BIBLIA
Y PSICOANALISIS
El grande, el sumo psicoanálisis está en la
Biblia, pues ella y sólo ella nos enseña a desnudar enteramente el corazón, y
sólo con sus luces de espíritu aprendemos a ser del todo sinceros con nosotros
mismos.
Frente a la sabiduría de la Biblia no hay complejos,
porque en ella habla Dios que conoce “lo íntimo del corazón" (Salmo
XLV, 22). Ella descubre nuestros complejos y los resuelve de un modo
definitivo. Ella escudriña el corazón para indicar a cada cual su camino (Jer.
XVII, 10). Ella sabe nuestros íntimos pensamientos (Jer. XX, 12);
pone a prueba los corazones (I Par. XXIX, 17; Jer. XII, 3); los pesa (Prov.
XXI, 2) y luego los inclina a la solución que les conviene (ibid.
1): los ilumina como luz que resplandece entre tinieblas (II Cor. IV, 6);
los alimenta (Salmo XXVI, 14) y termina su obra renovándola por completo
(Salmo L, 12) y dándoles firmeza definitiva (I Tes. III, 13).
Una sola cosa exige este gran maestro, lo mismo
que exige todo psicoanalista: sinceridad. Esto le basta. Y hay más aún: así
como, según el refrán, el que se excusa se acusa, así también -lo que es
mejor—, frente a la Biblia el que se acusa se excusa.
Si alguna vez no encontramos soluciones y consuelo
en la Escritura, es porque buscamos estar satisfechos de nosotros mismos y
"quedar bien" con nuestro amor propio. En
este caso nunca quedamos satisfechos, pues siempre vemos asomar nuestras
miserias y errores. En cuanto confesamos eso, en cuanto nos resignamos a
saber que no somos buenos, nos vuelve a la alegría, como se ve en el Salmo XXXI,
4 ss.
La Biblia nos dice entonces: ¿Qué importa si no fuiste
bueno hasta hoy? ¿No ves que yo tengo la parábola de los obreros de la última
hora (Mat. XX, 8) que lo pasan aún mejor que los primeros? ¿No recuerdas
el caso de Magdalena (Luc. VII, 43-47), donde yo muestro que el que más
ama es aquel a quien más hubo que perdonarle? Si hay quien limpia tus ropas y
las deja como la nieve (Salmo L, 9) ¿qué importa que su suciedad fuese
mucha o poca?
II
Para arreglar nuestra posición no podernos, pues,
hacerlo "quedando bien", sino quedando mal, es decir, previa
aclaración de que somos culpables sin disculpa y que nos arrepentimos, como lo
enseña el salmo L. Entonces Dios lo arregla todo a base de perdón gratuito y
generoso. El queda bien, y nosotros quedamos mal. Pero ¡qué dicha si ese quedar
mal ante El es lo que nos hará ser desde entonces amigos verdaderos! Así se
entiende el que Jesús viniese para pecadores y no para justos (Luc. V, 51).
Entonces nos transformamos y empezamos a ser
justas delante de Dios, siendo en realidad Él el autor de nuestra justicia
(Rom. III, 20-28; X, 3; Filip. III, 9), de modo que no corremos riesgo de
soberbia como el fariseo del templo (Luc. XVIII, 10 ss) porque ya no podremos
buscar nunca más la satisfacción de nosotros mismos, sabiendo que sólo podremos
tener justicia gracias a El.
Esto es lo que se llama renovarnos en el espíritu de
nuestra mente" (Ef. IV, 23) y matar al hombre viejo (Rom. VI, 6;
Ef. IV, 22; Col. III, 9); es decir, nacer de nuevo por el espíritu (Juan
III, 3 ss), confirmarnos en el hombre interior para tener la plenitud de
Dios (Ef. III, 19), o sea vivir plenamente de la vida divina prestada
por Cristo, como vive el sarmiento de la vid (Juan XV, 1-5), pudiendo
entonces decir que no vivo yo sino que El vive en mi (Gál. II, 20),
porque yo he renunciado a mí mismo (Mat. XVI, 24) para no perder mi alma
pretendiendo salvarla (ibid. 25), sino vivir de El como El vive del
Padre (Juan VI, 57).
Toda esta vida sobrenatural verdadera y sencilla, fundada
simplemente en la fe a la palabra de Dios, sería para nosotros un misterio
impenetrable si volviendo a lo antiguo, al puro esfuerzo propio de los paganos,
quisiéramos capitalizar virtudes morales para quedar bien delante de Dios, pues
"ningún viviente puede aparecer justo en su presencia" (Salmo CXLII,
2) sino a trueque de aceptar que no es capaz de serlo, "a fin de que
nadie se gloríe" (I Cor. III, 21), y para que sea para El toda
la gloria de nuestra justificación, sin lo cual el misterio de la Redención no
tendría sentido. En el fondo no hay aquí sino el problema de la humildad
verdadera, que es la excavación necesaria para que pueda asentarse el cimiento,
que es la fe.
Ya que en vano pretenderíamos no estar en deuda,
resignémonos, pues, a ese constante papel de perdonados, sin pretender nunca
"quedar bien" con El, como se hace con el mundo, pues tal era el
papel del fariseo que Jesús reprobó (Luc. XVIII, 9 ss; cfr. Luc. X, 29). “Somos,
Señor, reos que confiesan. Sabemos que si no perdonases, condenarías con razón
(cf. Salmo L, 6). Perdónanos, pues, sin mérito, te lo rogamos, ya que de la
nada nos sacaste para que te rogásemos” (San Agustín).
III
Vemos así que el que se gloría no está en la
verdad. El hombre bíblico tiene este principio absoluto, una norma simplísima e
inapreciable para formarse criterio, ya se trate de individuos o de
instituciones: todo lo que se elogia a sí mismo muestra por ese solo hecho que
se engaña (Gál. VI, 3) o que nos engaña (Luc. XVIII, 19: Juan II, 24). Todo
lo humano está siempre muy por debajo de lo que debiera ser, por lo cual la
actitud lógica delante de Dios es siempre la contrición (Luc. XIII, 1 ss:
XVIII, 9-14), tanto individual cuanto colectiva (Lam. III, 42), la
cual no obsta, por cierto, a la más filial confianza, por lo mismo que no se
funda en derecho propio, sino en la dignación del divino Padre (Salmo XCIII,
18), para quien debe ser toda la gloria (Salmo CXIII b, 1; CXLVIII, 13).
Gloria en Cristo tendremos cuanta queramos,
recibiéndola de su plenitud (Juan I, 16). Pero ¡cuidado con la gloria de
virtudes propias! Pues en cuanto pretendemos que vamos a ser buenos y se lo
prometemos como Pedro, le negamos como él, al poco rato (Juan XIII, 38).
Resignarse a saberse malo, para poder ser bueno:
paradoja inmensa, básica, que es la llave de todo el Evangelio, y sin la cual
no entenderemos nada. Lo que nos impide vivir así delante del Omnipotente como
el niño delante de su madre, es la falsa espiritualidad sin Evangelio, es el móvil
egoísta que no raras veces se disfraza de piedad (II Tim. III, 5), queriendo
evitar el infierno y ganar el cielo a toda costa, como si la salvación fuese
exclusivamente obra nuestra y no la obra del amor del Padre y del Hijo, y como
si el premio de las buenas obras no se diese por el amor con que están hechas
(I Cor. XIII, 1 ss). Cuando no busquemos nuestro negocio sino que estudiemos a
Cristo para conocerlo, admirarlo, y amarlo, entonces El nos hará llenarnos de
obras, de esas que no se quemarán cuando El venga (I Cor. III, 14).
El que de veras quiere ser bueno según la enseñanza de Jesús,
ha de renunciar al mérito y a la satisfacción de serlo, y reconocerse siervo
inútil (Luc. XVII, 10), porque nadie es bueno, sino sólo Dios (Mat.
XIX, 17). Por eso Santa Teresa de Lisieux quería dilapidar cada día toda
ganancia espiritual para estar siempre vacía, como un mendigo delante de Aquel
que se complace en llevarnos gratis (Salmo LXXX, 11) y que como enseña María,
hace grandeza en lo que somos nada (Luc. I, 48 s.). Pero ¿cómo podremos creer
esto si no nos familiarizamos con el Evangelio?
Son cosas demasiado contrarias al criterio humano y
comercial del mundo para que podamos descubrirlas en nosotros mismos. El que
sólo piensa en los numerosos preceptos de la Ley de Moisés (Ex. XX,
1-7) no puede entender el mensaje nuevo de Jesús, pues toda la
doctrina de S. Pablo enseña terminantemente que en Cristo ya no
estamos bajo esa Ley (Rom. VI, 14) y que es insensato querer volver a
tal Ley como lo fueron todos los que pretendieron salvarse por ella, pues ella
no es capaz de salvar a nadie (Gál. III, 11). Y no sólo caeríamos
entonces en las faltas que pretendemos evitar, sino que al pretender cultivar
virtudes por propia cuenta, cultivaríamos el fariseísmo, mucho más odioso a
Cristo que todos los pecados.
La educación farisaica es la doctrina de la suficiencia
humana, que olvida la necesidad de la gracia; no sólo es funesta para el
soberbio que se cree bueno, sino también para el tímido y aún para todo humilde
que se sabe malo, pues éste sentirá que para arrepentirse tiene que mover una
montaña, y no comprenderá que si al enemigo que huye se le da puente de plata,
al enemigo que vuelve se le da puente de oro. Si un padre ve que su hijo ausente
empieza a pensar en volver, ¿querrá acaso presentarle la empresa como difícil o,
al contrario, temblará de miedo de que se desanime y no regrese al hogar? ¿No
es esto último lo que enseña Dios al mostrarse como el Padre que se anticipa al
encuentro del hijo pródigo? (Luc. XV, 20).
IV
La bondad de Dios, siendo perfecta, no puede ser
condescendencia, sino perdón. La bondad de los hombres sí está a menudo en
condescender, renunciando a la voluntad propia por ceder a la ajena (Mat. V,
41). Pero si Dios renunciara a su voluntad, —que quiere siempre nuestro
verdadero bien con una sabiduría tan infinita, como es su amor- por condescender
con los caídos hijos de Adán, sería como reconocer que El había estado
equivocado. ¡Y luego lloraríamos con lágrimas de sangre nuestro horrible
triunfo sobre El!
Por dicha nuestra la voluntad amorosa del Padre se
realiza en nosotros tan implacablemente como cuando un padre arranca a su hijo
un arma con que iba a lastimarse, y su condescendencia consiste en perdonamos
tantos errores y culpas y sobre todo en darnos su Espíritu (Salmo L, 13) que
nos hace comprender, amar y agradecer, humillados, la suavísima firmeza de esa
voluntad divinamente generosa, contra la cual se alza siempre al principio la
mezquina insensatez de nuestra carne. ¿Qué mayor luz y fuerza psicoanalítica
para traer al campo de la conciencia lo que nos desconcertaba, ocultándose en
lo subconsciente?
La Biblia al descubrirnos así los repliegues y las fallas
tanto en nuestro hombre corporal o físico (Gál. V, 16-23) cuanto en
nuestro hombre psíquico, según lo llama literalmente San Pablo en I
Cor. II, 24, nos hace alcanzar al hombre espiritual o “pneumático” (I
Cor. II, 10), que sirve a Dios sin la ley (Gál. V, 18) porque su
móvil es el amor (ibid. 22). ¿Puede darse un ideal y un fruto más
elevado y positivo de psicoanálisis?