Las falsificaciones de la esperanza en Dios
Nota del
Blog: Hermoso y profundo
trabajo del P. R. Thibaut, seguramente conocido ya por los lectores de este
Blog como agudo exégeta, y que se muestra aquí, además, como un gran autor
espiritual. Este estudio apareció en la Nouvelle
Revue Théologique, tomo 61 (1934), pag. 837-845.
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Es
de gran utilidad confrontar la verdadera esperanza con las falsificaciones de
esta excelente virtud, pues amenazan desacreditarla si es que no suplantarla.
Se trata de la presunción ignorante y
de la presunción perezosa. En cuanto
a la presunción orgullosa no tenemos
nada que decir aquí: este exceso de confianza en sí evidentemente no simula la
confianza en Dios, a la cual se opone abiertamente como la misma desesperanza. Pero
las otras dos presunciones pasan muy a menudo por una auténtica confianza en
Dios. Es su atributo común. Se distinguen en que la ignorante minimiza los dones divinos reales que pretende esperar, mientras
que la perezosa magnifica las ficciones miserables que espera en lugar
de los dones divinos.
La Presunción ignorante.
Es
cierto que la ignorancia alimenta esperanzas humanas. Existe una bella
declaración: el que quiere puede; sólo cuesta el primer paso; la fortuna
favorece a los audaces, etc.; la experiencia opone los hechos a estas bellas
frases: mientras más reflexiona el hombre, más duda en emprender; la mayoría de
las empresas fracasan y los privilegiados que tienen éxito, lo atribuyen al
azar o a la Providencia, confesando que, si hubieran previsto lo que les
esperaba, hubieran desesperado de triunfar. Lo mismo sucede con la esperanza en
Dios: muchos no cuentan con el don de Dios porque ignoran su inmensidad. Si
supieran lo que es la vida eterna, que profesan esperar, o el perdón de los pecados,
que esperan obtener sin límites, a menos que no tengan al mismo tiempo una idea
completamente diferente de la infinita Bondad de Dios que la que se forjaron a
su imagen, se los escucharía, desgarrando bruscamente el semblante de confianza
que ocultaba su profunda desesperanza, exclamar con una terrible sinceridad:
“¡El cielo no está hecho para nosotros!” – “¡Nuestros pecados son demasiado
grandes para que Dios los perdone!”.
Pero para esperar la beatitud
tal como se la imaginan o la remisión de los “pecadillos” de los que tienen
conciencia, no hay necesidad, se lo concedemos, de una fe heroica. Cuando dicen alegremente “Dios es demasiado
bueno para condenarme” – “Dios es demasiado bueno para perdonarme”, lo que
realmente quieren decir es: “Dios sería muy cruel si me condenara” – “Dios
sería muy vengativo si me rechazara el perdón”. ¿Cómo es posible que una
confianza reducida a este punto tuviera aún el nombre de virtud? Se trata en
realidad de un vicio: la presunción
ignorante.
Es sobre todo desconociendo
la gravedad del pecado o el precio del perdón que la presunción ignorante
prepara en secreto la desesperanza. El que minimiza sus deudas se duerme con la
seguridad de enfrentar el vencimiento, descuida acumular la suma necesaria y,
llegada la hora de pagar, no tiene más remedio que declararse insolvente.
La verdadera confianza en
Dios no tiene nada que ver con el
vano pretexto de que el pecado es poca cosa o que a Dios le cuesta poco borrarlo;
se inspira únicamente en la infinita misericordia de la cual se hace la más
alta idea. Magnifica ese atributo caro a Dios, mientras que la presunción lo
degrada. Cuando el pecado aparezca en toda su fealdad, la confianza osará aún
esperar el perdón, mientras que la presunción, perdiendo su apoyo, se abismará
en la desesperación.
Si
el presuntuoso minimiza el pecado, cuya remisión reduce, es que evidentemente
duda de la clemencia infinita. Es más fácil creer en la insignificancia del
mal que en la inmensidad de la misericordia. Confesémoslo: la
verdadera confianza en Dios exige una fe naturalmente imposible. Para
esperar el perdón, en la economía actual de la salvación, ¿no hay que tener la
audacia de decir a Dios: “¡Hazte hombre como yo, toma sobre Ti mis pecados y
muere en mi lugar!”? Es cierto que, para esperar el perdón en esas condiciones,
hay que llevar la confianza lejos, pero aquel que tuviera verdaderamente esta
confianza, ¿encontrará aún el triste coraje de ofender a su Salvador? Sin
dudas, a veces es difícil evitar el pecado, pero no es menos arduo esperar
realmente el perdón. Esta es la razón por la que Dios, si bien nos amenaza
con fuerza para que nos alejemos de los caminos escabrosos, más fuertemente
promete el perdón para que nos levantemos después de la caída. ¿Creéis
que la revelación insistiría tanto sobre la misericordia si fuera tan cómodo
creer en ella? Para arrojarnos en los brazos de un Dios ofendido, hace
falta nada menos que el fuego del infierno detrás de nosotros y, delante de
nuestros ojos, Cristo en la cruz suplicando a su Padre que tenga piedad de
nosotros.
El
perdón no es el único don de Dios cuyo precio ignora el hombre. ¿Hay un solo
don de Dios que, dejados a nosotros mismos, tengamos la audacia de esperar sinceramente?
Sin dudas que el hombre es naturalmente ambicioso ¿No pecó Adán en la loca
esperanza de ser igual que Dios? ¿Pero qué idea se hacía entonces de la
divinidad? Su pecado no era querer parecerse a Dios, porque Dios había creado
al hombre a su imagen; era precisamente renegar la marca del Amor infinito y de
imaginar, siguiendo la sugestión de Satán, un tirano celoso en lugar de un
Padre misericordioso. He ahí el Dios que Adán quería ser, para lo cual le
bastaba escuchar la voz de su naturaleza. Pero para recuperar la vida divina
perdida por el pecado, para aspirar al ideal sobrenatural que Cristo, nuevo
Adán, vino a poner ante nuestros ojos, hace falta algo muy distinto a una
ambición natural, hace falta, por el contrario, vaciar el corazón de todos los
deseos de la carne y de la sangre, perderse, renunciar, morir. En adelante, la
esperanza es inseparable de la abnegación total ¿No es evidente que sobrepasa
todas nuestras posibilidades naturales?
Es
que el verdadero Dios no es el gran egoísta que la razón caída gusta imaginar. La
perfección no es hacer el superhombre, llevar todo a su interés personal; es ser
misericordioso como el Padre celeste, darse como Él a los amigos y enemigos, a
los ingratos como a los que pagan con la misma moneda. Para esperar
cristianamente, hay que creer a la Caridad: en efecto, sabemos que
Dios no es el eterno solitario, inmovilizado en el amor de una persona única,
que él es Trinidad, Amor en movimiento perpetuo, Don de sí integral, gratuito y
de tal forma necesario a su esencia que, si por un imposible, una de las Tres
personas se reservara la menor perfección, la Naturaleza divina sería reducida
a la nada.
La Caridad, he aquí el dogma
más difícil de creer, la virtud naturalmente
más ingrata a ambicionar. “Dios es Caridad”. Sería insuficiente esta palabra
inspirada. Revelada en términos humanos, aunque sea apoyada con impactantes
milagros, no escaparía a las glosas que oscurecen o enervan. Más que
renunciar, la humanidad haría de la “Caridad” una forma superior de egoísmo.
Esta es la razón por la que el Verbo se hizo carne y se dio como alimento
después de ser inmolado por nosotros. A este rasgo divino, ningún comentario
ingenioso elevará la rectitud original.
Si Cristo es Dios, es evidente que Dios es caridad. ¡Esto es tan claro que, desesperando de escapar de
otro modo a la conclusión, el judío egoísta, el pagano egoísta, el egoísmo
antiguo y el egoísmo moderno siempre proclamaron y siempre proclamarán que
Cristo, que pasó haciendo el bien y se ofreció por el rescate del género
humano, que este hombre, todo caridad, incluso a causa de eso y no obstante
toda prueba en contrario, no puede ser Dios! Es el misterio de la cruz,
escándalo para los judíos, locura para los gentiles, pero para nosotros,
creyentes, revelación deslumbrante de la esencia de Dios.
Tenemos
la esperanza de la salvación si creemos verdaderamente que Dios puede hacer de
nosotros otros Cristos, hombres que no piensan en sí mismos y dedicados a los
demás, y si deseamos sinceramente volvernos y permanecer eternamente tales. Pero
no nos jactemos de esperar como se debe si para nosotros la salvación no es más
que la preservación de un fuego intolerable. ¡Ay! ¡Cuántos creyentes,
pseudo-creyentes, puestos a elegir, preferirían la nada asegurada a la
angustiante incertidumbre “cielo o infierno”! Tan cierto es que el cielo no es
para ellos sino la liberación del infierno.
Uno
puede preguntarse si el error de los quietistas no ha venido, en parte al
menos, de la confusión entre la verdadera esperanza y sus falsificaciones.
¿Cómo podrá la abnegación total inducir al desprecio de la esperanza cristiana,
la cual supone en realidad la renuncia al amor propio? Todas las “bellas
desesperanzas” serían censurables como herejías o blasfemias, si en el fondo no
fueran una reacción barata contra la vulgar esperanza que llamamos presunción
ignorante.