2) La actuación de la
Humanidad Santísima de Jesús.
Allí también hay dos
errores que evitar en la vida espiritual de los fieles: error sería, por una
parte, considerar la Humanidad del Salvador como el término último, quedarse
detenido allí; por otra parte, habría error en abandonar o desconocer esta
humanidad santísima, descuidando o restando importancia a su actuación en la
vida espiritual.
No carece de interés
observar que la devoción al Padre produce con frecuencia, al principio, en
las almas que comienzan a seguirla, un efecto que las sorprende. Se sienten
fuertemente atraídas por todo lo que conmueve, consuela y dilata en esta
espiritualidad, y se hallan un tanto desorientadas con respecto a la persona de
Cristo. Al igual que Magdalena en la mañana de Pascua, lo buscan ansiosas y
de buena gana le harían ellas también esta pregunta: "¿Dónde lo
pusiste?" (Jn., 20, 15).
Pero al profundizar esta
devoción descubren muy pronto, con encanto, que Jesús está bien vivo para
ellas, más vivo que nunca. En efecto, al paso que hasta entonces miraban con
demasiada frecuencia a Jesús por de fuera, como el modelo exterior que vivió
hace dos mil años y cuyas virtudes se esforzaban en reproducir por su propio
esfuerzo personal, se encuentran con que están en Él, del modo como Él está en
ellas.
En cierto modo el Padre
las ha devuelto a su Hijo, como diciéndoles: "Nadie viene a Mí sino por mi
Hijo. Él es quien os ha de conducir a Mí. Escuchadle. ¿Queréis conocerme? Mi
Hijo es el único en conocerme así como todo aquel a quien me he complacido en
revelarme por medio de Él. ¿Queréis amarme? Sólo el amor filial del Corazón de
mi Jesús es capaz de atraer sin cesar mis complacencias y por este amor ha de
pasar el vuestro para subir hasta mí. ¿Queréis que yo os ame? Pero si mi Hijo
agota toda mi potencialidad de amor paterno: en Él he de encontraros a vosotros
para amaros, para extender hasta vosotros, vueltos "uno" con mi Hijo,
el amor que tengo por Él."
Así es cómo la devoción al
Padre conduce el alma a la intimidad más completa con Jesús, a una especie de
identificación por dentro. El alma comprende entonces lo que es el Mediador.
Decir que esta Humanidad
Santísima es como un puente entre la humanidad y la divinidad expresa una idea
incompleta. Se pasa por el puente para ir de una ribera a otra. Pero una vez
dejado el puente, queda atrás del caminante; ha sido sólo un intermediario útil
para proseguir andando en dirección al término del viaje. Entre tanto el Verbo
encarnado es más que un intermediario útil. Es el Mediador necesario que conjuga
en la unidad de su Persona divina, la humanidad y la divinidad. Él es el camino
que hay que seguir, el único Camino que conduce al Padre. El Hijo, empero, no
vive sino para el Padre. Es "uno" con su Padre, y su Padre está en Él:
quien ve a Jesús, ve al Padre y en Jesús es donde encuentra al Padre.
En ningún momento la
Humanidad Santísima del Salvador puede ser abandonada, ni tampoco rebasada. Es
Jesús, Verbo encarnado, hoy en el seno del Padre con su humanidad glorificada,
el mismo quien nos conducirá hacia el Padre por medio de su gracia, en la
unidad de su Cuerpo Místico. Quiere continuar viviendo su vida filial en
nuestras almas dóciles, por medio de su Espíritu.
En suma, la
devoción al Padre presupone, exige el estado de filiación.
Ahora bien, sólo se es hijo por medio del Hijo, con el Hijo, en el Hijo.
Estamos muy lejos de un vago sentimentalismo o de una piedad melosa, porque
tratándose de ser hijos en nuestras relaciones con el Padre, no podemos esperar
llegar a serlo o permanecer en esta filiación, si no seguimos al Hijo en la vía
por donde nos impulsa a andar, tomando las sendas donde Él puso sus pasos y
conformándonos, por las disposiciones de nuestra alma, a su estado filial.
Pues bien, aquí tenemos
una nueva seguridad doctrinal de este linaje de piedad: semejante estado filial
existe en nuestras almas por la gracia de adopción; ella nos hace hijos por una
verdadera participación a la naturaleza divina, en cuanto es poseída por el
Hijo. Hay que dejar que prospere esta gracia santificante y manifieste su
actividad por medio de las virtudes teologales, como también hay que dejar al
Espíritu Santo que, por el don de piedad, suscite en el alma impulsos de
ternura filial para con el Padre.
Tales son los sólidos
fundamentos de esta espiritualidad. Da a la Humanidad Santísima su verdadero lugar
y el pleno sentido de su acción en nosotros.
3) La virtud de
religión.
No puede menos de producir
sorpresa dolorosa el descubrir cuán crecido es el número de las almas que se
quedan detenidas en Jesús-Hombre para pedirle consolaciones personales.
Cierto es que el mismo
Jesús, en su misericordiosa bondad, nos ha dicho: "Venid a mí, vosotros,
todos los que estáis cansados y agobiados, y Yo os daré descanso." Mas si
Jesús nos atrae a Sí, es para llevarnos al Padre, y si nosotros nos limitamos a
no aguardar de Él otra cosa que consuelos, nos exponemos sencillamente a
invertir el orden de la religión y a replegarnos sobre nosotros mismos. La
religión no se ha hecho sólo para el bien de la creatura, sino principalmente
para la gloria de Dios: para hacer subir hasta el Padre y en Él hasta la
Trinidad Santísima, la adoración, la súplica, la reparación, la acción de gracias
de los hijos adoptivos del Padre, hermanos del Hijo y templos del Espíritu Santo.
La virtud de religión es
hoy en día bien desconocida. Por ella el hombre tributa a Dios el culto que le
debe. Es parte esencial de la justicia. Se refiere a los derechos de Dios sobre
nosotros. Ahora bien, nosotros no estamos en un orden natural, tal como podrían
concebirlo los filósofos, fuera de la Revelación. En ese orden, el deber de religión
obliga a la creatura para con su Creador. Trátase allí de los derechos de Dios
como Creador, que los hombres deben respetar.
Mas, de pura misericordia
hemos sido elevados al estado sobrenatural y restablecidos por el Hijo Redentor
en relaciones de filial afecto para con el Padre. Desde ese momento todo queda
cambiado. Dios ya no tiene únicamente el derecho a ser honrado como Creador.
Lo que debe caracterizar la religión cristiana, es el derecho de Dios a ser
honrado como Padre. Una vez más, la palabra de Jesús cobra su pleno
sentido: "El Padre busca adoradores en espíritu y en verdad."
Y no podemos dudar que en
todo tiempo y cada vez más, en nuestros días, el Espíritu Santo haya inspirado
a las almas a tributar al Padre Celestial este culto que le es debido. Pero
hemos de reconocer igualmente que la piedad de estas almas, aunque muy auténtica,
parece revestir a los ojos de los demás cristianos una forma personalísima, al
paso que hemos de afirmar que no estamos en presencia de la espiritualidad de
una escuela particular o de la orientación un tanto original de una devoción
libre.
Digámoslo categóricamente,
esa piedad es la que caracteriza y define el cristianismo. El cristianismo
consiste esencialmente en el estado filial[1].
Nos sentimos justamente
satisfechos cuando oímos a los más esforzados paladines del catolicismo
levantarse valerosamente y aspirar a unirse para defender y cautelar los derechos
de Dios contra los enemigos de la religión que los conculcan. Pues bien, hay
un derecho esencial de Dios que es conculcado con demasiada frecuencia por los
mismos cristianos: el derecho a ser amado y adorado como Padre, en
cuanto que es nuestro Padre.
Al derecho de Dios
corresponde un deber correlativo. Los cristianos, que se volvieron hijos de
Dios por el bautismo, tienen un deber absoluto de tributarle
culto como a Padre, de incluir en su virtud de religión, el espíritu filial que
pone en ellos el Espíritu Santo. Entonces, las relaciones del hombre con Dios
se espiritualizarán más y más. La oración será verdaderamente el impulso propio
del alma que ama a su Dios. Cesará de ser una penosa tarea impuesta por la ley
exterior. Se volverá una necesidad del corazón. Al respeto profundo que inclina
el alma ante el Padre "de inmensa majestad" (Palabras del Te Deum)
unirá, por medio de un instinto sobrenatural, las efusiones espontáneas de la
ternura filial.
***
Decía precisamente Faber
que esta devoción al Padre se caracteriza esencialmente por "una inmensa
ternura". Agreguemos nosotros que esta devoción es elevadora para
las almas, porque da a sus vidas el más noble ideal que se pueda tener, el
ideal que llenaba toda la vida de Jesús: la gloria del Padre; liberadora,
al purificarlas de un egoísmo que sabe infiltrarse hasta en la más sincera
piedad; pacificadora, en cuanto las establece en la certidumbre del Amor
Infinito del Padre, rebosante de misericordia y de bondad.
Las páginas que siguen no
contienen sino planes de meditaciones, sin desarrollar. Más que comentar los
textos de la Escritura se han puesto los pensamientos sugeridos por ella. El
objeto principal de este modesto trabajo será alcanzado si aquellos que lo lean
sacan de allí el deseo de meditar directa y frecuentemente en el Evangelio, en
las Epístolas de San Juan y de San Pablo, los múltiples pasajes que invitan a
las almas a subir hacia el Padre.
En este día de hoy
confiamos a la Santísima Virgen, nuestra Madre Inmaculada, el deseo que nos
alienta de ayudar a numerosas almas de sacerdotes, religiosas y seglares, a
volverse ardientes apóstoles de esta devoción y siguiendo el ejemplo de Jesús,
trabajen para hacer conocer, amar y servir el maravilloso Padre que nos ha
revelado.
8
de diciembre de 1935.
Nota. — Entendemos la
palabra "devoción", no en el sentido restringido que le dan
comúnmente los fieles (el de una forma particular de la piedad, que se dirige a
un santo de preferencia a otro), sino en el sentido amplio y teológico de aplicación
sincera de las facultades del alma al objeto de esa devoción (devovere,
verbo latino que nos señala la etimología del vocablo devoción, significa
consagrarse, o dedicarse, abnegarse por, entregarse totalmente, ligarse).
La devoción al Padre es
una disposición habitual del alma, capaz de arraigarse no sólo en los actos de
la virtud de religión, sino en todos los actos de la vida de los hijos de Dios.
Es un estado fundamental, por el cual el alma, al apropiarse las disposiciones
y la religiosidad de Jesús respecto de su Padre, muy especialmente su caridad
filial, se entrega filialmente a Dios Padre, teniendo presente que, por nuestra
incorporación a Cristo y la gracia de adopción, el Padre de Jesús se ha vuelto
nuestro Padre. Junto con esta entrega el alma se ofrece a la
adorable voluntad del Padre, a imitación de Jesús y por su medio; pone asimismo
toda su actividad al servicio divino para la gloria de la Trinidad Santísima,
gloria proclamada en Aquel que es el Principio, el único manantial de la vida
divina: en Aquel que engendra eternamente a su Verbo y que, con este Verbo, su
Hijo Unigénito, es el principio del cual procede eternamente el Espíritu Santo.
El objeto de esta devoción es Dios Padre, primera Persona. Sin embargo el
objeto formal no es directamente la función que el Padre desempeña en la
Trinidad Santísima, sino la consideración de sus relaciones con nosotros, hechos
hijos adoptivos suyos en su Hijo. Aquel a quien el alma se consagra es el
"Padre de las misericordias", que "amó al mundo hasta darle a su
Hijo Unigénito". Entre todos los deberes que se propone llenar para con
su Padre Celestial el alma del hijo adoptivo (deberes de adoración, entrega
a su Voluntad santísima, confianza filial), hay un deber a cuyo cumplimiento
se siente inclinada espontáneamente por una ternura impregnada de generosidad:
es el de la reparación, ya que se halla bien resuelta a obrar filialmente, y a
desagraviar de ese modo al Eterno Padre por la ingratitud en que incurren tantos
cristianos con respecto a ese Divino Padre, a cuyo amor para con nosotros
debemos el don supremo, y tan olvidado: el de su propio Hijo.
15
de septiembre de 1937.
[1] Habla Pío XI: "¡Cuán grosero es el error, cuán grande es
la desolación de tantas vidas que transcurren sin saber lo que es la piedad
cristiana...! La piedad no es un conjunto de vanas prácticas o un vago
sentimentalismo, es, por el contrario, una cosa bien firme, substancial y al
mismo tiempo muy fácil de comprender y practicar: sólo se trata de elevarse
hacia Dios. Y eso es lo que se llama la "piedad filial" o para decirlo
con una palabra, la filialidad para con Dios, comprendido, ama-do, servido como
Padre; precisamente como Él lo ha querido y como Jesucristo el Divino Redentor
lo enseñó: Pater noster! Así lo interpreta el Apóstol cuando dice que el
mayor de los dones que nos haya procurado el Redentor ha sido el de poner en
nuestros corazones al precio y ¡qué precio más subido! al precio de su sangre,
el propio Espíritu de Dios que nos hace decir desde lo más hondo de nuestra
alma: ¡Abba, Padre!" (Discurso del 4 de noviembre de 1927 a la
Juventud Católica Italiana.)