5. EL AHERROJAMIENTO DE SATÁN
Se han empleado tantas
palabras y gastado tanta tinta y papel, para probar que estamos ya en el mejor
de los mundos, porque va a hacer veinte siglos que Satán fué arrojado al abismo
y aherrojado allí tan fuertemente, que no puede dañar sino al que se le acerca.
Del
aherrojamiento de Satán en los abismos habla San Juan en Ap. XX, 3.
Pero antes había escrito en su primera epístola estas palabras: "El mundo
todo está asentado sobre el maligno" (I
Jn. V, 19). Y San Pablo a su vez
precisa: "Porque para nosotros la lucha no es contra
sangre y carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los
poderes mundanos de estas tinieblas, contra los espíritus de la maldad en lo
celestial" (Ef. VI,
12). Y San Pedro remacha con
viveza: "Vuestro adversario el diablo
ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar"
(I Ped. V, 8 s.). El arma de la fe contra el diablo, es la
misma que San Juan nos manda esgrimir contra su aliado el mundo: “Ésta es la victoria que ha
vencido al mundo: nuestra fe”
(I Jn. V, 4).
Por los textos aducidos, y
otros que se podrían aducir, aparece manifiesta la fuerza seductora que para
los Apóstoles conserva el demonio, aun después de establecida en el mundo la
nueva economía. Mas para que no se juzgue pasajero ese estado de cosas, y que
con el desarrollo posterior del cristianismo cesó automáticamente el maleante
vagabundeo de Satán, véase el uso tan frecuente que de los textos alegados hace
la Iglesia en su liturgia; y en lo que atañe al momento actual, nada mejor para
mostrar su fe y esperanza en este punto, que la oración ordenada por León XIII al sacerdote para después de
la misa rezada:
“Sancte Michael Archangele, defende nos in proelio; contra nequitiam et
insidias diaboli esto praesidium. "Imperet illi Deus" supplices
deprecamur. Tuque princeps militiae caelestis Satanam aliosque spiritus
malignos, qui ad perditionem animarum pervagantur
in mundo, divina virtute in infernum detrude”.
Aquí la Iglesia, con manifiesta alusión al citado texto de San Pablo y
al discutido capítulo XX del Apocalipsis, nos enseña abiertamente, dos cosas:
1. Que Satán no está aherrojado ni mucho menos, de manera que no seduzca
(Ap. XX, 3).
2. Que algún día, sin embargo, lo estará, pues ella no puede ser
desoída.
No negamos que con la
primera venida de Cristo, Satán fuera ya ligado de alguna manera, y aun de
muchas maneras, pero no fué ligado y aherrojado en el abismo de la manera que
expresa el texto apocalíptico, para que
no engañase más a las naciones. Y tal manera es cabalmente la que pide la
Iglesia con la oración litúrgica "Satanam aliosque spiritus malignos, qui
ad perditionem animarum pervagantur in mundo, in infernum detrude". Y de
aquí nuestro argumento: Tal
aherrojamiento está aún por venir. Pero tal aherrojamiento vendrá infaliblemente,
en fuerza de la oración y de la profecía, y con él el reinado de los mil años
que a él va vinculado (Ap. XX, 3 s.).
No negamos tampoco la
identidad por todos reconocida del reino de los mil años con el reino fundado
por Cristo en su primera venida. Como es, o puede ser, el mismo, el soldado que
lucha en la guerra y el que goza luego del triunfo, así la Iglesia inmortal que
ahora lucha con las armas de la fe, es la que luego, en el mismo campo de
batalla, gozará del triunfo obtenido sobre sus dos grandes enemigos, el mundo
y, su aliado el demonio.
¡Oh, si entendiera de una vez el mundo lo que el Espíritu Santo proclama
constantemente por la Iglesia, es a saber, "que el príncipe de este mundo
ya ha sido juzgado” (Jn. XVI, 11), y sólo falta ejecutar de lleno esa
sentencia, que alcanzará asimismo al mundo, si no deja de conspirar con Satán! ¿Cuándo vendrá esa ejecución? Cuando, al
sonar de la séptima trompeta, haya cambio de guardia, es decir, el mundo cambie
de soberano, para quedar de hecho, que
de derecho ya lo está, a las órdenes de Cristo, según suenan estas voces:
"Se
hizo el reino del mundo de Nuestro Señor y de su Cristo” (Ap. XI, 15)[1], que es el hito y ápice final hacia el que hay
que colimar los grandes vaticinios de los antiguos profetas sobre reino
mesiano, según se dice expresamente en Ap.
X, 7: "En los días de la voz del séptimo ángel, cuando
vaya a tocar la trompeta, se consumó el misterio de Dios como lo evangelizó a
sus siervos los profetas".
Esas profecías no miran
tanto al establecimiento de la Iglesia en el siglo presente, cuanto a su
consumación en el siglo futuro, o tercer mundo de San Pedro (II Pet. III, 7
ss.). De aquel había dicho San Pablo
que pasa: "la apariencia de este mundo pasa"
(I Cor. VII, 31), y aquí el ángel
dice que está para terminar, "tiempo ya no
habrá" (Ap. X,
6) pues un nuevo mundo está para alborear con el dicho cambio de guardia, o
transferencia de poderes, al sonar de la séptima y última trompeta (Ap. XI, 15 ss.).
Cuanto a seguida se estampa en el Apocalipsis, desde el capítulo XII al
XX, no son más que los trámites de esa trasferencia forzosa, con la eliminación
sucesiva de sus adversarios en el juicio universal de las naciones o de vivos;
y una vez apresado e inutilizado también Satán, el primero (Ap. XII) y último
adversario (Ap. XX), comienza el reinado efectivo de Cristo y sus santos a
tenor de estas palabras sacramentales: "Y ví tronos y sentáronse en ellos
y les fue dado juicio" (Ap. XX, 4;
cf. Dn. VII, 27), con esa ecuación
de los vocablos "juicio" "reinado", que ya conocemos, y que
San Pablo consagra, cuando conjura a
Timoteo por Jesucristo, "el cual juzgará a vivos
y a muertos, tanto en su aparición como en su reino"
(II Tim. IV, 1).
6. EL REINADO DE CRISTO CON SUS SANTOS
La destrucción de Babilonia-Roma
y los terribles golpes de mano de Edón, Josafat y Armagedón, con el
subsiguiente aherrojamiento de Satán, constituyen los actos capitales, para la
limpieza de los maleantes en el gran juicio escatológico de vivos, de carácter
francamente social. Preparado así el
terreno, el reinado pacífico de Cristo con sus santos que es el reverso de ese
juicio, puede comenzar.
Muchos, sin atender a la articulación inmediata de tales
acontecimientos, trasladan a la historia de la Iglesia ese reinado, haciéndole comenzar
bien en la fundación de la Iglesia, bien en la paz constantiniana, bien en la
institución del Sacro Romano Imperio. Mas para la solución de los problemas que
suscita este extraño reinado, poco o nada aprovecha hacer histórico ese
período, pues el asunto primariamente es cuestión de naturaleza y no de tiempo,
y la naturaleza subsiste la misma, lo mismo en un tiempo que en otro.
¿Qué es en realidad lo que
en Ap. XX se quiso significar con ese singular reinado? He ahí el problema. La
solución al problema así planteado, no es fácil captarla en todos sus extremos,
pero bien se deja captar en algunos de ellos, siempre que no se disloque el
evento del ambiente escatológico, en
que aparece enclavado, pues aquí todo cuanto prepara, acompaña y sigue a ese
reinado, todo reviste ese carácter...
Y comenzamos por notar que
preferimos aquí el nombre de "reinado" al de "reino",
porque eso hay aquí realmente, un reinado especial de Cristo dentro de su único
reino que es la Iglesia, ya que es cosa averiguada que dentro de un mismo reino
puede haber varios reinados o maneras de reinar. Así se comprende por qué los
santos correinantes no parecen ser todos, sino algunos escogidos (Ap. XX, 4; cf. XVII, 14)[2], ni se dicen constituir el
reino, sino reinar con Cristo (Ap. XX, 4.
6). Lo que se supone in recto es
el reinado; el reino solo está in obliquo.
Apurando más el concepto
de reinado, según la ecuación varias veces apuntada, reinado es aquí un equivalente de juicio, que por eso se dice al
constituir los correinantes: "Y les fue dado juicio” (Ap. XX, 4), una verdadera
continuación del juicio universal de vivos, antes dirigido contra los impíos
(la ira), y ahora en favor de los justos (la misericordia). Tomados, pues, específicamente
"juicio" y "reinado" son el anverso y el reverso de un
mismo juicio universal, tomado en sentido genérico. Es el que todos esperamos,
cuando decimos "Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos".
Con esto habríamos dado una explicación cómoda a la promesa del céntuplo
en la palingenesia (Mt. XIX, 28 s. y par.); cuya inteligencia sigue fluctuante
hasta el presente. Según la promesa, los Apóstoles y cuantos sigan sus huellas,
serán asesores (= correinantes) de Cristo en el juzgar. Mas ¿en cuál acto
judicial? No ciertamente en el final de muertos, pues ni rastro de ello se
descubre en la descripción que de él se hace, lo mismo en Mt. XXV, 31 ss., que
en Ap. XX, 11 ss. Será por tanto en el universal de vivos. Y esta conclusión,
que por exclusión sacamos aquí, nos la da en términos San Pablo, cuando dice:
"¿No
sabéis acaso que los santos juzgarán al mundo?" (I Cor. VI, 2). Y porque nadie pensase que una tal palingenesia
judiciaria había comenzado ya, según la acepción que a esa palabra da el
Apóstol en Tit. III, 5 (cf. Jn. III, 3 ss.), se dejó decir poco antes: "No juzguéis nada antes de
tiempo, hasta que venga el Señor"
(I Cor. IV, 5).
La palingenesia judiciaria
coincide, pues, con la parusía, o venida del Señor a juzgar, en primer término
con el juicio de vivos, en que el Señor tendrá asesores, a diferencia del final
de muertos, donde no aparecen los asesores por ninguna parte, sino que todos,
justos y pecadores, nos presentaremos ante el tribunal de Cristo para ser
juzgados[3], hecho éste al que aludiría
el Apóstol cuando escribe: "Pues todos hemos
de ser manifestados ante el tribunal de Cristo, a fin de que en el cuerpo
reciba cada uno según lo bueno o lo malo que haya hecho"
(II Cor. V, 10).
No obstante la distinción bíblica entre el juicio de vivos y el de
muertos Cristo no vendrá dos veces a juzgar sino que en una misma venida y
parusía continuada el Señor juzgará primero a los vivos en un juicio-reinado
harto complejo, y luego a los muertos en el juicio final harto sencillo, con
que acaba el orden temporal y comienza el
eterno.
[1] Tema en extremo interesante. Para comprender bien ciertas expresiones
del Nuevo Testamento es preciso distinguir
la sentencia de su ejecución, cosa que muchos pasan
por alto, y a su vez, en esta última, hay que tener en cuenta las diversas y
sucesivas ejecuciones (sellos, trompetas, copas), pues no se trata de un solo
acto sino de varios. No está del todo claro si el autor distingue esto último,
aunque por lo que sigue parecería que sí.
[2] Ya hemos dicho AQUI que, en nuestra opinión, son todos los santos los que tienen parte en
la primera resurrección y consiguiente reinado de mil años.
[3] No creemos que ese juicio ante el
tribunal de Cristo sea el mismo que el juicio final de Ap. XX, 11-15 y tampoco que todos
se presenten ante el tribunal del juicio narrado en el cap. XX, sino todos los
que no han tenido parte en la primera
resurrección.