III
PERPETUIDAD DEL VICARIO DE JESUCRISTO
Cuestión de derecho
Si la institución de san Pedro es tal que por él y sólo por él se hace
visible Jesucristo, cabeza de la Iglesia, y que por él y sólo en él comunica la
Iglesia con su cabeza y recibe de su cabeza la verdad y la comunión
eclesiástica, la autoridad del magisterio y la del gobierno pastoral, es
evidente que tal institución debe durar tanto como la Iglesia, puesto que la
Iglesia no puede verse un solo instante privada de la comunicación de vida que
le viene de su cabeza[1].
Si, por tanto, la Iglesia no puede privarse, ni un solo día, de la
presencia manifestada y del gobierno exterior y visible de su divino Esposo,
hubo ciertamente que cuidar de la sucesión de san Pedro.
Ahora bien, si este apóstol, como la mayoría de sus hermanos, hubiera
muerto sin heredero que le fuera propio y designado distintamente, su prerrogativa
se extinguiría con él. Era preciso que fuera obispo de una sede determinada, a
fin de que un obispo fuera su sucesor determinadamente, propiamente, con
exclusión de cualquier otro.
Los obispos que no tienen sede
no tienen sucesores sino en la masa común, y su episcopado vuelve al cuerpo
entero del episcopado; mas el obispo que tiene una sede y es anillo de una
cadena por ser cabeza de una Iglesia particular y por pertenecerle esta
cualidad a él solo, no puede confundirse en ese tesoro común del que se ha dicho
que cada obispo participa solidariamente[2].
San Pedro será, por tanto, en los designios de Dios, obispo de una Iglesia
particular. Tendrá herederos que le representarán a perpetuidad, distintamente
y con exclusión de los otros obispos.
De esta manera su
prerrogativa será transmisible para siempre y su persona, en cierta manera,
inmortal.
La sede de Roma (cuestión de conveniencia).
Desde el origen del mundo
Dios había predestinado en sus designios el lugar donde esta cátedra de san Pedro y esta Iglesia de su
episcopado debían guardar el depósito del soberano gobierno de las almas.
Cuando su dedo diseñaba
los contornos de los continentes y cavaba en el antiguo mundo la vasta cuenca
del mar interior que debía ser el centro del comercio y de las relaciones de
todos los pueblos, había lanzado en él como un promontorio avanzado la península
italiana. En sus riberas, en el centro del mar mediterráneo, fueron echados los
cimientos de la ciudad de Roma, cuyo destino misterioso estaba todavía oculto.
Roma, que por su situación geográfica ocupaba el centro del mundo antiguo
y que además estaba situada en la vertiente occidental de Italia, parecía mirar
y llamar a ella a los continentes americanos que en nuestros días han venido a
ser un mundo nuevo y hacia el que se abre el mar Gaditano.
Esta misteriosa situación
de Roma no era todavía más que una preparación remota. Los movimientos
providenciales por los que se sucedieron los grandes imperios, mezclándose en
sus revoluciones los diversos pueblos y
civilizaciones, llevaron poco a poco el centro de los negocios humanos de
Oriente a Occidente, hasta el momento en que Roma, victoriosa de Europa, de
Asia y de África, apareció en la tierra como la reina del universo. Toda la
historia de la antigüedad vino a parar allí, y con esta dirección providencial
de los negocios humanos recibía el
designio divino su última e inmediata preparación.
Entonces todo estaba pronto en aquella ciudad para que la religión
cristiana hiciera de ella la capital de su imperio pacífico. Allí hubo de ser
predicado el Evangelio a fin de que se
propagara más fácilmente entre todas las naciones reunidas ya en el gobierno de
un solo Estado[3]. Allí debía ser decisiva la victoria de Cristo
porque allí estaban reunidos todos los ídolos de los pueblos y todas las sectas
de los filósofos y allí habían convergido todas las corrientes de los errores
humanos. A aquella Roma dominadora del mundo y maestra de los errores llegó,
pues, el apóstol san Pedro y allí estableció su sede.
[1] Cf. León
XIII, encíclica Satis cognitum.
[3] San León, Sermón 82, para la fiesta de
los apóstoles, 2; PL 54, 423: «Para que se derramaran por el mundo entero los
efectos de esta gracia inenarrable preparó la divina Providencia el imperio
romano... Y, en efecto, convenía
perfectamente a la disposición de la obra divina que todos los reinos
estuvieran reunidos en un imperio y que una predicación general alcanzara
rápidamente a los pueblos que reunía el gobierno de una sola ciudad. Esta
gran ciudad, ignorando al autor de su promoción, como dominaba sobre casi todas
las naciones, estaba al servicio de los errores de todas las naciones...; Cf. Pío XII, Alocución a los recién casados (17 de enero de 1940).