A la imagen del único Santo.
Dentro
de los límites de este breve tratado hemos intentado mostrar el puesto que los
diferentes institutos religiosos ocupan en la vida exterior de la Iglesia y los
ministerios públicos que en ella ejercen.
Pero
pueden ser considerados también en otro aspecto: penetrando en su vida íntima
se pueden descubrir maravillas de otro orden.
Las diversas formas de la vida religiosa que revisten estas grandes familias
de elegidos están destinadas a reproducir en ellas, y por ellas en la Iglesia,
los rasgos diversos del único y divino modelo de la santidad.
En este profundo designio de la divina Providencia, cada uno de estos institutos
además de la misión exterior que desempeña acá abajo cerca de los hombres —
misión que puede vincularse a las necesidades especiales, accidentales y
variables de los tiempos y de los lugares, y que puede también pasar o modificarse
con las vicisitudes de las sociedades humanas —, recibe una misión más alta, y
más sublime, misión que mira más
directamente a Jesucristo mismo y al
acabamiento cada vez más perfecto de su semejanza y de su vida en la Iglesia.
Este
género de misión no está llamado a pasar con los siglos, y por este lado las órdenes
religiosas todas adquieren un carácter de perpetuidad que ninguna institución
humana puede compartir con ellas. Todas están destinadas a aguardar con la
Iglesia la última consumación de la obra divina aquí en la tierra, y el
espíritu que las sostiene interiormente las reanima cuando parecen flaquear
bajo la acción del tiempo, mediante la intervención de los santos y las
reformas que rejuvenecen su vigor.
En este grande y profundo trabajo de la santidad cada uno de los institutos
religiosos cumple un destino particular y misterioso; cada uno aporta su rasgo
diferente, y todos juntos contribuyen a reproducir en la Iglesia la imagen
perfecta de Jesucristo, ejemplar de toda perfección.
Así la orden de santo Domingo honra su celo y su doctrina; la orden de
san Francisco celebra su pobreza; los carmelitas tienen su parte en la oración,
los mínimos en el ayuno, los cartujos en el retiro al desierto; la Compañía de
Jesús glorifica su vida pública e iza su nombre como un estandarte; los pasionistas,
con sus austeridades, llevan por todas partes el misterio de sus sufrimientos.
Podrían
multiplicarse estas aplicaciones sin agotarlas jamás, pues no tienen nada de
exclusivo, y todas las familias religiosas gozan, en común, de todas las
riquezas de Jesucristo. Y si cada una de ellas parece llevada por el Espíritu
Santo a elegirse entre este tesoro la joya de una virtud o de un misterio
distinto para hacer de ella su ornato especial, no por ello dejan todas de
poseer en común todas estas riquezas indivisibles; porque ¿cómo podría Cristo
dividirse?
Desgraciadamente,
tenemos que hablar el lenguaje de los hombres. ¡Pobres de nosotros! Porque
nuestros labios están mancillados, y sería necesaria la palabra de los ángeles
para describir dignamente estos misterios ocultos de la obra divina, lo que hay
de más íntimo en la santidad de la Iglesia, las delicias de este huerto cerrado
del Esposo. ¿Cómo pintar esa divina vegetación, esos árboles poderosos, esas
flores fragantes, esos frutos saludables que no cesa de producir el Espíritu
Santo?
¿Pero
cómo narrar las visitas y la morada del Esposo que se deleita entre los lirios
y las rosas? Nosotros no somos dignos de penetrar en ese huerto cerrado;
acerquémonos a las puertas y a las barreras sagradas, entreveamos esas maravillas,
recojamos los perfumes que se exhalan hasta nosotros de en medio de las delicias
divinas. Glorifiquemos al autor de esos bienes. Así es como Él mismo glorifica
ya en las pruebas de este mundo a su amada Iglesia y se complace en ella como
en su Esposa muy amada. La Iglesia nos aparece en estos esplendores revestida
de inmortal juventud y nuevas familias, fruto de su inagotable fecundidad, no
cesan de salir de su seno para regocijar al cielo al mismo tiempo que cubren
la tierra de inestimables beneficios.