2.
Principios de solución:
A) Caracteres
de la grandeza temporal de Israel.
Es una
realidad innegable, reconocida hoy por todos los exegetas, que al pueblo de
Israel, como tal, se le promete para el futuro una grandeza de orden temporal.
Esta promesa forma como un estribillo de todas las profecías, y, según la interpretación
cristiana contemporánea, está tan íntimamente ligada con la promesa de los
bienes espirituales, que llega a constituir su envase o envoltorio.
Esta
grandeza temporal del pueblo escogido se puede dividir en dos grados: el primero,
de menor cuantía, se refiere a un futuro inmediato, a cierta mejora
contingente; limitada a ciertas épocas de la historia hebrea; sobre esto no hay
divergencia entre los comentaristas, ni se ofrece ningún problema interesante.
En las profecías hay anuncios sobre un futuro inmediato de restauración, no
sólo para los mismos israelitas, sino para otros pueblos del Oriente.
El
segundo grado lo constituyen propiamente esas promesas repetidas de una grandeza
temporal absoluta, inmensa, duradera, de magnas y lejanas perspectivas. En todas
las profecías referentes al futuro de Israel se dibuja siempre en el lejano horizonte
la aurora de un día grandioso para el pueblo escogido, cuyas características se
describen con los colores más vivos e inverosímiles. Nos abstenemos de citar textos,
por constituir ello la misma entraña de la mayoría de las profecías de
liberación mesiánica, que lo son casi todas.
Una
lectura atenta de las profecías nos convence de que uno de sus elementos
esenciales, si no el esencial, es la que pudiéramos llamar su mesianidad. La
restauración y grandeza temporal de Israel, enunciada en las profecías está
siempre vinculada a la idea de que el eje de toda esa grandeza, es el Mesías.
El pueblo
de Israel es presentado siempre, invariablemente, como el pueblo del Mesías.
Esta es toda su razón de ser.
Para
proceder con orden, hemos de investigar cuál es el sentido histórico de las
promesas de grandeza temporal hechas por Dios, en las distintas épocas-límites,
al pueblo escogido.
Empezamos
por Abrahán. El patriarca caldeo recibe de Dios, en su propia ciudad de Ur, la
llamada sobrenatural que lo endereza a la Tierra de Canaán, porque tiene sobre
su descendencia designios providenciales (Gn. XII, 1-3). Ni en el texto de la
promesa ni en el contexto histórico podemos encontrar que el motivo de la promesa
divina fuese la excelencia o fertilidad del suelo palestinense. No era una
perspectiva muy halagüeña dejar una ciudad, bien construída y perfectamente
organizada, como era entonces Ur, para instalarse en las pobres tierras de
Canaán.
Y
en efecto, en el mismo capítulo (XII, 12) se nos describe ya la primera
diáspora del naciente pueblo escogido. En Canaán se declara una alarmante
escasez de materias primas, y Abrahán se ve obligado a bajar a Egipto, que era
el granero de todo el Oriente. En un cuadro de ventajas temporales, le hubiera
resultado más útil a Abrahán el fijar sus pabellones en las ricas tierras de
Egipto, máxime teniendo en cuenta las facilidades que casualmente le ofrece el
Faraón. Sin embargo, Abrahán, obediente al llamado divino, vuelve a la
inhóspita tierra de Canaán, en espera de los acontecimientos providenciales.
La
segunda diáspora del pueblo escogido se
verifica en tiempos de Jacob. El patriarca, con sus doce hijos y la descendencia de
éstos, se instala en Egipto, huyendo de la carestía y aprovechando la coyuntura
del reinado de la dinastía semita de los Hiksos, en cuyo imperio su propio hijo
José ha alcanzado un puesto preeminente (Gn. XLII-XLVII). De
nuevo, esta dispersión de Israel resulta ventajosa para el pueblo.
Al
cabo de cuatrocientos años, cuando ya ha caído del poder la dinastía de los Hiksos,
vienen tiempos malos para los israelitas, que se han multiplicado notablemente
en Egipto. Entonces, para ellos la vuelta a Canaán se les presenta contingentemente como una liberación
ventajosa.
Pero
son tales y tan tortuosas las incidencias de la liberación y las incomodidades
inverosímiles de los cuarenta años de rudo peregrinar a través del desierto,
que con razón ciertos espíritus positivistas del pueblo afloran su antigua estancia
en las tierras ricas y abundantes de Egipto. (Ex. XVI, 3).
La
conquista de Canaán es una victoria muy relativa, y el pueblo hebreo tiene que
convivir con las tribus autóctonas, y sostener con ellas frecuentes altercados.
Solamente
hasta la época de Salomón no se puede decir que el pueblo de Israel llegó a
constituir una comunidad nacional, instalado con relativo desahogo en el propio
hogar palestinense. Y aun así, Israel era un punto imperceptible comparado con
los grandes imperios que le rodeaban.
A la
muerte de Salomón, la minúscula nación se divide, lastimosamente en dos mitades, y empieza un movimiento
acelerado de decadencia religiosa y política, en cuyo rápido avance emulan
vergonzosamente los dos reinos desgajados.
El
primero en caer ante el extranjero invasor fué el Reino del Norte, cuya creciente idolatría y
desmoralización había provocado las fuertes denuncias proféticas de Amós
y Oseas. En el año 738 a. C. la gran potencia Asiria, que desde mucho
tiempo atrás había amenazado su independencia, cayó sobre el país, y en 722 conquistó
a Samaria, donde se asentaba la corte del rey Omri. Los habitantes
fueron desterrados por el rey asirio Sargón a Mesopotamia y Media, y sus
puestos fueron ocupados por extranjeros procedentes de la vega del Éufrates, de
los cuales descienden los samaritanos de los tiempos posteriores.
Los
deportados del Reino del Norte o se diluyeron paulatinamente entre la población
del país, o —un grupo muy reducido de ellos— se unieron más tarde a los deportados
del Reino de Judá[1].
Prácticamente había desaparecido racialmente el Reino de Israel, quedando sólo
el de Judá.
Un
siglo más tarde, aproximadamente, el Reino de Judá se ve envuelto en el
torbellino de la invasión. La tempestad que arrancó a Israel de la tierra de
sus padres, des-cargó en tres etapas principales: la primera, en calidad de
severa amonestación, fué la deportación del año 597; la segunda produjo la ruina principal, o sea la destrucción de
Jerusalén y la deportación del año 586; la tercera, como de rastrillaje, terminó
por aventar los restos de la parva, con la deportación del año 582.
He
aquí la gran cautividad, cuyo tema constituirá el asunto central de la mayoría
de las profecías[2].
Hemos
visto, en esta ojeada somera cómo la situación de Israel en el suelo palestinense,
apenas había llegado a una modestísima mediocridad, y ésta constantemente
interrumpida por sucesos desagradables. Si exceptuamos la época brevísima
del reinado de Salomón, Israel no había pasado de la categoría de un pueblo
pobre, desunido y constantemente amenazado por las fuerzas invasoras de los
grandes imperios orientales.
La
cautividad, aunque suponía una humillación para la nación en los primeros momentos,
se convirtió al poco tiempo en una fuente de ventajas y mejoras indiscutibles.
Es
cierto que al principio los deportados fueron empleados en los grandes trabajos
de construcción que Nabucodonosor tenía emprendidos. Pero, con el avanzar del
tiempo, las condiciones mejoraron mucho. Los más inteligentes y activos se
abrieron camino de varias formas, dándose a valer según las ocasiones: todos,
en general, hicieron más cómoda la propia situación. Cuando ya demostraron que
se habían amansado un tanto, se les permitió por parte de los Caldeos
fabricarse casas y plantarse huertos (Jer. XXIX, 5); crear nuevos pueblos en
las zonas asignadas a su trabajo. De algunos de estos pueblos han llegado hasta nosotros
los nombres: Tell-Aviv, “colina de las espigas” (Ez. III, 15), situado
junto al canal Kebar, cuyo nombre sería un índice de la fertilidad del lugar, y
que era tal vez el centro judaico más importante; Tell-Harsha, “Colina del arado”
(Esdr. II, 39, Nehem., VII, 61), nombre claramente simbólico; Tell-Melah,
“colina de la sal” (íbid.); Kerub Addan; Immer (Esdr. II, 59);
Kasphjá, (Esdr. VIII, 17).
En definitiva,
los deportados terminaron por encontrarse mucho mejor en el país del destierro
que en la tierra de su padres. La prosperidad material que alcanzaron en Babilonia
jamás la habían podido obtener en las mezquinas tierras de Canaán, pobres y miserables
en comparación de las ubérrimas y fértiles de la cautividad[3].
Esta
observación nos da la clave de la interpretación de las profecías referentes a
la grandeza temporal de Israel. Cuando en estas profecías, la mayoría de ellas
de la época inmediatamente anterior a la cautividad o de la misma cautividad,
se promete la reinstalación del pueblo en Palestina, como un supremo anhelo de
la nación, esto no puede tener un sentido exclusivamente[4]
crematístico, ya que la situación de los deportados superaba con mucho las posibilidades
de ventajas materiales que la tierra de Canaán pudiera ofrecerles. Los profetas
no podían anunciar a los ricos judíos, perfectamente instalados en Babilonia,
la vuelta a Palestina como una mejora de sus condiciones materiales; antes bien
suponía un no pequeño sacrificio que la mayoría de ellos no estuvieron
dispuestos a aceptar.
Por
consiguiente, todas las expresiones proféticas referentes a la abundancia y
fertilidad del suelo palestinense, a las condiciones de paz y felicidad de que gozarían
los repatriados, no pueden lógicamente entenderse sino como metáforas o
locuciones simbólicas. Así lo entendían de hecho los mismos judíos.
Y,
sin embargo, no podernos negar que en todas esas profecías se les promete a los
judíos una grandeza de orden temporal, precisamente teniendo como marco a la tierra
de Canaán.
Siguiendo
adelante en nuestra investigación, podemos decir que se trata de un sentimiento
nacionalista.
Ahora
nos corresponde analizar las características de este sentimiento.
Es una
aspiración impresa por el mismo Dios al pueblo de Israel, para realizar, por su
medio, designios providenciales siempre relacionados con la esperanza
mesiánica.
Como
hemos visto, Israel nunca goza en Palestina de un bienestar material, que haga deseable
su permanencia en aquella zona de Asia.
Las
deportaciones, lejos de traer desventajas materiales, sirvieron en definitiva
para aumentar su prosperidad material.
Y
no obstante todo ello, vibra en el fondo del alma israelita constantemente un
suspiro nostálgico por el regreso a Canaán. Esta aspiración la fomenta el mismo
Dios por medio de sus profetas. Las grandes deportaciones del pueblo eran
consideradas como un castigo divino por la mala conducta religiosa de Israel, y
la repatriación se considera siempre como el levantamiento de este castigo.
El
punto álgido de este castigo no podía estar en la privación de un bienestar material,
que Palestina no podía ofrecerles y que, por el contrario, no les faltaba, ni
con mucho, en los países del destierro.
El
motivo formal del castigo lo constituía el hecho de que Dios iba demorando su
promesa de valerse de Israel como de un pueblo instalado en su hogar
palestinense, para grandes empresas de su futuro reino mesiánico.
Por consiguiente,
el sentimiento nacionalista hebreo tiene las siguientes características:
1)
No se refiere a una prosperidad material, que les pueda ofrecer la Tierra de Canaán en contraposición a los países
del destierro.
2)
Está íntimamente ligado con la esperanza mesiánica; Israel como pueblo, nació al
conjuro del mandato divino para ser el instrumento social de su reino mesiánico.
3)
Está esencialmente vinculado a Palestina, porque solamente como tal pueblo instalado en Canaán
llegará un día a ser ese instrumento social de la difusión del mesianismo.
Resumiendo,
pues, todas estas ideas, podemos ya determinar en qué consiste esa grandeza
temporal prometida a Israel, como pueblo.
Es
una grandeza, ciertamente de orden temporal, pero no vinculada a una mayor prosperidad
temporal o crematística.
Es
una grandeza nacional, que afecta al pueblo como tal, como unidad etnográfica.
Se
refiere al pueblo instalado en la Tierra de Canaán, no porque ésta sea mejor materialmente
que otros países, sino por la libre elección Dios.
Y
ahora nos preguntamos: esta grandeza temporal, prometida a Israel ¿es un
elemento accesorio de las profecías, que no se cumplirá jamás? ¿Se puede decir
que se ha cumplido ya en la historia judía
posterior a la cautividad?
B)
Las profecías referentes a la grandeza temporal de Israel aún no han tenido su
pleno cumplimiento.
Ya
hemos visto cómo el sentido literal de las profecías, en las que se promete a Israel
cierta grandeza colectiva vinculada a la Tierra de Canaán, no es exclusivamente
material y crematística, ya que su instalación en Palestina no fué nunca más
ventajosa, en el orden de la prosperidad material, que su permanencia en los
países de la Dispersión.
Por
otra parte, no podemos decir que toda esa grandeza futura sea solamente una
manera de hablar simbólica, cuyo sentido íntimo se refiera exclusivamente a los
bienes espirituales de que sería portador el Mesías, y que toda la
magnificencia anunciada para el pueblo de Israel se refiera exclusivamente también
al futuro de Israel de Dios, a la Iglesia universal fundada por el Mesías.
Hoy,
en la exégesis moderna, como vimos al principio, se ha descartado ya como insuficiente
esta solución.
¿Deberemos
admitir que estas promesas divinas referentes a la futura grandeza temporal de
Israel son solamente un elemento secundario puesto entre las profecías
auténticas como un cebo para ayudar a ingerir la escueta promesa de los bienes
espirituales?
Esta
es la última palabra de la exégesis cristiana, tanto católica como protestante
conservadora.
Sin
embargo, no podemos ocultar la grave inquietud que semejante solución produce
en nuestros ánimos con respecto a la veracidad de los libros proféticos inspirados.
¿Por
qué hemos llegado a la conclusión de que esas promesas no se cumplieron ni se
cumplirán nunca, sino porque no sabemos resolver lealmente las dificultades que
suscitan?
¿Hasta
qué punto es lícito hacer esa peligrosa distinción entre un elemento secundario
de una profecía que no se cumple, y otro elemento principal o fundamental, que
es el único que no deja mentiroso al profeta inspirado por Dios?
Así,
pues, si estamos conformes en que tales profecías sobre el futuro de Israel se
refieren a una grandeza colectiva de orden temporal, no nos quedan más
soluciones honradas que estas dos: o se cumplieron en la historia hebrea,
emprendida entre la vuelta del destierro y la venida de Cristo, o se cumplirán en
un futuro posterior, en plena época mesiánica[5].
Que no
se han cumplido en la historia hebrea pre-cristiana, se ha demostrado ya mil
veces, y ello precisamente ha dado origen a las diversas opiniones que hemos
reseñado, tanto del lado judío como del cristiano y, por tanto, nos atenemos a
los argumentos, tan frecuentemente expuestos en los manuales bíblicos y en los
comentarios.
Aquella
historia pobre y mediatizada del Israel post-exílico no puede agotar ni con
mucho la magnitud de las estupendas promesas de la grandeza futura del pueblo
de Israel.
Creemos
sinceramente que la grandeza de Israel está aún por realizarse y que el
contenido nuclear de esas discutidas profecías pertenece a un futuro, que está
aún enrollado en el libro misterioso de los siete sellos[6].
Tratemos
de explicar nuestro punto de vista.
Continuabitur
[1] Nota del Blog:
No sabemos de dónde saca el autor esta afirmación.
[3] “Muchos judíos, cuando tuvieron ocasión de volver a Palestina se
echaron atrás y prefirieron quedarse en Babilonia. ¿Cómo explicar esta decisión
cuando, dos generaciones antes, solamente la cadena y la vara del exactor
habían podido arrancarlos del país de sus padres? Las razones fueron más de
una... En Babilonia se estaba bien y se había conseguido un poder no pequeño;
por otra parte, la empresa eminentemente nacional de los repatriados tenía
necesidad de ayudas de todas clases, materiales y morales. Muchos, pues,
decidieron quedarse en Babilonia, en donde continuarían estando bien
personalmente, y al mismo tiempo podrían desplegar en pro de los repatriados
una actividad benemérita”. G. Ricciotti: Storia d´Israele,
II, p. 62.
[4] Nota del Blog: notar el
“exclusivamente” del autor. Es decir esto no quita la existencia de bienes
materiales. No hay dudas que no es ni lo único ni lo más importante que Dios
les promete, puesto que estos bienes están estrechamente ligados al
reconocimiento y aceptación del Mesías, pero es preciso no alegorizar estos
bienes en favor de la Iglesia, como hacen muchos.
[6] Nota del Blog: interesante
observación. Máxime si se tiene en cuenta la opinión de Lacunza al
respecto, tal como puede verse AQUI.