El Katéjon, II Tes. II,
6-7
A Mons. Antonio Padovani (1862-1914),
un gran exégeta olvidado.
I.-
Prefacio[1].
Y sí. Todo parece indicar que, una vez más, la
historia se repite. Todo parece indicar que este pasaje tan famoso, casi
devenido un clásico de la escatología bíblica, no está solo en lo que respecta
a falsos supuestos, porque en
definitiva eso y no otra cosa es lo que parece explicar la gran variedad de
opiniones en este tema puntual.
La gran variedad de opiniones que desde siempre ha
existido en la exégesis del katéjon,
ninguna de las cuales ha sido capaz de aquietar el intelecto, parece ser un signo ineludible que la interpretación ha
estado yendo por caminos errados, o para decirlo con las expresivas palabras de
Mons. Padovani:
“Todas estas sentencias están viciadas de
un pecado original”.
Después de casi dos mil años de exégesis, esta
confesión del P. Prat es muy reveladora al respecto:
“¿Cuál es el obstáculo? Los Tesalonicenses lo
habían aprendido de boca del Apóstol, pero ahora lo ignoramos y todo lleva a
creer que lo ignoraremos por siempre (…) No sólo que no se ha hallado
todavía el obstáculo, sino que dudamos que alguna vez se lo haya buscado en
la dirección correcta”[2].
Entre las numerosas explicaciones excogitadas
(Nuestro Señor, el mismo San Pablo, el decreto inmutable de Dios que retarda la
venida del Anticristo, San Miguel Arcángel, los dos Testigos, la predicación
del Evangelio en todo el mundo, etc.) acaso la más conocida y que más
defensores ha cosechado a lo largo de la historia sea la identificación del katéjon en sus dos vertientes como masculino
y como neutro en las figuras del Emperador y del Imperio Romano.
Pero curiosamente esta interpretación pudo subsistir
a pesar del mentís que la historia le dio. Straubinger, por lo general tan
medido y cauto en sus palabras, la descarta de plano cuando comenta en el v.
6:
“La antigua creencia de que ese obstáculo
sería el Imperio Romano, quedó desvirtuada por la experiencia histórica y no
parece posible mantenerla, pues todos los Padres y autores están de acuerdo
en que se trata de un hecho escatológico”.
Sin embargo, ante el hecho innegable de la caída del
Imperio Romano (y lo mismo dígase incluso del Sacro Imperio Romano de la Edad
Media que perduró hasta los tiempos modernos) algunos autores buscaron
refugiarse ora en el poder espiritual o sea en la Iglesia (Santo Tomás), ora en
los estados cristianos y en el orden romano (Bover, Castellani, etc.).
Pero cualquiera puede ver que ésto no es más que una
fácil escapatoria ante el evidente error exegético de algunos Padres que fueron
llevados a esta conclusión, lo cual es de suma importancia señalarlo, más por
una mala exégesis del Profeta Daniel que por el texto mismo de San Pablo.
Esto es observado incluso por Beda Rigaux
en su (flojita) tesis doctoral:
“La opinión de los Padres no puede llamarse
tradicional a menos que provenga realmente de una tradición y no si es debida a
una conjetura exegética, como bien parece ser el caso. Según el mismo Vosté,
en efecto, esta pretendida tradición apostólica tendría por fundamento una
falsa interpretación de Daniel. Tertuliano sería el primer escritor
eclesiástico que habría propuesto la interpretación κατέχον = imperio
romano. Pero según él y otros, el Imperio romano está figurado en Daniel por
la cuarta bestia, que representa el poder más férreo contra los santos. A sus
ojos, Roma debía ser el último imperio antes del fin del mundo, y muy
naturalmente, el anticristo no podría venir más que después de su caída”[3].
Siendo esto así, ¿qué podremos decir del katéjon?
II.-
A modo de introducción.
Tal vez no estará de más recordar en breves palabras
la ocasión o contexto de esta segunda carta a los Tesalonicenses.
La Iglesia de Tesalónica, si bien no fue la primera
fundada por San Pablo fue, con todo, la primera de todas en recibir de su pluma
una epístola.
Ambas fueron escritas desde Corinto, al poco tiempo
de haber tenido que huir de Tesalónica y en un corto intervalo de tiempo que
los autores ubican entre los años 51-53.
Después de huir de Tesalónica a causa de la
persecución de los judíos (Hech. XVII), San Pablo permaneció en Corinto donde esperó
a Timoteo, que fue el encargado de llevarle las noticias sobre la naciente
comunidad; pero no fueron allí todas buenas nuevas y es por eso que San Pablo tiene
que escribirles por primera vez, “no sólo para fortificarlos y exhortarlos a la
perseverancia en medio de las persecuciones, sino también para defenderse de
las acusaciones de sus enemigos, para exhortarlos a llevar una vida
verdaderamente divina, y finalmente para instruirlos sobre la segunda Venida de
Cristo” (Padovani).
La segunda carta, por su parte, nos muestra a los
Tesalonicenses con ideas no sólo erróneas, sino peor aún peligrosas sobre la Parusía, las que producían un efecto muy nocivo
en la comunidad; en efecto, lo que en la primera epístola no era más que una
inquietud, a saber, la suerte de los muertos en la Parusía y algunos desórdenes
(cap. IV-V), en la segunda ya se ve como un peligro que hay que desterrar dado
que los Tesalonicenses están inquietos y turbados debido a un grave error sobre
la Parusía que además ha producido consecuencias muy perjudiciales en cuanto a
la desidia y pereza de algunos de sus miembros.
Es, pues, para cortar de raíz este error sobre la
Parusía y su consiguiente efecto práctico que San Pablo escribe la segunda y
corta epístola.
[1] Este trabajo no podría haber sido escrito sin la
ayuda de algunas personas a las que va desde luego nuestro agradecimiento.
[2] La Théologie de Saint Paul, vol. I, pag. 96 y 98, 27 ed., 1938.
[3] L'Antéchrist et l'opposition
au Royaume Messianique dans l'Ancien et le Nouveau Testament. Paris: Gabalda. Gembloux, 1932, pag. 302.