
entre la plenitud de los gentiles (Rom. XI, 25 ss.), y sólo entonces, y no
antes, se cumplirán en ellos las varias y magníficas profecías sobre el nuevo
pacto.
En
los cc. XXXII y XXXIII dice lo mismo, en otros términos, y lo explica por
símbolos y figuras, en que tiene una nueva y cómoda aplicación la teoría antioquena.
Para
ingerir en los contemporáneos la idea del retorno a sus antiguas posesiones
después del cautiverio, se le ordena comprar un campo en Anatot y así lo hizo.
Pero el Señor le habla luego en forma tal que aquella restauración histórica
pasajera (tipo) pasa a la restauración escatológica y definitiva (antitipo) de
las dos familias de Israel (Efraím y Judá), es decir, del pueblo de Israel en
masa, según la perspectiva de San Pablo (Rom. XI, 26) y de todos los profetas, cosa
que no se cumplió a la vuelta del conocido destierro babilónico, ni siquiera a
la venida del Señor, pues entonces cayeron en un segundo destierro
babilónico (el de la Babilonia apocalíptica), que aún perdura.
La
ruina total de esta Babilonia apocalíptica y consiguientemente la liberación
definitiva del pueblo de Dios todo entero –
vendrán los hijos de
Israel, y con ellos los hijos de Judá (Jer. L, 4)- es a lo que mira en último término el
propio Jeremías en los cap. L y LI contra Babel, siguiendo las huellas de Is.
XIII, 1-XIV, 23; + XXXIV, 9 ss., pasos todos que el vidente, a través du la
Babilonia histórica columbra la Babilonia escatológica (apocalíptica), y de esa
ulterior perspectiva hay indicios en la misma letra, que acaba por rebasar con
mucho los datos de la historia.