VII
LA CARTA DEL SANTO OFICIO SUPREMA HAEC SACRA
Por lejos la más completa y explícita declaración
autoritativa del magisterium
eclesiástico sobre la necesidad de la Iglesia para la salvación se encuentra en
la carta enviada por la Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio a Su
Excelencia el Arzobispo Cushing de Boston. La carta
fue escrita como resultado del problema ocasionado por el grupo Centro San
Benito en Cambridge. La Suprema haec sacra fue emitida el 8 de
Agosto de 1949, pero no fue publicada en su totalidad hasta el otoño de
1952. La encíclica Humani generis es
del 12 de Agosto de 1950. Así, aunque fue compuesta después de la carta del
Santo Oficio, fue publicada dos años antes de la carta.
La Sagrada
Congragación del Santo Oficio asevera que “está convencida que la desafortunada
controversia (que ocasionó la acción del Santo Oficio) surgió del hecho de que
el axioma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, no fue correctamente
entendido y sopesado y que la misma se volvió más amarga debido al hecho de que
algunos de los asociados de las instituciones arriba mencionadas (el Centro San
Benito y el Colegio Boston) rechazaron reverencia y obediencia a las legítimas
autoridades”.
La sección doctrinal
de la carta es la siguiente:
Según los Eminentísimos
y Reverendísimos Cardenales desta Suprema Congregación, en sesión plenaria,
tenida el miércoles 27 de julio de 1949 y el Augusto Pontífice en audiencia, el
día siguiente, jueves 28 de julio de 1949, dignó dar su aprobación para que se
den las siguientes explicaciones pertenecientes a la doctrina, y también invitaciones
y exhortaciones con respecto a la disciplina:
Estamos obligados por
fe divina y católica a creer todas aquellas cosas contenidas en la palabra de
Dios, sea en la Escritura o en la Tradición, y propuestas por la Iglesia para
ser creídas como divinamente reveladas, no sólo por juicio solemne sino también
por medio del magisterio ordinario y universal.
Ahora bien, entre las
cosas que la Iglesia siempre ha predicado y nunca va a dejar de predicar se
encuentra la enseñanza infalible que nos enseña que fuera de la Iglesia no hay
salvación.
De todas formas este
dogma debe ser entendido de la misma forma que la Iglesia lo interpreta, pues
Nuestro Salvador entregó las cosas contenidas en el depósito de fe para que
fueran explicadas por el magisterio eclesiástico y no por juicios privados.
Ahora bien, en primer
lugar la Iglesia nos enseña que estamos en presencia de un precepto de
Jesucristo en el sentido más estricto del término. Puesto que El ordenó
explícitamente a Sus apóstoles el enseñar a todas las naciones a observar todo
aquello que El mismo había mandado. Ahora bien, entre esos mandamientos, no es
el menos importante aquel que nos ordena
el incorporarnos al Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia, por medio del
bautismo y el permanecer unidos a Cristo y a Su Vicario, por medio del cual
gobierna la Iglesia de manera visible.
Así pues, nadie que
conozca que la Iglesia ha sido divinamente establecida por Cristo, y aún así
rechaza el someterse a la Iglesia o rehúsa la obediencia al Romano Pontífice,
el Viario de Cristo sobre la tierra, va a salvarse.
El Salvador no sólo dio el precepto de que todas las
naciones entraran en la Iglesia, sino que también estableció la Iglesia como
medio de salvación, sin la cual nadie puede entrar en el reino de la gloria
eterna.
En su infinita
misericordia Dios estableció que los efectos necesarios para salvarse, aquellas
ayudas dirigidas al último fin del hombre, no por necesidad intrínseca, sino
por divina institución, pueden obtenerse también, bajo ciertas circunstancias,
con sólo tener el deseo o intención. Esto fue enseñado claramente en el
Concilio de Trento, tanto cuando se hace referencia al sacramento del bautismo
como al de la confesión.
De la misma manera debe
afirmarse lo mismo de la Iglesia, en cuanto que la Iglesia es un medio general
de salvación. Así pues, para obtener la salvación eterna, no siempre se
requiere el ser incorporado en la Iglesia de hecho como miembro, sino que se requiere que esté unido a ella por lo menos
de deseo o intención.
De todas formas no se
requiere que este deseo sea explícito como es el caso de los catecúmenos, pues
cuando una persona se encuentra en ignorancia invencible, Dios acepta también
un deseo implícito, llamado así porque está incluido en la buena disposición
del alma por la cual la persona desea conformar su voluntad a la de Dios.
Estas cosas están
claramente enseñadas en la carta dogmática del Soberano Pontífice Pío XII el 23
de junio del 1943 “Sobre el Cuerpo Místico de Jesucristo”, ya que en ella
distingue claramente entre aquellos que están realmente incorporados a la
Iglesia y aquellos unidos a ella sólo por deseo.
Al discutir sobre los
miembros de los que está compuesto el Cuerpo Místico aquí en la tierra, el
Augusto Pontífice dice: “entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de
contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y
profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la
contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a
causa de gravísimas culpas”.
Y hacia el final de la
misma encíclica, invitando a la unidad en forma muy afectiva a aquellos que no
pertenecen al cuerpo de la Iglesia Católica, menciona a aquellos que están
“ordenados al Cuerpo Místico por un cierto deseo e intención inconscientes”, a
los cuales de ninguna manera excluye de la salvación eterna, sino que por el
contrario afirma que están en una condición en la cual “no pueden estar seguros
de su salvación”, ya que “todavía carecen de tantas y tan grandes ayudas
celestiales que sólo pueden disfrutarse en la Iglesia Católica”.
Con estas sabias
palabras reprueba tanto aquellos que excluyen de la salvación eterna a todos
aquellos unidos a la Iglesia sólo por un deseo implícito y a aquellos que
afirman falsamente que el hombre puede salvarse igualmente en cualquier
religión.
No debemos pensar que
cualquier clase de intención de entrar a la Iglesia es suficiente para
salvarse. Se requiere que la intención por la cual uno se ordena a la Iglesia
Católica esté informada por una perfecta caridad; y ningún deseo explícito
puede producir su efecto a menos que el hombre tenga fe sobrenatural: “Pues
aquel que se acerca a Dios es necesario que crea que Dios existe y que es
remunerador de aquellos que le buscan” y el Concilio de Trento declara: “La fe
es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda
justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de
sus hijos”. [2]