sábado, 28 de enero de 2017

Las 7 Iglesias del Apocalipsis, por Ramos García (II de III)

I Parte III Parte 

1) Puestos ya a determinar la tal correspondencia, diríamos que la iglesia de Efeso (Ap. II, 1 ss.), con esa particular mención de los Apóstoles, la primera caridad (cf. Hech. IV, 32) perdida y la amenaza del Señor de eliminarla (cf. Hebr. VI), representa bien a la Iglesia primitiva, de carácter preferentemente judío.

2) La iglesia de Esmirna (Ap. II, 8 ss.) con su tribulación y laceria, contradicción de sus rivales, reclusión y persecución por diez días (= las diez persecuciones) y la fidelidad hasta la muerte, con promesa de obtener la corona de la vida, es el tipo más expresivo de la Iglesia de las persecuciones hasta la paz de Constantino.

3) La iglesia de Pérgamo, donde Satán tiene su trono o cátedra pestilencial de errores, tropiezos y violencias, por el tipo de las causadas por Balaam en Israel con la complicidad del rey moabita, prefigura muy al vivo la era de las grandes herejías cristológicas, que al amparo del cesaropapismo incipiente tantos escándalos y violencias causaron en la Iglesia. A la amenaza con la espada de su palabra, que el Señor hace a los maleantes de Pérgamo (Ap. II, 16), corresponde en la Iglesia universal la condenación de tales herejías en sendos concilios ecuménicos.

4) La iglesia de Tiatira (Ap. II, 18 ss.), llena de obras de fe, caridad y santo celo, cada vez más y mejores -opera tua novissima plura prioribus (Ap. II, 19)- es una figura acabada de la magnífica Iglesia del medioevo. Único cargo (pondus), que el Señor hace al prelado de esta iglesia (Ap. II, 24) es la presencia de la pretendida profetisa Jezabel, mujer escandalosa e impenitente (= la entonces nacida iglesia cismática que se precia de ortodoxa), postrada por justo castigo en lecho de muerte, juntamente con sus hijos, según atestigua la profecía, abonada hoy, como nunca, por la historia.


5) La iglesia de Sardis (Ap. III, 1 ss.), a cuyo prelado le dice el Señor que tiene nombre de vida, estando muerto, y le intima que vigile y que confirme lo demás, que estaba para morir, amenazándole de lo contrario con su inesperado juicio, es una imagen exacta de la Iglesia del Renacimiento (= falso nombre de vida) que desembocó en la reforma (otro falso nombre de vida), con peligro de matarlo todo. Pero a la voz de Cristo la Iglesia se despertó y confirmó en Trento la fe tradicional, como se le pide allí (Ap. III, 3), salvando así de la muerte lo poco que quedaba. En este resto, bendito, cuyo núcleo principal era entonces España, no faltaban almas buenas, que guardaron limpias sus vestiduras y fueron dignas de figurar en el libro de la vida (Ap. III, 4 s.).

Hay en el acta de esta iglesia una extraña amenaza y es que si el prelado no vigila, vendrá a él el Señor como ladrón a la hora menos pensada (Ap. III, 3), palabras con que en la Escritura se alude siempre a la parusía (Ap. XVI, 15; I Tes. V, 2; II Ped. III, 10; cf. Mt. XXIV, 43 ss y par.). He ahí una prueba más del doble sentido de estas actas de visita, o siquiera de su doble alcance. Lo que es apenas verosímil, como dicho a la antigua iglesia de Sardis, pudo decirse con verdad a la Iglesia universal en el momento histórico que Sardis presagiaba. Efectivamente, el 26 de Mayo de 1432, en el campo de Mazzolengo, afueras de Caravaggio, la Sma. Virgen dijo llorando a Juanita de Vecchi, mujer de Francisco de Vároli (ver "L'Osservatore Romano" del 28-V-41): "Intentaba el Altísimo, Hijo mío todopoderoso, destruir de cuajo este orbe terráqueo por la perversidad de los hombres, que cometen siempre nuevas maldades y se precipitan de pecado en pecado. Pero yo he alzado ruegos al mismo Hijo mío por tantos crímenes, suplicándole en favor de los miserables". La destrucción del mundo del Renacimiento estaba, pues, decretada. Y heraldo de ese decreto fue San Vicente Ferrer, que hizo milagros para probar su misión, la cual se vio refrendada por infinitas conversiones.

Ante esa coincidencia de datos bien podemos piadosamente pensar que un movimiento tal de conversiones y la contrarreforma felizmente lograda en Trento, fruto todo ello de una particular intervención de María, detuvieron el brazo vengador. Tratábase de un decreto condicional: Si ergo non vigilaveris (Ap. III, 3). La Iglesia por dicha despertó y el fin del mundo se aplazó para otro tiempo.

6) Si lo hasta aquí dicho responde a la verdad, en la iglesia que se sigue, que es la de Filadelfia, estaría dibujado el momento actual de la sociedad cristiana. Nuestra moderna manera de ser nació con el Filosofismo y cristalizó en la Revolución, bajo cuyo signo vivimos todavía, aunque se aprecian ya síntomas de un cambio de postura hacia un mundo mejor tras la crisis de todo lo actual. Estaría para cambiar el eje de la historia.

Limitándonos a  lo que más de cerca toca a la Iglesia, la conversión de Israel tal vez no está lejana (cf. Ap. III, 9) y consiguientemente la hegemonía de su Caudillo (Os. I, 11) el tsémah (Is. IV, 2; Jer. XXIII, 5; XXXIII, 15; Zac. III, 8; VI, 12), o rey justiciero (Is. XXXII, 1 ss.; XLII, 2 s.; Jl. II. 23; Mal. IV, 2), en que se restaurará la dinastía davídica (Os. III, 5: Jer. XXX, 9; Ez. XXIX, 21; XXXIV, 23 s.; XXXIV, 24 s., etc., etc.) y es así que a esta iglesia se le presenta el Señor teniendo en su mano la llave de la casa de David (Ap. III, 7), para entregarla sin duda a ese gran Caudillo, tantas veces anunciado, que no es precisamente el Mesías, pues tiene a su lado una parigual (Zac. VI, 13), sino un su lugarteniente, prefigurado al parecer en el Eliacim de Is. XXII, 22 ss. Con eso, la Iglesia de Cristo, acosada por doquier (cf. Ap. XII), y reducida casi a la impotencia –modicam habes virtutem, etc. (Ap. III, 8 ss.)—, tendrá ante sí una puerta abierta que nadie podrá cerrar, la puerta de la casa de David, o poder de esa dinastía restaurada —veniet potestas prima (Miq. IV, 8)—, para por ella escapar de tanto acoso, y al amparo del gran Caudillo entrar en una era nueva de justicia y bienestar social (prophetae passim).

Esperemos que tales atisbos nos los aclaren los hechos por venir.

7. Resta la séptima y última iglesia, dicha de Laodicea (Ap. III, 14 ss.), en que dos cosas llaman mayormente la atención, conviene a saber, esa su tibieza nauseante (Ap. III, 15) y la mención de la parusía, la cual de próxima que era en el acta anterior —ecce venio cito (Ap. III, 11)—, se ha hecho ya inminente en este ecce sto ad ostium et pulso (Ap. III, 20).

Felizmente una vez más la Esposa verdadera reacciona eficazmente ante la amenaza de repudio. Esa reacción favorable se deja ya presentir en estas agridulces palabras del Esposo: Ego quos amo, arguo et castigo. Aemulare ergo et poenitentiam age (Ap. III, 19). Y lo que aquí se presiente, se anuncia en el Cantar de los Cantares, que es la expresión alegórica de las relaciones amorosas entre Cristo y su Iglesia. Hay en la trama de estos Cantares tres pasajes de un relieve impresionante, que vamos a notar brevemente:

a) Es aquel en que la Esposa se queja de la dureza de los hijos de su madre, que arrojándola de su viña, la obligaron a cultivar viñas extrañas (Cant. I, 5). La madre de la Iglesia es la Sinagoga[1], cuyos hijos los judíos incrédulos, expulsaron a su hermana, la Esposa, de su propia viña, obligándola a cultivar viñas extrañas entre los gentiles.

b) Es aquel, en que tras la inquietud de alegres presagios (Cant. II, 8 ss.), la Iglesia anhela al Esposo y sueña que se levanta del lecho en noche oscura y pregunta por él a los guardas de la ciudad, que no la entienden, ni parecen querer saber nada de sus afanes amorosos. Mas he aquí que el Esposo se le hace encontradizo, y asiendo ella fuertemente de él, le introduce en la casa de su madre (Cant. III, 1-4), que es otra vez la Sinagoga. Aquí de la conversión de los judíos, a que se alude en el acta de visita a la iglesia de Filadelfia (Ap. III, 9), como prerrequisito necesario a la hegemonía del gran Caudillo davídico, que a seguida se presenta en el Cantar bajo el nombre de Salomón, en el acto de recibir la real diadema de manos de su madre (Cant. III, 11), es decir la Sinagoga convertida.

c) Tras su descripción espléndida de la Esposa, engrandecida con la incorporación de la Sinagoga y otras accesiones importantes (Cant. IV), sobreviene el momento aquel de la tibieza a que alude el acta de visita a Laodicea. El Esposo allí como aquí (Ap. III, 20 = Can. V, 3 ss.), llama  a la puerta. La Esposa empereza en abrirle, y Él, pasando de largo, parece abandonarla (Cant. V, 3-7 y ss.). Pero ella entonces le busca más anhelante que nunca, y tras mil vicisitudes y duras adversidades, precursoras de la parusía, ve satisfechos sus anhelos y goza de su presencia amorosa. Aquae multae non potuerunt extinguere caritatem (Cant. VIII, 7).

Y aquí terminan nuestras sugerencias sobre el alcance ulterior de las cartas Apocalípticas y trascendencia insospechada del principio jeronimiano. En estas actas de visita a las siete iglesias del Asia proconsular estarían dibujados como en sendas miniaturas, otros tantos momentos de la Iglesia universal desde su fundación hasta la Parusía. Nos ha inspirado esa conclusión el propio Señor que la dictó, con esa invitación repetida a entender lo que el Espíritu quiere decir a las iglesias, es decir a la Iglesia universal.

Aquí de la contraseña indicada por San Jerónimo: Quando ad intelligentiam provocamur, mysticum monstratur esse quod dictum est.

Ese sentido místico o espiritual, tal como parece desprenderse de toda esta investigación, unas veces no sería más que un sentido artificiosamente figurado por la letra; otras un sentido anagógico o alcance ulterior del sentido literal, en cualquiera de sus especies, y otras, en fin, un verdadero sentido real, que sería el caso de las cartas Apocalípticas y de algunos de los pasajes evangélicos afectos de la contraseña.


R.P. José Ramos García C.M.F. (†)





[1] Esto lo explica bellamente Lacunza y lo retoma Eyzaguirre a la hora de interpretar a Israel en la Mujer del cap. XII del Apocalipsis. Es un muy buen punto y de una gran importancia.